Daniel Miguel López Rodríguez, Redefinición de fascismo, El Catoblepas 100:17, 2010 (original) (raw)

El Catoblepas, número 100, junio 2010
El Catoblepasnúmero 100 • junio 2010 • página 17
Artículos

Daniel Miguel López Rodríguez

Un intento de redefinir filosóficamente al fascismo y de aclarar y distinguir semejante fenómeno en el concurso de las ideas políticas

fascismo Mussolini

Introducción

El presente artículo es un intento de dar una explicación filosófica al fascismo, es decir, de explicar (aclarar y distinguir) la Idea de fascismo, si es que éste existe como Idea. Así pues, estamos ante un intento de una filosofía de la historia del fascismo, que, obviamente, para su desarrollo requeriría no ya un libro sino bibliotecas. Esto implica que el fascismo «a secas» no puede ser explicado por las ciencias beta-operatorias, porque los análisis históricos, antropológicos, económicos y políticos no agotan el contenido del fascismo (por muy amplias que se presenten las distintas categorías, que por supuesto damos como necesarias pero no suficientes). Dicho de otro modo: vamos a estudiar al fascismo más allá de sus conceptualizaciones categoriales, vamos a intentar verlo como Idea filosófica. El fascismo debe de ser interpretado, pues, filosóficamente, si es que se quiere hacer un ejercicio de síntesis. La filosofía es una actividad de segundo grado, y parte de saberes de primer grado, de saberes técnicos, científicos, artísticos y políticos; luego la Idea de fascismo ha sido reformulada en retrospectiva, sin perjuicio de que los propios fascistas tuviese una Idea de fascismo y los antifascistas (o no fascistas) coetáneos al fascismo tuviesen otra Idea; pero como dijo Hegel, la lechuza de Minerva emprende su vuelo al atardecer.

Que el fascismo es una Idea filosófica yo creo que lo demuestran las altas dosis de polémica que éste lleva cuando se menciona. Como dijo el divino Platón, si hablamos de oro y de plata todos pensamos en lo mismo y estamos de acuerdo, pero cuando se trata de la justicia, de la piedad, de la bondad o de la belleza todos discrepamos, y a través de esas inconmensurabilidades y de esas confrontaciones surge la filosofía (la esencia de la filosofía es la dialéctica, la symploké de las Ideas). Del mismo modo cuando hablamos de «fascismo» todos polemizamos, y los politólogos no han llegado a un consenso de definición. Así pues, el fascismo no es un tema, el fascismo es un problema, y es a la filosofía, a la filosofía de la historia materialista, la que le corresponde hacer una visión trascendental (en sentido materialista no emergentista) del fascismo, sin perjuicio de que en este artículo haremos, inevitablemente, mucha historia.

«Fascismo» es, quizá, el término más oscuro y confuso que hay entre las ideas políticas. La confusión es enorme, y es por tanto difícil de sistematizar. Tampoco el fascismo puede explicarse por sí mismo: la Idea de fascismo, digámoslo así, está envuelta por otra ideas, otras posturas, que la desbordan y codeterminan: socialismo, comunismo, anarquismo, nazismo, nacionalismo, franquismo, catolicismo, &c. Señalamos a estas tendencias como «ideas» porque todo Estado y toda disciplina política tiene irremediablemente su filosofía, y por tanto sus sistema de ideas, más o menos definido. Precisamente el presente artículo trata de definir, más bien de «redefinir», a ese sistema de ideas llamado «fascismo» y su relación con los otros sistemas, aunque también tendremos muy cuenta algunos aspectos de su política real en su contexto histórico.

No pretendo desarrollar explícitamente la esencia genérica del fascismo a través de su núcleo, su curso y su cuerpo. El artículo estará enfocado a confrontar y contrastar al fascismo con las distintas tendencias contra las que competía. Pero no estaría de más un artículo en el que se viese al fascismo como una esencia genérica que tiene un núcleo, un curso y un cuerpo. Tampoco sería superfluo un trabajo sobre el fascismo visto desde las tres ramas del poder (poder operativo, poder estructurativo y poder determinativo) y las tres capas del poder (la capa conjuntiva, la capa basa y la capa cortical). No obstante, las siguientes líneas es de momento lo que puedo ofrecer. Veámoslo.

¿Qué es el fascismo?

El término «fascismo» proviene del italiano «fascio» (que significa «haz», «fasces»), y deriva del latín «fasces» (en plural «fascis»). Las fasces eran unos fajos de varillas amarradas que simbolizan la unidad popular (solidaridad frente a terceros, diríamos), en las cuales sobresalía un hacha, la cual a su vez simbolizaba al líder, al guía-caudillo, esto es, dicho en el idioma del fascismo, al Duce, que como todos saben no era otro que Benito Almicare Andrea Mussolini (Dovia di Predappio, Forlì, 29 de julio de 1883- Giulinio di Mezzegra, 28 de abril de 1945). La palabra «fascismo» deriva, pues, del símbolo romano del fascio littorio.

El fascismo ha sido diagnosticado por Gustavo Bueno en El mito de la derecha como una derecha no alineada, esto es, no tradicional, en oposición a las derechas alineadas, tradicionales (derecha primaria, derecha liberal, derecha socialista), las cuales se proyectan como «modulaciones» que derivan como géneros plotinianos y se presentan frente a las generaciones de izquierda que trataban de desmembrar al Antiguo Régimen (izquierda jacobina, izquierda liberal, izquierda libertaria, izquierda socialdemócrata e izquierda comunista). Sin embargo, advierte Gustavo Bueno, «el fascismo podría ser, por analogía, considerado como un movimiento de izquierda, porque en realidad a la vez es derecha e izquierda en sentido tradicional, en la medida que presenta analogías significativas con ambas. Si lo consideramos aquí de derechas, es porque estamos subrayando sus analogías con la derecha tradicional, puesto que estamos en una obra dedicada a la derecha». (Gustavo Bueno, El mito de la derecha, Temas de hoy, Madrid 2008, pág. 266).

El fascismo pudo tener ciertas analogías con la derecha socialista, sin perjuicio de que también mantuvo semejanzas con la derecha liberal e incluso con el comunismo, tendencias a las que sin embargo se opuso, autodiagnosticándose como «tercera vía». Pero la oposición del fascismo a las distintas generaciones de izquierdas fue muy distinta de la oposición realizada por las derechas tradicionales. Así pues, el fascismo fue algo nuevo, y no una nueva versión de la derecha de toda la vida, en sentido sustancialista metafísico, como si fuese la esencia del mal (que es como ingenua y míticamente lo entiende casi todo el mundo). Dicho de otro modo: el fascismo no fue una derecha que pretendiese volver al Antiguo Régimen, como si fuese una derecha reaccionaria o cavernícola. El fascismo no puso su mirada en el pasado, la puso en el futuro, porque fue un movimiento eminentemente escatológico, creyendo que el futuro de la humanidad era de su propiedad (del mismo modo que los marxista se creían dueños del futuro). No sólo el Antiguo Régimen era «cosa de ayer», también lo era el liberalismo. La historia se encaminaba hacia la «nueva civilización», hacia un escatológico imperio fascista, el nuevo Imperio Romano.

También hay que tener en cuenta, como hemos dicho, que al fascismo no hay que verlo como una esencia fija, sino más bien como una esencia genérica con núcleo, curso y cuerpo, pues no ejerció ni mucho menos un tipo de política continuo y homogéneo, ya que pasó por muy distintas fases llenas también de disputas internas. También hay que hacer saber que el fascismo se incubó en una democracia parlamentaria transformándola dictadura que tuvo a un rey (Vittorio Emmanuel III), lo cual lo convierte en algo muy particular y por tanto difícil de definir (eso sí, volvió a sus orígenes republicanos en la efímera República de Salò, cuando el fascismo daba sus últimas bocanadas).

El fascismo, visto así, fue una «diarquía» entre el Duce y el rey (el cual fue llamado, tras la conquista de Etiopía, «rey-emperador»). Los poderes fácticos estaban en las manos de Mussolini, pero el rey era el Jefe del Estado; un título de papel, pues no supo frenar a Mussolini en la sistemática desmembración del ordenamiento constitucional fundado en el Estatuto Albertino: he ahí lo que podríamos llamar el proceso revolucionario fascista, aunque el proceso no llegó a realizarse del todo, a causa de la derrota en la guerra mundial. Según el rey, por aquellos entonces «no se podía obstaculizar al jefe del gobierno». (P. Puntoni, Parla Vittorio Emmanuele III, Bolonia, 1993, pág. 321).

Para nuestro objetivo sería muy interesante leer una definición del propio Mussolini sobre el fenómeno fascista:

«Siendo antiindividualista, el sistema de vida fascista pone de relieve la importancia del Estado y reconoce al individuo solo en la medida en que sus intereses coincidan con los del Estado. Se opone al liberalismo clásico que surgió como reacción al absolutismo y agotó su función histórica cuando el Estado se convirtió en la expresión de la conciencia y la voluntad del pueblo. El liberalismo negó al Estado en nombre del individuo; el fascismo reafirma los derechos del Estado como la expresión de la verdadera esencia de lo individual. La concepción fascista del Estado lo abarca todo; fuera de él no pueden existir, y menos aún servir, valores humanos y espirituales. Entendido de esta manera, el fascismo es totalitarismo, y el Estado fascista, como síntesis y unidad que incluye todos los valores, interpreta, desarrolla y otorga poder adicional a la vida entera de un pueblo.
No hay individuos ni grupos (partidos políticos, asociaciones culturales, coaliciones económicas, clases sociales) fuera del Estado. Así pues, el fascismo se opone al socialismo para el que la unidad dentro del estado (que amalgama las clases en una única realidad económica y étnica) es desconocida, y que no ve en la historia otra cosa que la lucha de clases. Del mismo modo, el fascismo se opone al sindicalismo como arma de clase. Pero cuando se crea dentro de la órbita del Estado, el fascismo reconoce las necesidades reales que hacen surgir el socialismo y el sindicalismo, otorgándoles el peso debido en el gremio o sistema corporativo en el que se coordinan y armonizan intereses divergentes en la unidad del Estado.
Agrupados de acuerdo con sus intereses diversos, los individuos forman clases; forman sindicatos cuando se organizan con arreglo a sus actividades económicas diversas; pero primero y sobre todo forman el Estado, que no es un mero asunto de número, la suma de los individuos que forman la mayoría. Por lo tanto, el fascismo se opone a esa forma de democracia que equipara una nación con la mayoría, rebajándola al nivel del número mayor; pero es la forma más pura de democracia si la nación se considera –como debe hacerse- desde el punto de vista de la calidad y no la cantidad, como una idea, la más poderosa por ser la más ética, la más coherente, la más verdadera, expresándose en un pueblo como la conciencia y la voluntad de unos pocos, cuando no, en efecto, de uno solo, y tendente a expresarse en la conciencia y la voluntad de la masa, de todo el grupo moldeado éticamente por las condiciones naturales e históricas en una nación, avanzado, como una conciencia y una voluntad, a lo largo de una idéntica línea de desarrollo y formación espiritual. No una raza ni una región definida geográficamente, sino un pueblo, perpetuándose en la historia; una multitud unificada por una idea imbuida de la voluntad de vivir, la voluntad de poder y la conciencia de la propia identidad y personalidad.» (Benito Mussolini (1935), «Fascism: doctrine and institutions», en C. F. Delzell (ed.) (1971), Mediterranean Fascism 1919-1945, Londres, Macmillan, pág. 93-95. [La doctrina del fascismo, Florencia, Vallecchi Editore, 1938].)

Fascismo y comunismo

Desde la perspectiva emic el fascismo no fue clasificado ni de izquierdas ni de derechas (como tampoco se autodenominó así el comunismo soviético, considerando dicha distinción como «pequeño burguesa»), hasta el punto de que muchos fascistas afirmaron que el fascismo superaba la disyunción entre la izquierda y la derecha. Ahora bien, desde la perspectiva etic, con respecto a la derecha primaria al fascismo hay que colocarlo a la izquierda, pues la soberanía no recaía en el Duce o el rey sino en la nación (Italia por aquellos entonces era una monarquía constitucional con una dictadura fascista, lo cual, como hemos dicho, hace del fascismo algo muy peculiar). Pero con respecto al comunismo al fascismo hay que colocarlo a la derecha; podríamos decir que su derechismo es meramente posicional. Luego el fascismo es de derechas porque no es de izquierdas y porque se opone frontalmente a las izquierdas, en especial al comunismo: fue el fascismo desde la semiclandestinidad quien frenó la bolchevización de Italia y de la futura expansión del bolchevismo por occidente, por eso fue, en principio, alabado y respetado por las potencias democráticas (incluso, al principio, por los propios demócratas italianos). Para los fascistas la oposición de izquierda/derecha era propia de los regímenes parlamentarios, la cual debía de ser borrada, pues, según ellos, era cosa del pasado.

Sin embargo, en la España de la Segunda República y de la Guerra Civil todo derechismo se identificó acríticamente (o interesadamente) con el fascismo (como «la noche en la que todos los gatos son pardos»). Como dice Santiago Montero Díaz en su opúsculo Fascismo (Cuadernos de Cultura, Valencia 1932), «En pocos países como en España se han difundido ideas tan lamentablemente equivocadas sobre este régimen». La expresión «fascista» se usaba en tono despectivo, para descalificar al contrario, como insulto universal y arma propagandística; pero esto es simplemente un fascismo etológico o estético, por así decirlo, y no político o filosófico. Toda esta confusión se debe a la impresionante campaña de propaganda diseñada por el comunismo estalinista (en realidad, junto al leninista, el verdaderamente existente) que transformó el dualismo metafísico de comunismo/capitalismo por el dualismo no menos metafísico de comunismo/fascismo. Esta versión hizo ver al fascismo como «agente del gran capital», como la corrupción última de la burguesía, junto a la socialdemocracia (teoría del «socialfascismo»). «La lucha contra el fascismo» fue la excusa y justificación propagandística empleada por los secuaces del Frente Popular y las brigadas internacionales reclutadas por Stalin en la Guerra Civil (también fue empleada esta ideología en la Segunda Guerra Mundial, pero con menos intensidad, pues lo aliados no sólo eran comunistas, sino también demócratas liberales, esto es, capitalistas). El antifascismo se convirtió en un instrumento ideológico para legitimar al comunismo, y todo lo que se opusiese al comunismo era fascismo; he ahí la confusión, un confusión claramente interesada. Pero en España la propaganda hizo que la lucha no fuese entre comunismo contra fascismo, camuflándola en una imposible lucha entre democracia contra fascismo (republicanos frente a fascistas, la izquierda contra la derecha, los pobres y parias de España contra los ricos burgueses y terratenientes, el pueblo contra el ejército; en definitiva: los buenos contra los malos). Bajo este «camuflaje», los comunistas (la URSS) evitaban que las potencias democráticas (capitalistas) apoyasen a Franco (la bestia negra del estalinismo en España). Este es, como bien apunta Pío Moa, el mito fundamental de la Guerra Civil; la gran patraña que nos han contado; la cual, al parecer, ha quedado como dogma indiscutible, y si alguien lo discute entonces es un «fascista».

Así pues, fue precisamente Stalin el culpable de esta confusión. A finales de julio de 1935, en el VII Congreso de la Comintern celebrado en Moscú, se diseñó la nueva estrategia comunista: la formación de los «frentes populares». La caída del Partido Comunista alemán en 1933 (el partido estrella del comunismo más allá de las fronteras soviéticas) hizo pensar que el «fascismo» –en un sentido muy amplio y por tanto confuso– era una especie de epifenómeno del capitalismo y de la burguesía internacional u oligarquía financiera «más reaccionaria, más nacionalista, más imperialista» para fomentar una guerra interimperialista entre las potencias capitalistas (supuestamente fascistizadas por la alta burguesía internacional) frente al bolchevismo, que, pese a las palabras de Lenin, era todo un imperialismo (un imperialismo generador, al menos en la política internacional, a través del diseño del ideal del Estado de Bienestar –plan Beberidge en plena Segunda Guerra Mundial–, y no a pesar de los millonarios crímenes del Gulag y de las hambrunas de Ucrania, sino precisamente por ello: Stalin, como Franco, hizo el trabajo sucio).

Esta visión del fascismo como epifenómeno del capitalismo es la tesis defendida, en una fecha anterior al VII Congreso de la Comintern como es la de 1932, por el opúsculo citado de Montero Díaz. Dice Montero:

«el fascismo ha significado sencillamente el más genial ensayo realizado hasta el día para dotar a la sociedad burguesa de una estructura política tal que se imposibilite la existencia de todo organismo revolucionario […] Lo interesante, lo sustantivo, innegablemente era salvar a la burguesía italiana; organizar y estabilizar rápidamente la contrarrevolución […] Despojada la concepción política de todo su colorido nacionalista, que no es sino el pretexto, la hojarasca retórica, las soflamas conmovedoras que necesita la Dictadura, nos encontramos con la primera esencia del fascismo: afirmar de una manera mucho más radical que los demás países burgueses el poder absoluto del Estado y al mismo tiempo identificar en la práctica el Estado con los intereses de la burguesía».

Esto, aunque en ello hay parte de verdad, no es toda la verdad, y habría mucho que matizar ahí; pero, como veremos, el fascismo no fue un mero anticomunismo y tampoco fue simplemente el brazo ejecutor de la burguesía, ya que también estuvo muy preocupado por la «cuestión social» y por el bienestar de los trabajadores.

Una de las grandes semejanzas que hubo entre el fascismo histórico y el comunismo histórico (y por tanto no mitológico, esto es, no escatológico y por tanto políticamente definido por el Estado, esto es, el monopolio legítimo de la violencia) es que el Estado fascista fue el más intervencionista de su época, junto al Estado soviético. Fascismo y comunismo fueron la alternativa al capitalismo en el siglo XX, y es simplemente brocha gorda, pereza intelectual o pura impostura simplificar tan complejos sistema bajo la homologación de «totalitarismos» o «dictaduras totalitarias», como hicieron Karl Popper en 1945 (recién terminada la guerra) y Karl J. Friedrich y Zbigniew Brzezinski en 1956, en los primeros años de la guerra fría.

Fascismo y nazismo

A mi juicio la génesis de esta confusión tan generalizada se debe a la identificación del fascismo con el nazismo y sobre todo, aquí en España, con el franquismo (del cual escribiremos luego). Fascismo y nazismo han sido considerados como lo mismo, pero no es así ni mucho menos; dichas tendencias no pueden reducirse a un denominador común, y hacerlo es simplemente una impostura, un ejercicio perezoso de brocha gorda o pura ignorancia. Desde el agudo y meticuloso análisis de El mito de la derecha tanto el fascismo como el nazismo han sido clasificados como derechas no alineadas, pero eso no significa que dichas tendencias se identifique plenamente. El fascismo ha sido considerado como «totalitario» (término oscuro y confuso, como veremos), al igual que el nazismo y el comunismo, pero dicho «totalitarismo» dicta mucho de las dictaduras nazis y comunistas (conocida es la tesis de Hannah Arendt en la que se afirma que el fascismo no es totalitarismo, restringiendo dicho término al nazismo y al bolchevismo).

Para evitar confusiones propongo, y esta es la tesis del presente artículo, que el término «fascismo» se circunscriba tan sólo al fascismo italiano, al régimen que se desarrolló en la nación italiana desde la «marcha sobre Roma» el 28 de octubre de 1922 hasta el 25 de julio de 1943, cuando Italia fue invadida por las potencias aliadas y el Duce fue sustituido por el Gran Consejo Fascista y encarcelado. Y también al fascismo que efímeramente se desarrolló en el norte de Italia (una vez que Hitler ayudó a Mussolini a escapar de la cárcel), el cual sucedió desde el 13 de septiembre de 1943 hasta el 25 de abril de 1945, en la República Social Italiana, más conocida como la República de Salò, último bastión, por tanto, del fascismo, el cual era más bien un Estado títere del Tercer Reich (y ya tenía poco de fascista y mucho de nazi).

Luego, en este sentido, habría que hablar de un fascismo definido, tomando como criterio de definición el Estado; siendo lo demás fascismo indefinido, es decir, fascismos borrosos, pseudo-fascismos, regímenes fascistoides o filofascistas, pero no plenamente fascistas. En el momento que extrapolemos el término «fascismo» de su realidad histórica (en el espacio italiano y en el tiempo que transcurre desde 1922 hasta 1945) se convierte en algo totalmente borroso, oscuro y confuso, por eso propongo hablar de un «fascismo circunscrito». Como fascismos indefinidos tenemos como ejemplos varias corrientes muy heterogéneas: las Cruces de Fuego de François de la Rocque y el Partido Popular francés de Jacques Doriot en Francia, el Movimiento Rexista (de Cristo rey) de León Degrelle en Bélgica, las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas de Ramiro Ledesma Ramos y la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera en España (ni de lejos era fascista la CEDA de José María Gil-Robles), la Unión Fascista de Oswald Mosley en Gran Bretaña, las Cruces Flechadas de Ferenc Szálasi en Hungría, la Guardia de Hierro de Cornelio Codreanu en Rumania o la Organización Revolucionaria Croata Insurgente o Partido de los Ustasha o rebeldes de Ante Pavelic en Croacia. Estos partidos no conquistaron el poder, por lo tanto no estaban definidos políticamente, pese a sus intenciones. Habría que decir que dicho fascismo sólo fue intencional, pero no efectivo, como al fin y al cabo fue el italiano (me refiero al fascismo escatológico totalitario del que luego hablaremos). En España, aparte de la Falange y las JONS (dejando fuera a la CEDA, como hemos dicho), lo más parecido que hemos tenido al fascismo, según palabras del propio Mussolini, que era el que entendía de esto, fue la figura de don Manuel Azaña, debido a la rectitud de su liderazgo. Cierto que esto lo dijo Mussolini en 1932, un año antes de la fundación de la Falange y las JONS. Aun así suscribo la tesis de Mussolini refiriéndose a Azaña como lo más parecido al fascismo que hubo en España, pues don Manuel implantó una ley electoral inspirada en la legge de Acerbo mussolinina, una ley diseñada en Italia en 1923 por Giacomo Acerbo, de ahí el nombre de la ley. Dicha ley hipertrofia los resultados haciendo que unas mayoría mínima si convierta en una mayoría aplastante, garantizando así que una coalición parlamentaria que obtuviese una mayoría mínima alcazase el 66% de los escaños. Curiosamente esa ley se volvió en contra de los izquierdistas en la elecciones de 1933, cosa que les estuvo muy bien empleada por ese bienio realmente negro.

Sin embargo, no sería correcto denominar al nazismo como fascismo indefinido (si tomamos como criterio de definición el Estado), pues el nazismo en 1933 llegó al poder. Pero el nazismo, sin perjuicio de sus tremendas analogías, no es fascismo. El Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores tomó una cierta estética fascista, estética que sin duda jugó un papel muy importante, sobre todo en las labores propagandísticas. Pero la fascistización de regímenes como el de la Alemania nazi sólo era un ingenuo deseo de Mussolini, el cual creía que el fascismo iba a ser un fenómeno trascendental, un juicio normal en su acostumbrada extravagancia.

¿Y por qué no fue el nazismo fascismo? Para empezar habría que decir que mientras que el nazismo (al igual que el comunismo y el anarquismo e incluso el liberalismo) proponía como finalidad la abolición y extinción del Estado, postulando un fantasioso e incluso escatológico dominio del volk (que no era otra cosa que el mito de la raza aria, que hoy en día vuelve a ser el mito de la cultura), el fascismo proponía como finalidad la realidad plena y totalitaria del Estado fascista, la fascistización de todas las instituciones y de todas las gentes del país; es decir, la finalidad estaba no en la extinción sino en la supremacía del Estado (para que el régimen fascista y el pueblo de Italia fuesen una unidad, como presumía Mussolini). El Estado era, pues, la máxima y última aspiración del fascismo, un Estado de expansión imperialista (por eso hablo de «fascismos indefinidos», pues para un partido fascista estar fuera de las instituciones del Estado carece de sentido: sin Estado no hay fascismo que valga). El fascismo pedía así el monopolio absoluto del aparato del Estado con el Duce como figura sobresaliente, estando el Partido Nacional Fascista subordinado al Estado (en el caso alemán el Estado estaba subordinado al Partido Nazi). Como dijo Mussolini: «El partido no es más que una fuerza civil y voluntaria a las órdenes del Estado, al igual que la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale es una fuerza armada a las órdenes del Estado […] Si en el fascismo todo está en el Estado, tampoco el Partido puede huir a tal inexorable necesidad [he aquí lo que podemos llamar el fatum del Estado fascista, el fatalismo fascista], y debe, por tanto, colaborar subordinadamente con los órganos del Estado». (Opera Omnia, cit. XXXIV, págs. 141-142). La subordinación del partido al Estado fraguó rencillas entre los representantes del partido y los representantes (los ministros, el Duce) del Estado. Este dualismo (o trialismo, si contamos la institución de la monarquía) fue lamentado por el secretario del PNF como «problema insoluto», porque ello suponía un «débil equilibrio no siempre fácil de alcanzar». (Archivo Centrale dello Stato, Ministero degli Interni, Direzione Generale di Pubblica Sicurezza, Divisione Polizia Politica, b. 102). Este dualismo entorpecía el avance hacia el escatológico Estado totalitario, por falta de consenso. Detrás de la organización monolítica y eficiente del fascismo, como política plenamente disciplinada hacia una mística del Estado que daba la propaganda, existía una lucha por el poder entre los oligarcas del fascismo, lo cual impedía la armonía que era necesaria para la plena realización del Estado fascista hacia su camino escatológico como Imperio Universal.

Sin embargo, para los nazis el Estado «no representa un fin, sino un medio […] la condición preliminar para crear una civilización humana superior». (Cfr., E. Jäckel, La concezione del mondo in Hitler, Milán, 1972, pág. 96). Sin embargo, en la práctica los nazis monopolizaron más que los fascistas las instituciones del Estado (por no hablar de la Unión Soviética).

Si el régimen fascista se implantó con una no muy especialmente cruenta (habría que decir incruenta) «marcha sobre Roma» (incruenta gracias al rey, el cual pactó con Mussolini e hizo que el ejército no interviniese a fin de que no hubiese una carnicería), el régimen nazi se implantó a través de las instituciones democráticas de la República de Weimar. Una vez que Hitler paró las intenciones revolucionarias del ala más extrema del partido nazi, hizo el intento, y con éxito, de llegar al poder por la vía parlamentaria, para que una vez en el poder se realice la revolución (una revolución desde arriba, como también desarrolló la derecha socialista, pero con resultados muchísimos menos incruentos y totalmente generadores, pese a quien le pese). ¿Podría decirse que el ascenso de un hombre como Hitler al poder a través de las instituciones democráticas, siendo encima encarcelado tras una desastroso Pustch de Múnich para una ulterior «marcha sobre berlín», imitando a Mussolini, fue una especie de «corrupción no delictiva»? Suele decirse que Hitler fue financiando por la alta burguesía internacional para implantar un régimen fuerte de cara al comunismo bolchevique. Puede haber algo de cierto en ello, pero el nazismo no es tampoco, como el fascismo, un mero anticomunismo, también funcionaron en dicho régimen ideas positivas, no sólo negativas en cuanto a la reacción antiproletaria se refiere.

En la práctica, es decir, en la política real, al margen de las distintas formalidades de los respectivos Estados, las relaciones entre el régimen fascista italiano y el régimen nazi alemán no fueron ni mucho menos armónicas. Recién llegado Hitler al poder esto no fue ningún consuelo para Mussolini, que consideraba a Hitler como un loco exaltado (a pesar de que Hitler considerase a Mussolini como maestro del anticomunismo e imitase a éste con el saludo romano de brazo en alto). En 1934 Mussolini envió tropas a Austria para evitar que ésta se anexionase a Alemania (el famoso Anschluss que al fin se lograría en 1938); además, ¡fue el único en hacerlo! Mussolini pretendía que Austria no fuese nazificada, para que en su lugar fuese fascistizada (ya vemos aquí una clara oposición). Al principio las potencias democráticas (Francia e Inglaterra sobre todo) vieron con buenos ojos la llegada del fascismo al poder, pues suponía una buena reacción frente al comunismo, pero después también vieron en el fascismo una buena forma de oposición al nazismo. Por un momento el fascismo se convirtió en la esperanza de las democracias occidentales y era un movimiento respetado; pero todo eso se fue al traste cuando Mussolini invadió Etiopía, su principal error, y fue sancionado por la Sociedad de Naciones, siendo consecuencia de ello el Pacto de Acero con Alemania (24 de octubre de 1936) que dio lugar a lo que Mussolini llamó «Eje Roma-Berlín». Pero si el principal error (el primer error, queremos decir) de Mussolini fue invadir Etiopía, el gran error fue subordinarse a Hitler (de lo cual miserablemente se arrepintió, porque fue simplemente su ruina y su mala fama). Aun así, después del Pacto de Acero, ya empezada la guerra, Italia avisó a Bélgica, Holanda y Francia de lo que los alemanes le tenían preparado. Mussolini titubeó (ya que quería aplazar la guerra) pero al final decidió aliarse definitivamente con Alemania el 10 de junio de 1940, al creer que la victoria del Eje sería inmediata, debido a las impresionantes conquistas de Hitler en menos de un año sin apenas coste. Ni que decir tiene el enfado monumental entre Hitler y Mussolini tras la invasión frustrada de Italia a Grecia, sacando Alemania a Italia las castañas del fuego, cosa que hizo que se retrasase la Operación Barbarroja (la invasión de la URSS que supuso hacer letra muerta al pacto Ribbentrop-Molotov, ¡qué diálogo cabía aquí!). Y es que Italia más que una ayuda supuso un estorbo para Alemania. Como dijo Churchill, «Italia es el suave vientre del Reich». Las derrotas en el norte de África (en Libia, el 23 de enero de 1943) y la invasión aliada en Sicilia (10 de julio de 1943) pusieron en jaque mate al régimen fascista, corroborándose la tesis de Churchill.

Fascismo y sangre

Además de esto hay que decir que el fascismo italiano fue poco sangriento en comparación con la Alemania nazi, la Alemania de los campos de concentración en la que murieron 6 millones de judíos y un millón más entre otras etnias; por no hablar del Gulag soviético y de las cien millones de víctimas del comunismo (en lo que a sangre derramada se refiere fascismo y comunismo no tienen parangón), o de la represión brutal, de la que muy poco se habla, de las potencias «democráticas» después de la guerra, con campos de concentración en Francia y en Estados Unidos en los que murieron cientos de miles de personas. La «marcha sobre Roma», que supuso la subida del fascismo al poder, fue prácticamente incruenta (sobre todo gracias al pactó que forjó el rey, como hemos dicho). En 1932, con motivación del décimo aniversario en el poder, el régimen concedió una amplia amnistía a los presos políticos, cosa inconcebible para nazis y bolcheviques. A pesar de los muchos exiliados, el fascismo sólo condenó a muerte a unas 25 personas.

La sangrienta carrera del fascismo italiano comenzó el 3 de octubre de 1935, en la conquista de Etiopía, la cual fue llamada Abisinia por los conquistadores. Ésta era ya la Segunda Guerra Ítalo-Etíope, resarciéndose Italia de la derrota en 1896. No he podido dar con las fuentes de la masacre que cometieron los italianos en Etiopía, pero según Wikipedia, fuente no muy fiable, la población etíope pasó de 16.900.000 en 1935 a 15.300.000 en 1936. En dicha invasión se usó gas mostaza no solamente contra las tropas etíopes, sino también contra la población civil, para desmoralizar a la resistencia de las guerrillas. Algunas fuentes hablan de 500.000 bajas etíopes, luego el millón de víctimas que habría que sumar según la tabla de la población etíope que nos ofrece Wikipedia se debió a las terribles hambrunas, pero eso está por confirmar. Winston Churchill y Pío XI aplaudieron la eficacia italiana en las tierras africanas.

También, dicho sea de paso, la violencia generada por el fascismo para conseguir el poder, cosa que se consiguió entre 1917 y 1922 semiclandestinamente, fue proporcionalmente inferior a la que se generó en España durante los meses de febrero y julio que supusieron el derrumbe de la Segunda República. Como afirma Stanley Payne, «Juan Linz ha observado que el total aproximado de los 270 homicidios políticos de España en los cinco meses y medio primeros de 1936 contrata desfavorablemente con el volumen de los 207 homicidios políticos registrados en Italia durante los cuatro meses y medio primeros de 1921, posiblemente el apogeo de violencia allí. Como Italia tenía una población casi un 50 por ciento mayor que la de España, el índice de violencia italiano fue proporcionalmente claramente inferior». Y añade: «La violencia fue en España proporcionalmente más grave que la de las luchas intestinas producidas antes del derrumbe de la democracia en Italia, Alemania y Austria, con la posible excepción de los primeros meses de semiguerra civil en la República de Weimar en 1918-1919». (La primera democracia española, Paidós Estado y Sociedad, Barcelona, 1995, pág. 403). También observa Payne: «El golpe final y decisivo fue el asesinato del líder derechista Calvo Sotelo por un grupo compuesto por guardias de asalto izquierdistas insubordinados y socialistas exaltados. Aquel asesinato fue por su efecto el equivalente español al Asunto Matteotti en Italia. Este último produjo una crisis que precipitó la dictadura fascista; el primero fue el último catalizador de la guerra civil. El que Matteotti fuese matado por fascistas y Calvo Sotelo por socialistas refleja las diferencias existentes en cuanto a fuente principal de violencia entre los dos sistemas. Pero hubo también otras diferencias, igualmente importantes, entre la situación de Italia y la de España. En la primera, el gobierno fascista había alimentado la violencia contra la oposición izquierdista aunque probablemente no había ordenado el asesinato de Matteotti, y sus propios partidarios lo obligaron por último a hacerse responsable de su muerte. En España, el gobierno republicano de izquierdas nunca había alentado la violencia, pero sencillamente fue incapaz de reprimirla y después mostró su absoluta ineficacia para perseguir a los responsables». (La primera democracia, pág. 405).

Curiosamente la mala fama del fascismo, visto como algo absolutamente sanguinario, se debe a los propios fascistas. Los fascistas proclamaban a los cuatro vientos, una vez bien asentados en el poder, que la marcha sobre Roma fue una revolución violenta, como una de las influencias del leninismo en el fascio. No obstante, el 29 de octubre de 1922 Il Popolo d’Italia afirmaba lo siguiente: «La totalidad de Italia central, Toscana, Umbría, Marche y el norte de Lazio han sido ocupados por los camisas negras», sugiriendo una ocupación militar e impuesta con las armas. Sin embargo, el 31 de octubre Mussolini declaró en el diario milanés Corriere della sera: «Hemos hecho una revolución sin parangón en el mundo entero […] Hemos hecho la revolución mientras los servicios públicos seguían funcionando, sin interrumpir el comercio, con los empleados sentados a sus mesas, los trabajadores en sus fábricas y los campesinos labrando en paz sus campos. Es un nuevo estilo de revolución». Pero el 5 de julio de 1924 dirigiéndose al Senado el Duce se contradice afirmando que el ascenso del fascismo al poder fue «un acto incuestionablemente revolucionario», a mano armada, lo cual es rotundamente falso. Que el fascismo no se impuso de manera violenta lo confesó Mussolini en una fecha tan tardía como la de 1944, cuando ya era una simple marioneta de los nazis en la República de Salò.

En 1922 Mussolini abandonó los recurso violentos, pues vio en ellos un impedimento a la obtención del poder; el cual fue mucho mejor obtenerlo renunciando a la violencia y pactando con el Rey (de hecho, la madre del Rey, la reina Margarita, simpatizaba con el fascio). El futuro Duce vislumbró que el poder estaba al alcance de la mano; por ello el 31 de octubre se disculpó ante el Rey por vestir con camisa negra debajo de su traje formal: «Ruego a Su Majestad que me excuse por llevar aún puesta mi camisa negra, pero vengo de una batalla en la que, por fortuna, no ha habido bajas»; y además añadió: «Soy un leal sirviente de Su Majestad». El Rey pudo parar la marcha sobre Roma en cualquier momento, pero vio que aquellos fascistas eran la única solución que tenía la desolada Italia. El ejército controlaba perfectamente a los «marchadores», y con una sola orden los fascistas (entre unos 30.000 ó 40.000 combatientes acampados en las afueras de Roma con rifles de caza y antiguos fusiles del ejército y encima con escasa munición) no hubiesen tenido ni para empezar. No obstante, los líderes del fascio tuvieron suficiente delicadeza para saber llevar la situación, y hacían saber a sus reclutas que «el ejército es el defensor supremo de la nación», y por ello era menester no librar ningún combate con semejante patrimonio, porque «el fascismo no marcha contra las fuerzas del orden público». (Citado en Antonino Répaci, La marcia su Roma, Rizzoli, Milán, 1972, pág. 455).

Más que en su llegada al poder y en la manera de obtener éste, el fascismo fue violento antes de alcanzarlo. Los miembros del establishment liberal de Giovanni Giolitti temían más a la marea roja que a la marea negra, e intentaron usar a los fascistas como títeres (cosa que les salió por la culata, pues éstos, una vez asentados en el poder, prohibieron los partidos liberales, como los demás partidos que no fuese el fascista). De este modo no se puso freno a la violencia de los fascistas de la squadristis, comportándose como un Estado dentro del Estado, consintiendo el gobierno las palizas que el fascio daba a los socialistas revoltosos, con la estimable ayuda, para asombro de los propios fascistas, de la policía local y los carabinieri y la «cautelosa benevolencia» de los altos mandos del ejército (cosa parecida al consentimiento que el Frente Popular en España daba a los socialistas y compañía durante los sucesos de la «primavera trágica» del 36; violencia proporcionalmente mayor, como hemos visto).

En Italia la violencia fue de mayor intensidad en los primeros años de posguerra que en 1922. Dada la situación desastrosa del país, un país en el que no se podía formar gobierno por culpa de un parlamento totalmente fragmentado, los terratenientes y la burguesía vieron en los jóvenes fascista una solución; así lo manifiesta en noviembre de 1920 el periódico burgués de Ferrara: «Se necesitan fuerzas jóvenes, intrépidas. Por suerte, la reciente pugna electoral ha desvelado estas nuevas fuerzas: los fascistas […] Sólo ellos tienen derecho a formular demandas sobre el futuro de Italia; sólo ellos, que aman la juventud y la fuerza, pueden frenar la oleada de locura que está abatiéndose sobre Italia». Una vez en el poder, Mussolini negó que el fascismo representase a los intereses de los terratenientes y burgueses (cosa que en parte era verdad y en parte no).

El carácter violento de la marcha sobre Roma es sólo un mito fundacional fascista, trasfigurado falsamente en un movimiento revolucionario violento. Así, tras la violencia desarrollada en la semiclandestinidad gracias al amparo y financiación de liberales y terratenientes asustados por la marea roja (sobre todo en los «años rojos» que van de 1918 a 1920), los fascistas, una vez en el poder, volvieron a restablecer el orden y cesaron las violencias. En plena Italia fascista se vivía mal o bien, y el Estado fascista era justo e injusto, pero no era mucho peor que otro regímenes; aunque ya sé que decir esto es hacer que los indocumentados progres se pongan de uñas, pero en fin. El mismísimo Winston Churchill, tras una reunión con el Duce en 1928, llegó a decir que si hubiese sido italiano habría estado «de todo corazón» con Mussolini desde el primer momento (esto no quiere decir que el célebre político inglés fuese simpatizante del fascismo, al cual lo consideraba «inevitable», pero sí era fervorosamente anticomunista, de ahí su admiración al Duce como tantos otros). Sin embargo, la mala fama del fascismo es un dogma inquebrantable, pero hay que reconocer que, paradójicamente, a la divulgación de dicho dogma contribuyeron los propios fascistas fantaseando sobre una sangrienta marcha sobre Roma (sin perjuicio de sus tremendas palizas al campesinado socialista en el valle de Po, en Toscana, Umbría y el sur de Apulia, y entre febrero y mayo de 1921, en el contexto de las elecciones generales, las palizas y asesinatos a los propios líderes socialistas, atacando también a los católicos de Partito Populare; y así hasta un año y medio hasta la marcha sobre Roma). Su sangrienta marcha se produjo en 1935 con la conquista de Etiopía, preparando así el escenario para la próxima guerra mundial.

El abuso de los términos «fascismo» y «fascista»

La imprudente extrapolación del término «fascismo» ha llevado a denominar «fascista» a regímenes tan distintos como el de «Juan Perón en Argentina, la república presidencial de Charles de Gaulle en Francia, los regímenes de partido único del Tercer Mundo, la dictadura de los coroneles de Grecia, la presidencia de Richard Nixon en Estados Unidos, los regímenes militares de América Latina [como el de Pinochet], e incluso, las democracias burguesas [Jesús Gil y José María Aznar] y los propios comunistas [Stalin]. Se ha hablado, en efecto, de “fascismo rojo” a propósito de la izquierda extraparlamentaria y de los grupos terroristas comunistas, y de involución “fascista” del régimen comunista chino en ocasión de la masacre de plaza Tienanmen en Pekín (3-4 de junio de 1989). Recientemente ha sido acuñada una nueva categoría de fascismo, el “fascismo medio-oriental” para definir al régimen de Sadam Hussein en Iraq». (Emilio Gentile, Fascismo. Historia e interpretación, Alianza Editorial, Roma-Bari, 2002, págs. 52-53). También se le ha llamado «fascista» a Felipe González, a José María Aznar (llamado así delante de ZP y del Rey por el inefable Hugo Chávez), a Franco y a Carrero Blanco (y a cualquier franquista en general), al impresentable Joan Tardá de ERC (llamado así por Eduardo Zaplana), a Manuel Fraga (el cual, según Tardá, sus manos estaban «llenas de sangre»), a los asesinos etarras (los cuales, a su vez, llaman «fascista» a todo lo que tenga que ver con España). El pasado 14 de mayo del 2010 los magistrados de la Audiencia Nacional, tras suspender cautelarmente a Baltasar Garzón por prevaricar en su investigación de los crímenes del franquismo, fueron llamados fascistas por la multitud simpatizante del juez estrella: «¡Fuera fascistas, de la judicatura!». «Fascista» es, pues, todo aquél que se pase de la raya. Es obvio que se designa como «fascista» a estos regímenes por su carácter violento y para desprestigiarlos, lo cual está hecho no con fines historiográficos sino propagandísticos. Para la oposición parece ser una especie de remedio psicológico llamar «fascista» a quien les gobierna, y «fascista» es simplemente un arma propagandística.

La confusión llega al colmo cuando se habla de fascismo de «izquierda», de «derecha» y de «centro», y si somos coherentes hablaríamos de un fascismo de «centro izquierda» y otro de «centro derecha»; y, para oscurecer más el asunto, también hablaríamos de un fascismo de «extrema izquierda» y un fascismo de «extrema derecha» (ya sería el colmo llamar a alguien fascista de «extremo centro»). La expresión fascismo de «extrema derecha», para la mayoría, sería redundante, porque el fascismo y la extrema derecha se identifican; aunque la idea de «extrema derecha» es más oscura, aún si cabe, que la de «fascismo». En 1923 el sacerdote italiano Luigi Sturzo, uno de los padres de la democracia cristiana y fundador del Partito Populare Italiano, llegó a oscurecer más el asunto cuando definió al bolchevismo como «fascismo de izquierda» y al fascismo como «bolchevismo de derechas». La cosa ha llegado a simplificarse tanto que «fascista» es sinónimo de «hijo de puta», es el peor de los insultos; luego políticamente no define nada.

No obstante, la palabra «fascio» (haz o manojo) no fue un invento de los fascistas ni de Mussolini. Dicho término ya llevaba bastante tiempo en boca de muchos. Esa palabra hoy tan difamada y denigrada empezó a funcionar en Italia en los inicios del Risorgimento precisamente por movimientos de izquierda, tanto en el proletariado como en el campesinado, sobre todo en el oeste de Sicilia. Existieron, por ejemplo, los fasci siciliani, allá por 1890, derrotados por el primer ministro Crispi. En octubre de 1914, los sindicalistas de izquierdas que quería sumergir a Italia en la Gran Guerra fundaron el Facio Rivoluzionario d’Azione Internazionalista. En febrero de 1917, unos ochenta parlamentarios pro intervencionistas de la guerra mundial fundaron el Fascio Nazionale di Azione, constituido tanto por conservadores, socialistas reformistas como Bissolati y liberales como Luigi Albertini, editor del periódico Corriere della Sera. En diciembre del mismo año unos 150 diputados y 90 senadores nacionalistas, entre los que destacaba Antonio Salandra, formaron el Fascio Parlamentare di Difesa Nazionale. Estos últimos recibieron la alabanza de Mussolini el cual los llamó «los 152 diputados fascistas».

Fascismo e imperialismo

Como decimos, el fascismo no fue una derecha tradicional, ya que fue «un fenómeno político moderno, nacionalista, revolucionario, totalitario, racista e imperialista decidido a destruir la civilización democrática y liberal, proponiéndose como una alternativa radical a los principios de libertad y de igualdad concretados en el proceso histórico de afirmación de los derechos del hombre y del ciudadano, iniciado con la Ilustración y con la revoluciones democráticas de finales del siglo XVIII» (E. Gentile, Fascismo, pág. 18). El fascismo se presentó como una tendencia antiliberal y antimarxista (y por supuesto antianarquista), es decir, se enfrentó a las izquierdas de segunda, tercera, cuarta y quinta generación. Dicha tendencia se organizó en un partido milicia de veteranos de guerra, con intención de totalizar la política y el Estado, y con una visión mística y militarizada de la política. Sus fundamentos eran míticos, viriles y antihedonistas. Los fascistas estaban imbuidos en una especie de panteísmo del Estado, pues el Estado se sacralizaba, considerándose al fascismo como una «religión política», en competencia con el Vaticano (y por tanto anticlerical o al menos no clerical, cosa que coloca al fascismo más a la izquierda que a, por ejemplo, los liberales conservadores o democristianos como Luigi Sturzo).

La vocación de la tendencia fascista, sin ser especialmente sangrienta después de todo, era totalmente belicista, con vista a una futura expansión imperialista (expansión por el Adriático, conquistas de Etiopía y Albania), la cual daría lugar a un nuevo orden mundial y a una nueva civilización, siendo «una forma palingenésica de ultranacionalismo populista» (Roger Griffin, The Nature of Fascism, pág. 26). El fascismo fue, por tanto, una doctrina que consistía en regenerar a la nación, siendo así, en palabras de Stanley Payne, «una forma de ultranacionalismo revolucionario para el renacimiento nacional, basado en una filosofía fundamentalmente vitalista, y estructurado sobre un utilitarismo extremo, sobre la movilización de masas y en fuerherprinzip; tiene una actitud positiva en relación a la violencia como fin y como medio y tiende a dar carácter normativo a la guerra y/o a las virtudes militares» (El fascismo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, pág. 21). El régimen fascista aprobó la fundación del Imperio Italiano el 9 de mayo de 1936, desde el cual se proponía la hegemonía italiana en el Mediterráneo (Mare Nostrum) e implantar por la fuerza su apertura hacia los océanos.

Fascismo y clase media: la pequeña burguesía como la masa del fascismo. La «tercera vía»

Se suele decir que el fascismo recibió su respaldo social en las clases medias; fue, por así decir, una revolución de las clases medias (frente a la revolución de las clases proletarias escindidas en anarquismo, socialdemocracia y comunismo, cuyos enfrentamientos fueron mortales). Estas clases medias, en mayor o en menor medida, pueden identificarse con la pequeña burguesía, pero también con obreros asalariados (de todos modos el concepto de «clase media» es oscuro y confuso pues no está definido su dintorno; tampoco se sabe dónde limita su contorno y cómo son sus intersecciones con su entorno, el cual es tanto la «clase baja» como la «clase alta»). Algunos autores han llegado a sostener que el fascismo fue una revolución burguesa antiburguesa, aunque más bien habría que decir que fue una revolución pequeño burguesa antiburguesa. Esto hizo que el fascismo se convirtiese en un fenómeno de masas, pues la clase media representaba un 47% de la población (también hay que decir que el Partido Nazi estuvo ampliamente respaldado por las clases medias, pero como decimos el concepto de «clase media» está por definir, y quizá fuese una ideología estadística diseñada por sociólogos para encubrir la existencia de un proletariado fuerte y numeroso). Sin embargo, el fascismo, pese a la importancia que le daba a las masas, no consintió que estas expresasen e impusiesen sus ideas políticas, sin perjuicio de que en 1939 el Partito Nazionale Fascista tuviese afiliado a más de 21 millones de italianos, incluyendo a niño a partir de los seis años (sobre una población de 43 millones de habitantes).

Con esto no queremos decir que el fascismo quedó reducido a una mera reacción antiproletaria, como si fuese un epifenómeno del capitalismo (en una especie de capitalismo de emergencia o «forma contingente» del poderío burgués), el cual fue financiado por la alta burguesía para derrocar a los movimientos marxistas (esa fue la versión marxista). El fascismo, pese a sus influencias, tenía sustancia propia y ni mucho menos fue una continuidad del régimen liberal, pues en muchos aspectos era diametralmente opuesto a éste, y a lo largo del tiempo las tensiones fueron incluso creciendo. Lo digo porque hay muchos pánfilos de «extrema izquierda» (izquierda fundamentalista) que creen que capitalismo y fascismo es lo mismo.

El fascismo, pues, aun habiendo sido fervorosamente antimarxista, fue más allá del antimarxismo, no definiéndose sólo por lo que negaba sino también por lo que afirmaba. Así pues, al negar al marxismo y al liberalismo se presentó como «tercera vía», como alternativa a dos modalidades que consideraban «decadentes». El fascismo propuso una organización corporativa de la economía (cosa que se puso de moda en países liberales como Inglaterra y EEUU, ahí estuvo en New Deal de Roosevelt), la cual coartó la libertad sindical, cosa que hizo ampliar la esfera de intervención de Estado. El fascismo a base de fundamentos tecnocráticos y solidaristas (siempre contra terceros y cuartos) amplió la colaboración de las clases productoras con el propósito de unificar a la nación en vista de una futura expansión imperialista y de una «nueva civilización». Aun así preservó la propiedad privada y la división de clases. La misión del fascismo era regenerar a la nación, y para ese propósito había que destruir a la democracia parlamentaria y a los partidos marxistas (que a la postre también querían destruir a la democracia parlamentaria).

Fascismo, nacionalismo e internacionalismo

Antes de fundar el Partito Nazionale Fascista (fundado el 7 de abril de 1921) Mussolini era miembro del Partido Socialista Italiano (algo así como PSOE de allí). Muy conocida es la frase que dijo Lenin refiriéndose a Mussolini: «Si hay alguien que pueda hacer la revolución en Italia ese es Benito Mussolini», cosa que se consiguió, aunque fuese una revolución fascista, revolución muy exagerada por los propios fascistas. En 1932 un corresponsal extranjero le preguntó a Mussolini que por qué abandonó el socialismo y creó el fascismo. Mussolini le respondió que la Primera Guerra Mundial (la llamada por entonces Gran Guerra) le demostró que la lucha internacional del proletariado era algo completamente falso; dicho de otro modo: la Gran Guerra echó por tierra, y además por completo, aquella frase con la que Marx firmaba y terminaba el Manifiesto Comunista: «Proletarios de todas las naciones, uníos». Mussolini durante toda su vida fue un socialista internacionalista, pero observó que los proletarios franceses no se unieron con sus hermanos de clase, los proletarios alemanes, para hacer la guerra a las clases burguesas, prefiriendo defender a sus respectivas naciones. Así pues, Mussolini, desilusionado, cambió el socialismo internacionalista por el socialismo nacionalista. La Gran Guerra le hizo ver como utópica la unión del proletariado internacional, e ideó un sistema en el cual las distintas clases de un mismo país se unirían (como se unieron en la Gran Guerra y después volverían a unirse en la Segunda Guerra Mundial) con el propósito de formar una gran nación, una nación con aspiraciones imperialistas.

De este modo, dicho sea de paso, se demuestra que el motor de la historia no es sólo la dialéctica de clases (como pensaba el materialismo histórico), sino la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados (que es la propuesta del materialismo filosófico). Ambas dialécticas, vistas desde el materialismo filosófico, no están subordinadas una a otra porque no son disyuntas sino que están codeterminadas (luego sólo es una dialéctica). Habría que decir que en el contexto histórico del fascismo (sobre todo en los años de la Segunda Guerra Mundial), la dialéctica era de imperios, sin perjuicio de la lucha de clases dentro de cada Estado y su repercusión en el conflicto mundial o interimperialista.

Muchos liberales han pensado que, como Mussolini venía del socialismo revolucionario, el fascismo no sería otra cosa que una herejía socialista (o comunista) o una variación del revisionismo marxista. Pero un fascista no era un «hereje» marxista, más bien era un «ateo», y negaba por completo el igualitarismo internacionalista que postulaban los marxistas. Así pues, se podría decir que el imperativo proselitista de la última frase del Manifiesto Comunista («Proletarios de todas las naciones, uníos») quedó cambiado, parafraseando, de la siguiente forma: «Fascista de toda Italia, uníos» o más bien «Italianos de toda Italia, uníos y sed fascistas para fascistizar a Europa y a todo el mundo».

Hemos visto arriba que el fascismo y el nazismo no fue lo mismo. Ahora bien, sí tenemos en cuenta sus semejanzas. La principal semejanza está en ese socialismo nacionalista (nacional socialismo). Pero claro está, no es lo mismo la nación italiana que la nación alemana; y, por mucho Pacto de Acero que se quiera, ahí surgen las polémicas, como efectivamente las hubo. Podría llevarse a engaño la expresión que usó Stalin de «socialismo en un solo país», pues podría parecer que Stalin es un «nacional socialista» o un «socialista nacionalista» (un «fascista»), pero se trataría más bien de un socialismo multinacionalista (y por tanto, al fin y al cabo, internacionalista); pues la Unión Soviética, como advierte Gustavo Bueno en El mito de la izquierda, no era un Estado nacional de 40 ó 70 millones de habitantes, sino un Estado multinacional con 250 millones de habitantes y 22 millones de kilómetros cuadrados. Luego el comunismo realmente existente dispuso de una koinonía internacionalista: las distintas naciones que formaban la URSS y los países satélites.

El fascismo era fervorosamente nacionalista, e idolatraba a la nación con un fervor religioso. Hay que tener en cuenta que el nacionalismo que postulaba el fascismo era un nacionalismo canónico: la nación política italiana. He aquí la dificultad de hablar de un fascismo internacional, y por tanto de «fascismos» (en plural). El internacionalismo es una tendencia que se asocia con el comunismo (llegó a existir, no obstante, una Comintern, pero nunca llegó a existir una Fascintern). Si al principio el fascismo tuvo cierta relevancia internacional fue por su eficacia contra el comunismo, y por eso fue visto como ejemplo a seguir, como la primera respuesta contundente al bolchevismo, al imperio que soviético. La crisis de la democracia liberal, ante el desastre de la posguerra, hizo que el fascismo fuese visto no como un escándalo sino como un método fuerte para afrontar la que se avecinaba (que no era poca cosa). Cuando Mussolini dijo que en el futuro Europa estaría fascistizada probablemente quiso decir que Europa estaría subordinada al régimen fascista italiano, esto es, al Imperio Italiano (¿imperio depredador o generador?), en reminiscencia del Imperio Romano (imperio generador). El dogma fundamental del fascismo era la supremacía de la nación italiana sobre el resto de las naciones (incluyendo a Alemania, sin descartar una posible alianza, pues veían a Italia y Alemania como «naciones jóvenes», frente a las decrépitas Francia e Inglaterra, por no hablar de España).

Pese a ser antiliberal, el fascismo durante su mandato conservó la propiedad privada y muchas instituciones del capitalismo, exaltando el papel de la burguesía productiva, dando por buena la función histórica del capitalismo (en este sentido sí es cierto que las posiciones del fascismo son más cercanas al capitalismo que al comunismo, del cual fue fervoroso rival, sin perjuicio de que el propio Marx también admiró la misión histórica de la «sociedad burguesa»). Los fascistas abogaban por la colaboración de clases (corporativismo) e incrementar la producción (productivismo), centrando y solidarizando a la nación y superar así las luchas de clases, pues la nación debe de solidarizarse para una ulterior y escatológica expansión y fascistizar el mundo. Como si dijesen: «id y predicad el fascismo en todas las naciones», como una especie de conversión a la religión política del fascismo, primero a los italianos (el «italiano nuevo») y después a Europa y al mundo entero (el «hombre nuevo», de claras resonancias del Superhombre nietzscheano), a través del dogma «creer, obedecer y combatir» (trilogía, dicho sea de paso, que se oponía a la trilogía de la Revolución francesa: «libertad, igualdad y fraternidad»). El mito del imperio y el culto a la romanidad con el brazo en alto estuvo presente desde el principio, pero la historia tiró por otros derroteros, y el fascismo quedó muerto y enterrado para dejar de osar abrir la boca para asuntos que conciernen a la humanidad precisamente el 25 abril de 1945. Tres días después, el 28 de abril de 1945, moría en una gasolinera de Milán, torturado y humillado por los partisanos comunistas, Benito Mussolini. Muerto el perro se acabó la rabia. Aunque, por lo visto, no fueron los partisanos comunistas los que acabaron con Mussolini humillándolo y torturándolo, sino agentes secretos británicos, según dice el protestante César Vidal.

Fascismo y democracia

Dada la naturaleza del fascismo, éste era por completo opuesto al parlamentarismo, transformando el Estado italiano en un régimen de partido único, suprimiendo al resto de partidos para «prevenir revoluciones», según dijo Mussolini. Es decir, el régimen fascista suponía la liquidación de la democracia realmente existente, el fin de la izquierda o derecha liberal. A finales de 1926 el Partido Nacional Fascista era el único partido legal; siendo, pues, como el Partido Comunista de la URSS, ya que el Partido Fascista, por decirlo con palabras de Buharin, admitía pluralidad de partidos, estando uno en el poder y los demás en la cárcel; mutatis mutandis, los nazis. «Su dictadura total de partido […] quiere la dictadura de parte y el “partido único”, es decir, la supresión de todos los partidos, esto es, el final de la vida política como se concibe en Europa desde hace cien años». («Secondo Tempo», en La Stampa, 25 de abril de 1923).

El ascenso del fascismo al poder no fue debido a una revolución violenta (como los propios fascistas reivindicaron), sino que fue estrictamente legal. Mussolini al ser nombrado primer ministro juró fidelidad al Rey y a la Constitución, pidiendo, eso sí, plenos poderes. Y así como el ascenso de Mussolini fue de riguroso reglamento, también su destitución lo fue; pero en este caso no fue ya la antigua institución de la monarquía quien lo sustituyó, sino el Gran Consejo Fascista, el cual fue creado por el propio Benito Mussolini.

En lo que a elecciones se refiere el fascismo no tuvo gran éxito y fue lo que se dice electoralmente hablando muy impopular. En 1919, siendo aún un movimiento y no un partido (cosa que no sería hasta 1921), los fascistas se presentaron a sus primeras elecciones. Los resultados de estas elecciones fueron todo un desastre para el movimiento. El movimiento fascista se fundó el 23 de marzo de 1919 en la plaza de San Sepolcro, Milán. El único órgano relevante para la propaganda y la política del que disponían los fascistas adheridos al liderazgo de Mussolini era el periódico Il Popolo d’Italia, periódico que no debe ningunearse, pues en aquellos tiempos quizá fuese más importante la posesión de un periódico que la de un partido.

El programa del movimiento fascista estaba inclinado a la derecha a causa de su rivalidad con los rojos. Aun así, por muy de derechas que fuese, en dicho programa había muchos proyectos que suscribirían hasta los más extremados de la izquierda, pues se pedía la extensión del derecho de sufragio universal a la mujer (es decir, hacerlo realmente universal), se pedía que se bajase la edad del voto a la de dieciocho años, también se pedía la abolición de la Camara Alta, esto es, el Senado. El programa también exigía un salario mínimo, una jornada laboral de ocho horas, los derechos sindicales de los trabajadores, la nacionalización de la industria de armamento, una subida de los impuestos a los más ricos y la expropiación de terrenos eclesiásticos. Mussolini declaró que el movimiento fascista no era enemigo de la clase obrera: «De hecho, estamos dispuestos a combatir por ella». (Mussolini, Opera Omnia, vol. 13, pág. 14). Todo esto no despertó la atención de la prensa, ni siquiera los socialistas estaban preocupados por el nuevo movimiento que iba a ser hegemónico andando el tiempo en Italia. Tan sólo Antonio Gramsci en noviembre de 1920 se percató del peligro fascista, diciendo que éste iba a ser el brazo ejecutor de la burguesía, el brazo que iba a realizar el trabajo sucio que la burguesía no podía hacer legalmente, esto es, la mano de obra «rompehuelgas». Para Gramsci el fascismo suponía un cambio de orientación de la pequeña burguesía; según Gramsci, ésta había estado «esclavizada por el poder parlamentario», volviéndose de repente antiparlamentaria, «imitando a la clase obrera y saliendo a la calle». (Gramsci, en L’Ordine Nuovo, 2 de enero de 1921). En marzo 1921 el líder del recién fundado Partido Comunista de Italia (PCI), Palmiro Togliatti, también percibió la amenaza fascista; pero el resto de fuerzas italianas vieron al fascismo con desdén, y todos se centraban en Giolitti, en los socialistas y en los católicos, los principales centros de atención de la política italiana de entonces. Con esto quiero decir que el fascismo incipiente era algo absolutamente marginal y secundario, e incluso para algunos algo completamente desconocido.

En ese mismo año de 1921, el fascismo estaba en pleno proceso de gestación, y según el biógrafo de Mussolini, Renzo de Felice, el propio Mussolini no tenía muy claro de qué iba eso del fascismo. En 1919, en el discurso fundacional de Milán, Mussolini tuvo conocimiento de que el nuevo movimiento albergaba posiciones heterogéneas y contradictorias: «Podemos permitirnos el lujo de ser aristócratas a la vez que demócratas, reaccionarios además de revolucionarios, de defender la legalidad mientras cometemos ilegalidades de acuerdo con las circunstancias, el momento, el lugar y el ambiente en el que nos veamos obligados a vivir y actuar» (Citado en Nino Valeri, D’Annunzio davanti al fascismo, Le Monnier, Florencia, 1963, pág. 20). Esto último recuerda a Pablo Iglesias, el fundador del Partido Socialista Obrero Español, cuando dijo que su partido usaría la legalidad cuando le fuese conveniente, pero rompería con ella cuando ésta no lo fuese (cosa que efectivamente hicieron, como bien se sabe).

Puede decirse que su catástrofe electoral se debió a lo incipiente de la formación; pero en el mismo año también fue fundado el católico Partito Popolare Italiano (PPI), liderado por sacerdote Luigi Sturzo, partido que obtuvo una gran representación electoral. El PPI representaba más a la «nueva Italia» que el movimiento de Mussolini. Pero también esa nueva Italia estaba representada por el Partito Socialista Italiano (PSI); partido que, como el PSOE, estaba escindido entre reformistas y revolucionarios (maximalistas), y también empezaba a separarse otra tendencia decididamente comunista. Curiosamente Mussolini, en su discurso de Milán publicado el 28 de marzo de 1919, acusó al PSI de «reaccionario» al no querer participar en la Gran Guerra contra los imperios «reaccionarios» de Alemania y Austria-Hungría. También advirtió Mussolini a los socialistas que si no es por la Gran Guerra no hubiese habido revolución en Rusia. El PSI obtuvo un total de 156 escaños, un 32,3% de los votos; el PPI obtuvo unos 100 escaños, un 20,5% de los votos. Estos dos partidos eran las fuerzas más numerosas de la Italia de entonces, perdiendo así los liberales la mayoría parlamentaria por primera vez. Aun así, las dos formaciones no podían formar gobierno debido a su claro antagonismo (es como si en España pactasen el PSOE y la CEDA), ya que el PSI no estaba dominado por los reformistas de Filippo Turati, sino por los maximalistas revolucionarios, crecidos por la revolución rusa.

En 1921 los fascistas, agrupados en la formación del Blocco Nazionale dirigido por el liberal Giovanni Giolitti, obtuvieron una mejora en resultados, unos 35 escaños sobre 535 del total. Por entonces, los afiliados del movimiento sumaban unos 80.000 en el mes de marzo, incrementándose en una cantidad de 204.000 miembros en junio del mismo año. Para mayo de 1922 los afiliados al fascismo eran ya unos 322.000, una cifra nada desdeñable. El Blocco Nazionale de Giolitti fue, indudablemente, el trampolín que usaron los fascistas para el incremento de su popularidad, legitimándose no ya como movimiento social o cultural, sino como partido político dispuesto a llegar al poder a medio camino entre la legalidad y la brutalidad (la cual fue consentida por el establishment). Aun así, los fascistas se pasaron a la oposición, sentándose Mussolini en la extrema derecha de la Camara de los Diputados y desafiando al establishment, aunque el futuro Duce era consciente de que a partir de ahora había que actuar con moderación, abandonando la truculenta retórica que hasta entonces había caracterizado al fascismo, porque Mussolini era consciente de que los industriales y terratenientes sabían que él había sido socialista y que usaba una retórica socialista muy peligrosas para ellos. Por eso, firmó el 3 de agosto de 1921 un patto di pacificazione, y el 23 de agosto en Il Popolo d’Italia empezó a dar las directrices para que el movimiento fascista se trasformase en un partido político: «Es necesario formar un partido bien organizado y disciplinado que sea capaz, cuando se precie, de transformarse en un ejército capaz de utilizar la violencia defensiva u ofensivamente. Este partido ha de tener un pensamiento, es decir, un programa. Hay que revisar, ampliar, y de ser necesario, abandonar nuestros supuestos teóricos y prácticos». Esta medida no gusto mucho a fascistas fanáticos como Dino Grandi e Italo Balbo, los cuales fueron pagados por terratenientes locales para machacar al socialismo rural, trabajo que no habían finalizado y que por fines lucrativo obviamente querían finalizar.

En la Camara de los Diputados Mussolini se movió como pez en el agua. Hizo las paces con la monarquía, la Iglesia y los industriales. Prometió hipócritamente que su economía política sería liberal, aunque advirtió que el fascismo «está destinado a representar en la historia italiana una síntesis [lo que se llamó «tercera vía»] entre las indestructibles teorías del liberalismo económico y las nuevas fuerzas del mundo del trabajo». (Citado en Araldi, Camicie nere a Montecitorio, pág. 117).

Agrupar a los fascistas en su bloque electoral fue el principal error de la carrera política de Giolitti, el cual no calculó bien su política antisocialista, subestimando a los fascistas y creyendo que éstos «serán como fuegos de artificio. Harán mucho ruido, pero detrás no dejarán nada salvo humo». (Citado en Richard J. B. Bosworth, The Italian Dictatorship. Problems and Perspectives in the Interpretation of Mussolini and Fascism, Arnold, Londres, 1998, pág. 41).

Cabe preguntarse quiénes eran realmente los fascistas entre 1920 y 1922. «Según sus propios cálculos de noviembre de 1921, un 24 por 100 era “trabajadores rurales”, un 15,5 por 100 “obreros industriales”, un 13 por 100 estudiantes (muy por encima de la media nacional), un 11,9 por 100 pequeños agricultores, un 14 por 100 trabajadores de cuello blanco (muy por encima de la media nacional) y un 9 por 100 comerciantes (equivalente a la media nacional)». (Donald Sassoon, Mussolini y el ascenso del fascismo, Crítica, Barcelona, 2008, pág. 111). Ha de destacarse el apoyo estudiantil que recibió el fascismo. El total de estudiantes que había por entonces en Italia era 135.000 alumnos (de enseñanza superior y universitaria), de los cuales 19.000 eran fascistas practicantes.

En 1922, una vez realizada la marcha sobre Roma, tanto los terratenientes e industriales como buena parte de los liberales, vieron con alivio y con buenos ojos la llegada del fascismo. No todos los industriales pensaban de manera unívoca, y unos se inclinaban hacia el proteccionismo y la intervención del Estado en los asuntos económicos y otros se decantaban por el laissez faire y la desregularización de los mercados. Los industriales tenían buenos motivos para apoyar a aquellos que saboteaban las huelgas y destruían las sedes del PSI, ya que para ellos era más temible el peligro «rojo» que el «negro». Sin embargo, en 1921 el peligro rojo estaba prácticamente controlado, no había amenazas serias de revolución ni de bolchevización en Italia. La época de la ocupación de las fábricas por los socialistas había llegado a su fin. Ello se debía a que la izquierda había quedado fragmentada en tres partidos: el recién formado Partido Comunista, el Partido Socialista maximalista de Giacinto Serrati, y el nuevo partido reformista Partido Socialista Unitario que encabezaban Filippo Turati y Giacomo Matteotti. En esta escisión puede verse perfectamente la incompatibilidad entre la cuarta y la quinta generación de la izquierda, esto es, entre la Segunda y la Tercer internacional (siendo llamados los de la Segunda por los de la Tercera «socialfascistas»).

Aunque la izquierda estuviese dividida, el presidente de Confindustria, el orgulloso burgués Ettore Conti, se refería a Mussolini en estos términos el 7 de enero de 1922: «Un hombre de tal altura, que defiende los frutos de la victoria; que está en contra de las ligas campesinas que atacan y amenazan a quienes tienen propiedades, a sus bienes y cosechas; que es el enemigo de quienes quieren establecer el imperio de la hoz y el martillo; que confía más en las élites que en las masas; no puede disgustar a la Confederazione Industriale […] Espero que él y los fascistas participen en un Gobierno con mayor autoridad que el tibio [Luigi] Facta». (Ettori Conti, Dal taccuino di un borghese, Garzanti, Milán, 1971 (1.ª ed. 1948), pág. 169-170).

El 20 de octubre de 1922, una semana antes de la marcha, Mussolini, en una entrevista en el Manchester Guardian, tranquilizó demagógicamente a los industriales afirmando que su política sería liberal. «El Gobierno fascista inaugurará una nueva era de la libertad económica, gastaría menos e ingresaría más, equilibraría la exportaciones y la importaciones, aunque hacerlo significara que los italianos tuvieran menos que comer, y el gasto público se reduciría al mínimo».

Tras la marcha sobre Roma, en su discurso inaugural como primer ministro pronunciado el 16 de noviembre de 1922, el Duce afirmaba que «hoy, en octubre de 1922, ha nacido un Gobierno sin aprobación del Parlamento. Debo advertirles que estoy aquí para defender y expandir la revolución de los camisas negras, que se convertirán en una fuerza para el desarrollo, el progreso y la reputación de la nación. Podría haber ganado arrolladoramente, pero me impuse límites a mí mismo […] Con 300.000 jóvenes armados, listos para cualquier cosa y espiritualmente a mis órdenes, podría haber castigado a todos los que han hablado mal del fascismo e intentado arrastrarlo por el fango. Podría haber transformado esta Cámara gris y sombría en un campamento para mis pelotones […] Podría haber clausurado el Parlamento y formado un Gobierno exclusivamente fascista. Podría haberlo hecho, pero al menos hasta el momento, no he querido hacerlo».

Hasta el momento. Pero en 1923, un año después del ascenso al poder, los fascistas abolieron el sistema de representación proporcional, sistema culpable de la fragmentación parlamentaria por la que no se podía formar gobierno. El nuevo sistema, creado en julio, la legge Acerbo (cuyo nombre se debía a su autor: Giacomo Acerbo, como vimos), garantizaba que una mayoría mínima se transformase en mayoría absoluta. Así, en la elecciones generales que se celebraron el 6 de abril de 1924, el Listone, esto es, la gran lista que encabezaba Mussolini, consiguió un 65% de los votos y un total de 375 escaños, siendo la victoria electoral fascista abrumadora. El socialista moderado del Partido Socialista Unitario, Giacomo Matteotti, tras su apasionado discurso en la Cámara en abril del mismo año, fue secuestrado y asesinado por denunciar la violencia y el amaño de las elecciones. Posiblemente su asesinato se cumplió por órdenes de Mussolini, cosa que no se ha demostrado (ya vimos el parecido de este secuestro y asesinato con el de Calvo Sotelo, haciendo Prieto de Mussolini; aunque según, Ricardo de la Cierva, el asesinato de Sotelo pudo haber sido orquestado por la Masonería; pero Prieto no era masón ni marxista, Prieto era prietista). Y así, «Mediante una combinación de brutalidad y cuestionables procedimientos legales, los adversarios del fascismo –socialistas, comunistas, sindicalistas, liberales democráticos y los contados conservadores que se habían arrepentido de su apoyo inicial al fascismo– fueron eliminados, despojados del poder, apaleados en las calles por pelotones de fascistas, encarcelados u obligados a exiliarse». (Donald Sassoon, Mussolini y el ascenso del fascismo, Crítica, Barcelona, 2008).

En realidad, como dijo el líder comunista Palmiro Togliatti, la dictadura fascista no se impuso en 1922 con la marcha sobre Roma, sino que fue implantada desde el poder (revolución desde arriba) en el período que va de 1925 a 1930. Desde que se implantó la legge Acerbo y esta resultó ser efectiva, empezó a abolirse la libertad de prensa y sindical, pues los sindicati revoltosos fueron sustituidos por sindicatos verticales fascistas. Y por si fuera poco la ley «defensa del Estado» terminó prohibiendo al resto de partidos políticos. Incluso el PNF perdió su importancia, subordinándose así al Estado.

El parlamento dominado por los fascistas fue una creación de Alfredo Rocco, el arquitecto del Estado fascista, quedando así destruido el régimen parlamentario (sin perjuicio de que la fachada monarquía institucional del estatuto de 1848 quedase casi intacta, pese a que los orígenes del fascismo fuesen republicanos, republicanismo que tuvieron que renunciar sin más remedio). Sin embargo, el 8 de octubre 1926 quedó abolida la democracia interna y el PNF tuvo que someterse a las órdenes del Duce. El papel de Mussolini como Duce del fascismo estaba respaldado por una concepción mitológica, ritualista y simbólica de la política, vista más bien como religión política, y fue algo determinante para el partido y para la política de masas de partido único en la Italia de los años 20 y 30.

Fascismo y totalitarismo

La intención de los fascistas (su finalidad, e incluso su escatología, dada su concepción mística de la política), hemos dicho, fue monopolizar el poder, de ahí que en 1923 los antifascistas liberales denominasen al fascismo como «dictadura total» y como «espíritu totalitario». Fue de la boca de los liberales donde surgió la palabra «totalitarismo», en clara oposición al liberalismo (posiblemente el que acuñó el término «totalitario» fuese el liberal antifascista Giovanni Amendola). Amendola señaló al fascismo como «el “espíritu totalitario”, que no consiente al porvenir tener albas que no serán saludadas con gesto romano», desencadenando en Italia una «singular “guerra de religión”», implantando obligatoriamente la fe en el fascismo en todos los italianos. (G. Amandola, «Un’anno dopo», en Il Mondo, 2 de noviembre de 1923, en id., La democracia italiana contro il fascismo, 1922-1924, Milán-Nápoles, 1960, pág. 193).

En la década de los 30 el fascismo se autodenominó como una dictadura totalitaria liderada por el poder y carisma del Duce, a raíz de una paulatina fascistización de las instituciones tradicionales, aunque ya después de 1925 los fascistas empezaron a utilizar el término «totalitarismo» para definir su política. El totalitarismo consistía, pues, en «fascistizar» a las masas e impregnar a toda la nación de fascismo y, en última instancia, fundir lo privado en lo público (en lo público fascistizado) y llevar hacia la vida italiana la «primacía de la política», esto es, la primacía del fascismo. El que no estuviese con el fascismo estaba contra el fascismo.

«El fascismo no ha buscado tanto gobernar Italia, como monopolizar el control de las conciencias italianas. No le basta poseer el poder: quiere poseer las conciencias privadas de todos los ciudadanos, quiere la “conversión” de los italianos […] el fascismo tiene las exigencias de una religión […] las supremas ambiciones y las inhumanas intransigencias de una cruzada religiosa. [Lo dicho: _el que no estuviese con el fascismo estaba contra el fascismo_]. No promete la felicidad a quien no se convierte, no concede escapatoria a quien no se deja bautizar» (Il Mondo, 1 de abril de 1923).

Estamos, pues, ante una concepción monista de la política. El «totalitarismo» es en política lo que el «monismo» es en ontología. Si desde la ontología, al menos desde la ontología del materialismo filosófico, es imposible hablar de la realidad como totalidad o como nihilidad, ya que la realidad (la Materia) es pluralidad infinita de partes extra partes, desde la política no se puede hablar de un Estado liberal y ni de un Estado totalitario en sentido estricto. Desde un punto de vista más bien gnoseológico se dice, desde el materialismo filosófico, que el saber filosófico oscila entre el escepticismo y el dogmatismo; y desde un punto de vista más bien ontológico podemos decir que la realidad oscila entre el caos absoluto y el determinismo absoluto (el fatalismo): la realidad, esto es, la materia ontológico-general, es un caos determinista de pluralidad y codeterminación. También desde la doctrina de la symploké del materialismo platónico que recoge el materialismo filosófico se puede saber que ni nada está conectado con todo ni nada está desconectado con todo. Y así como el monismo de la sustancia y del orden es imposible (pues la materia ontológico-general es infinita e inagotable y no todo está conectado con todo) el totalitarismo es imposible (pues el Estado ni puede dominarlo todo ni conocerlo todo). El totalitarismo pretende politizar hasta la vida cotidiana, aboliendo de este modo la sociedad civil, y eliminando así el pluralismo (por eso lo diagnosticamos como monismo). Luego cabe decir que el totalitarismo es un concepto metafísico, un pseudo-concepto. La esencia del totalitarismo es imposible, es un conjunto borroso y distorsionado de todos los poderes de la nación en el Duce y en las instituciones fascistas; como si el Duce fuese un dios omnisciente y omnipresente a través de sus burócratas fascistas y sus instituciones fascistas o en proceso de fascistización. Dicho esquema es totalmente heredero de la metafísica de tintes más teológicos, una especie de espiritualismo (yo diría asertivo, aunque también los hay exclusivos) ascendente (sabeliano) en el que la humanidad va paulatinamente desarrollándose, en una palabra, progresando; por ello hablamos de fascismo escatológico, que no era otra cosa que el fascismo como vanguardia de la humanidad, al derrumbar «las modernas torres de Babel», por decirlo con palabras de Carrero Blanco (el cual, por cierto, no era «fascista», sino «franquista», que es una cuestión diferente, como se verá).

El totalitarismo, sin embargo, no es el principio del fascismo sino el fin, no es un termino a quo sino un termino ad quem. Pellizi, en 1925 vio al Estado fascista «como el instrumento social para la actuación de un mito», y por ello el Estado fascista no era «una realidad fijada, sino un proceso en curso». (Pellizi, Problemi e realtà del fascismo, págs. 164-165). El totalitarismo fue puesto en el horizonte de la empresa fascista, como paradigma hacia el cual debió de llegar; luego el totalitarismo fue simplemente una aspiración escatológica. Así pues, no era aún algo perfecto (acabado), sino infecto, y por ello el fascismo era visto como un «Estado-dinamo». Parafraseando a Hegel (cuando se le preguntó si Dios existía, respondiendo a su vez que «todavía no, existirá») un fascista podría decir que el totalitarismo no existe, sino que existirá. Entonces el fascismo, en su plena realización no existe ni existirá porque sus ilusiones escatológicas se esfumaron con la derrota en la Segunda Guerra Mundial; luego el totalitarismo no existe, ni existirá, porque simplemente no puede existir. La inexistencia del Estado totalitario fascista demuestra la imposibilidad ontológica del monismo (y de paso corrobora la inexistencia del Dios omnisciente del panteísmo o panestatismo fascista).

Visto esto, daríamos la razón a un anónimo del siglo XXI cuando dijo que «Quizá el fascismo no ha existido nunca». Si por «fascismo» entendemos el fascismo escatológico, el totalitario y plenamente realizado, es decir, un Estado omnisciente y omnipotente, habría que quitar el «quizá»; luego el fascismo nunca ha existido y ni el mismísimo Benito Mussolini fue un fascista, sino un pretendiente incualificado (vejado y acribillado por unos partisanos en una gasolinera de Milán o más bien por unos agentes británicos, como se ha dicho). Pero sería más correcto decir que el totalitarismo nunca ha existido, pues en este artículo tratamos de definir al fascismo, y si el fascismo no ha existido nunca entonces aquí estamos de más y tendremos que callar; pero no tratamos de sistematizar las coordenadas de un fascismo trascendente, metafísico, extrapolado e inexistente, sino de un fascismo positivo, el fascismo de la Italia de entreguerras y de la Segunda Guerra Mundial, esto es, del fascismo histórico (y no del fascismo meta-histórico e hipostasiado, fascismo que muchos progres se han sacado de la chistera).

El Estado totalitario fascista no pudo cumplir sus pretensiones, su «cesarismo totalitario», como se decía en el segundo decenio fascista; luego fue meramente intencional, pero no efectivo. El fascismo tendía a controlarlo todo, ningún sector de la vida política podía quedarse al margen, todos los acontecimientos de la nación estarían dentro del control total del Estado, pero en modo alguno pudo completar el fascismo semejante hazaña. Los fascistas estaban, pues, obsesionados e ilusionados con una concepción integra de la política, con el control absoluto de la nación. La mística totalitaria fascistas se echó a rodar por los suelos cuando las tropas alidadas (hay que decir que el fascismo no cayó por causas internas, sino externas) pisaron Italia. El fascismo totalitario sólo fue una vana esperanza. Así pues, el experimento de la revolución fascista no llegó a consumarse, pues su misión era imposible: ontológica y políticamente imposible. Pero al fin y al cabo, como todos sabemos, la finalidad del fascismo fue llevar a Italia a la ruina.

Madariaga dijo que «los fascismos emergen de la charca de la desilusión». Bueno, aquello, me refiero al tiempo que va desde 1917 a 1922, después de la Primera Guerra Mundial, no era desilusionante, ¡aquello era una ruina! Fue por eso por lo que el fascismo fue visto como una salida, una «tercera vía»; quizá fuese normal que en aquellas condiciones un hombre como Mussolini y su alternativa fascista supusiese una esperanza para millones de persona (y no sólo en Italia). Pero la alternativa del Duce se truncó no sólo políticamente, sino militarmente, pues el que no estuviese con el fascismo y con el Duce estaba contra el fascismo y contra el Duce; pero esto sólo se pudo saber en retrospectiva. También fue imposible que existiese una oposición al fascismo de manera «dialogante», como si con el diálogo se entendiese la gente. Precisamente por esa oposición el totalitarismo es materialmente imposible.

Otra de las imposibilidades del totalitarismo fascista está en hallar la integración y homogeneización de los gobernados, como si se cumpliese, en dicha escatología, el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (la declaración de los derechos burgueses, en definitiva): «Todos los seres humanos [o todos los italianos] nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia [¿acaso cuando nacemos estamos ya dotados de «razón» y «conciencia»; es más, ¿qué idea tuvieron estos señores en la cabeza cuando hablaban de «razón» y «conciencia»?], debe comportarse fraternalmente los unos con los otros [como en el mítico reino de los cielos]». Pero el artículo es falso, pues todos los seres humanos nacen desiguales y no todos tienen los mismos derechos, no tendrá los mismos derechos un humano que haya nacido en España que un humano que haya nacido en China (que por cierto, junto a la URSS no firmó la Declaración, luego la Declaración no fue universal). Ese «derecho» al que se refiere el artículo es bastante oscuro y no dice casi nada (por no decir nada).

Pero, volviendo a nuestra temática (o mejor dicho, a nuestra problemática, ya que el fascismo es un problema), diremos que lo que el fascismo pretendía era integrar a las masas de lleno en la vida política, como si por las cuatro esquinas se respirase la política y el aroma del fascismo. Los fascistas estaban empeñados en la conquista de la sociedad, en fascistizar a la sociedad. Los fascistas veían en la maquinaria del Estado y en su plena realización (esto es, en el pleno control de la vida de los gobernados, tanto individual como colectivamente) la palingenesia que, «_sacralizada en forma de una religión política, con el propósito de conformar al individuo y a las masas a través de una revolución antropológica, para regenerar al ser humano y crear un hombre nuevo, entregado en cuerpo y alma a la realización de los proyectos revolucionarios e imperialistas del partido totalitario, con el objetivo de crear una nueva civilización de carácter supranacional_» (E. Gentile, Fascismo, pág. 84). Según los fascistas, la nación italiana estaba encomendada a llevar a cabo la solemne misión de salvar a la humanidad de sus disidencias y proyectarla hacia una nueva era en el que la paz y la armonía reinen bajo el sol (mutatis mutandis: anarquismo, comunismo, socialismo y también liberalismo, e incluso judaísmo, cristianismo e islamismo). Podemos ver entonces que el fascismo totalitario escatológico es otra de las metamorfosis de la Ciudad de Dios. El pensamiento escatológico no era nada nuevo bajo el Sol, todas las sociedad políticas han elaborado de una forma u otra el fin de la humanidad y el fin del mundo. El fascismo fue una versión recalcitrante de ese mito. Con todo, fue relativamente poco sangriento, luego eso hace que los nazis sean mucho más recalcitrantes.

Dada la naturaleza de la pretensión fascista, la revolución que esperaban llevar a cabo los fascistas tenía que tener un carácter permanente, era pues, una «revolución permanente» (expresión que también usó el comunista Trostki). El Estado fascista debía de ser una red que cada vez ampliaba más su esfera de influencia, hasta llegar a completar (a totalizar) el control de la nación (siendo el paso ulterior, el propiamente escatológico, el control de la nación fascista sobre todas las demás, requisito imprescindible para hallar la ansiada y «emancipadora» nueva civilización). Visto así, es por eso por lo que dijo Mussolini en Roma el 25 de octubre de 1929 que «El sentido del Estado se agranda en la conciencia de los italianos que sienten que sólo el Estado es la garantía insustituible de su unidad y de su independencia: que solamente el Estado representa la unidad en el porvenir de su estirpe y de su historia». El Estado totalitario fascistas sería así una totalidad atributiva (en la que todo está conectado con todo) en un estado de hipóstasis metamérica en la que todo lo que existe en el mundo existe en el Estado fascista; dicho de otro modo: un círculo cuadrado. Aunque quizá más correcto sería decir que todo lo que existe en la sociedad existe en el Estado fascista, es decir, está controlado y manipulado por un Estado totalitario metafísico, sustancialista y recalcitrante a más no poder.

Sin embargo, ya en 1943 Mussolini era consciente del fracaso del Estado totalitario, según le confesó a Ottavio Dinale: «Si pudieses imaginar el esfuerzo que me ha costado la búsqueda de un posible equilibrio en el que se pudiesen evitar colisiones entre los poderes antagonistas que se friccionan, celosos y desconfiados unos de otros: Partido, Monarquía, Vaticano, Ejército, Milicia, prefecto, federales, ministros, los ras de la Confederaciones y de los importantísimos intereses monopolísticos, &c., &c. [Instituciones cuya unidad, en una integración plenamente fascistizada, se hacía, muy a pesar de Mussolini, materialmente imposible, porque como hemos sentenciado _el totalitarismo es esencial y materialmente imposible_]. Tú comprendes perfectamente, son las indigestiones del totalitarismo [a Italia se le atragantó el totalitarismo, como a cualquiera] en el que no ha conseguido fundirse aquel pacto hereditario que tuve que aceptar en 1922 sin beneficio de inventario. Un patológico tejido conector entre las deficiencias tradicionales y contingentes de este gran pequeñísimo pueblo italiano que, una tenaz terapia de veinte años, sólo ha conseguido modificar superficialmente». (Citado en A. Aquarone, L’organizzazione dello Stato totalitario, Turín, 1965, pág. 310).

«Italianos: el totalitarismo ha muerto», habría que decir; o mejor dicho, ni siquiera ha nacido, ya que hemos dejado claro que el totalitarismo ni existió ni existe ni existirá, porque su configuración en la materia real es inoperante desde la doctrina de la symploké que va como un puño directo contra el monismo, dejándolo KO y zurrándole hasta reducirlo al absurdo, en su burbujita dogmática. Así que hay que decirles a los antifascistas españoles actuales (¡han leído bien, ya que existen esa clase individuos!) que no se preocupen, porque el coco ya está muerto. Antifascistas: el fascismo ha muerto. Murió el 25 de abril de 1945; pero muchos aún asombrosamente no se han enterado, por eso lo digo.

Podría decirse que si el fascismo no fue totalitario, porque la esencia del totalitarismo es imposible, sí fue en cambio autoritario. Pero esto no dice nada, porque cualquier Estado por definición es autoritario, es decir, todo Estado tiene autoridad, y si no tiene autoridad no es un Estado. El comunismo, que tampoco fue totalitario, fue considerado emic y etic como autoritario (al menos en la fase de la dictadura del proletariado), frente a los anarquistas libertarios (los cuales se saltaban «a la torera» la dictadura del proletariado e iban directamente al «comunismo libertario» y no autoritario por emergencia metafísica sin que se rompiese un solo cristal, como si tras la insurrección no hubiese oposición que pusiese en peligro los cimientos de la revolución). Federico Engels ridiculizaba así al antiautoritarismo de los ácratas: «los antiautoritarios exigen que el Estado político sea abolido de un golpe […] exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad. ¿Es que dichos señores han visto alguna vez una revolución? Indudablemente, no hay nada más autoritario que una revolución. La revolución es un acto durante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra mediante los fusiles, las bayonetas, los cañones, esto es, mediante elementos _extraordinariamente autoritarios_». (Citado por Lenin en El Estado y la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2006, pág. 108, las cursivas son mías).

Fascismo y mussolinismo

Para las grandes masas el llamado «mussolinismo» se impuso al «fascismo», es decir, la figura carismática del Duce eclipsó al partido y al fascismo en general. Pero el fascismo, naturalmente, no se reducía a Mussolini. Sin embargo, ¿en realidad había fascismo más allá del Duce? ¿Era posible el fascismo sin Mussolini? «Para la amplia mayoría un Fascismo sin Mussolini es incomprensible, mientras sería quizá comprensible un Mussolini sin Fascismo. Por lo demás, está en el destino del genio subyugar la idea hasta sustituirla con la propia personalidad». (Archivio Centrale dello Stato, Ministerio dell’Interno, Direzione generale Pubblica Sicurezza, Divisione Polizia Politica [1927-1944], b. 220). Una viuda de Catania resume a la perfección la fascinación delirante que sentían las masas por Mussolini: «Es el padre que esperamos, el Mesías que viene a visitar a sus ovejitas, a traerles la fe y con ella la palabra que da los heroísmos inesperados, los máximos holocaustos. ¡Duce! Esta palabra mágica hace palpitar el corazón como si el destello eléctrico lo atravesase, nosotros, los pobres, olvidamos como por encanto nuestras miserias y corremos a las plazas para admiraros, magnánimo de Vuestra paternal sonrisa que brilla entre los centelleantes aguileños [sic] que caracterizan Vuestra mirada, mirada de hombre destinado por el hecho a dominar los corazones, a formar de millares de voluntades una sola, la Vuestra [monismo]. Por desgracia las preocupaciones de la necesidad material nos perturba del éxtasis y como el padre me dirijo a Vos». (Citada por Emilio Gentile, Fascismo, pág. 147). Palabras que corroboran que Mussolini era todo un mito.

No obstante, no sólo la gente analfabeta alababa a Mussolini, también gente culta como Augusto Turati se rendían a los pies del Duce, y así lo pregonaba en 1928: «En 1922 Él marcha sobre Roma. Él es Italia en movimiento. La revolución continua. Tras medio siglo de letargo, la nación crea su propio régimen. Surge el Estado de los Italianos. Irrumpe su poder. Se manifiestan sus virtudes. Su imperio se está formando. Este gran renacimiento […] llevará Su nombre. Se inicia en todo el mundo un siglo italiano: el siglo de Mussolini». (Augusto Turati, Prólogo a Partito Nazionale Fascista, Librería del Littorio, Roma, 1928, pág. XV)

Con todo, Mussolini no empezó en el fascismo siendo desde el primer momento el Duce. Hasta 1921 muchos fascistas consideraban a Gabriele D’Annunzio como el Duce del fascismo, siendo también venerado por muchos liberales. D’Annunzio proclamaba abiertamente que no era un simple poeta. El establishment liberal temía a D’Annunzio dada su alta popularidad. Sin embargo, D’Annunzio no poseía la prudencia que caracterizaba a Mussolini, el cual sabía cuando había que actuar violentamente y cuando no, cuando había que usar la legalidad y cuando no. Pero D’Annunzio era considerado por muchos como un héroe nacional. D’Annunzio puso a prueba la debilidad del establishment al tomar con sus tropas la ciudad de Fiume, la «Ciudad en la Colina», situada en Yugoslavia. Incluso muchos socialistas vieron con buenos ojos a la figura de D’Annunzio porque en su Constitución para Fiume –la que se llamó «Carta di Carnaro»– se fusionaban tanto ideas izquierdistas como derechistas, siendo algo caótico y contradictorio. Hay que decir que buena parte de lo que se llamó fascismo se incubó en las hazañas que el poeta soldado hizo en Fiume. Al ser Fiume reconocida como ciudad libre en el Tratado de Rapallo en noviembre de 1920, D’Annunzio respondió al gobierno Italiano de Giolitti ocupando las islas de Arbe y Veglia, empresa que fue rápidamente liquidada por el gobierno italiano. Fiume fue ocupada en 1922 por las tropas italianas, pero fue recuperada en 1924, cuando Mussolini ya estaba pisando fuerte en el poder.

Mussolini era una personalidad muy conocida por los ambientes nacional-revolucionarios, y uno de los protagonistas que más hizo por la intervención en Italia en la Primera Guerra Mundial (cosa por la que fue considerado «traidor» por el Partido Socialista Italiano, siendo expulsado de él). Pero sus cualidades políticas y su carisma hacían que superase a viejos y nuevos fascistas. Pero para entonces su figura como Duce no era totalmente aceptada. En los inicios, cuando se organizaron los Fasci di Combattimento, Mussolini era tan sólo un mero componente de la Oficina de Propaganda y de Comisión ejecutiva. Todo lo que proponía era discutido como se discutía lo que proponía cualquier miembro, es decir, era uno más. Pero los fascistas más adheridos a Mussolini eran aquellos que le acompañaban desde los tiempos del socialismo. Mussolini era el «camarada Benito», el que fundó los Fasci italiani di combattimento, el director del periódico Il popolo di Italia, periódico que no era el órgano oficial del fascismo, lugar que ocupaba el Fascio. Fue en un congreso en noviembre de 1921 cuando Mussolini emergió como «Duce del fascismo», y no por méritos carismáticos sino políticos. Pero incluso tras la «marcha sobre Roma», Mussolini tuvo rivales por ocupar el puesto de Duce. En 1924 el corresponsal de Londres de la «gente de Italia», Camillo Pellizi, le dijo al «Honorable Presidente Mussolini» que «el Fascismo no se resume en Vd.». Todavía no se imponía soberanamente el mito del Duce en las instituciones fascistas. Los enfrentamientos internos del partido auparon a Mussolini como Duce del fascismo. El mito de Mussolini como Duce del fascismo cohesionó a los ducetti, cuya colaboración se hacía imposible sin someterse consensualmente bajo la tutela del Duce: «sus problemas y sus casos personales podían resolverse solamente mediante el mussolinismo y el _ducismo_». (M. Rivoire, Vita e morte del fascismo, Milán, 1947, pág. 107).

En 1926 el proceso de canonización de Mussolini como Duce del fascismo empezó a fraguarse en forma de un gigantesco mito, pues era presentado como el hombre más grande de cuantos hubo en todos los tiempos (lo cual era una cosa totalmente intolerable para la Iglesia católica, porque Mussolini quedaba por encima de Cristo). Sobre este mito se basó la propaganda para fascistizar a las masas, las cuales fueron fascistizadas gracias al innegable carisma de Mussolini. Las nuevas generaciones veían al Duce como el nuevo César, como el fundador de una nueva era para Italia, Europa y la humanidad, que sería una civilización itálica (cuyas anamnesis estaban basadas en el Imperio Romano). Para ello era necesario que todos los italianos aprendieran a «creer, obedecer y combatir» en el nombre del Duce, y así Italia sería una nación grande; sería, por decirlo de algún modo, primera potencia mundial, el imperio hegemónico mundial, la nación que lleva, por decirlo con palabras del Hegel, la antorcha de la universalidad, la nación dominante, la nación del futuro, del futuro fascista Benito Mussolini como Duce, es decir, como líder, no sólo ya de Italia sino del mundo; como si la Historia entera fuese cómplice de su fascismo.

La mística del Duce inaugura el fascismo místico, el fascismo del delirio, de un delirio al fin y al cabo racionalizado, porque los mitos, como bien ha señalado Gustavo Bueno, son racionales, tienen logos. El caso del mito del fascismo místico es un caso de mito oscurantista y confusionario, un mito que señala a Mussolini como Primer Motor del fascismo, como la sustancia de la doctrina, como el Ser Necesario para que el fascismo tenga esencia y existencia. El mito del Duce ve en Mussolini al ser cuya esencia es su existencia, pues sin su existencia el fascismo sería imposible. Como dice Emilio Gentile, «El fascismo ha sido, también, el primer movimiento político del siglo XX que ha elevado el pensamiento mítico al poder, consagrándolo como forma superior de expresión política de las masas y fundamento moral para su organización» (Fascismo, pág. 163). Pero es la figura de Benito Mussolini el mito fundamental del Fascismo. Ya se vio antes que para muchos Mussolini sin fascismo era posible, pero un fascismo sin Mussolini sería imposible, porque el fascismo estaba religado al Duce, al Primer Motor, al Dios del fascismo, a Benito Almicare Andrea Mussolini; el cual era un líder, un guía, un Mesías, porque era el Caudillo que regirá al pueblo imperialista italiano, a la nación joven y emergente. En 1932 Mussolini estaba más allá del partido, se entendía, como si tratase de la primera hipóstasis neoplatónica, como el epekenia tes usías del PNF, como el Uno que desbordaba al partido, como «institución política», como el verdadero guía y representante de la revolución. Su figura era el centro de atención de la dirección realmente existente de la política real italiana, y ello era necesariamente así.

Con todo ello, la figura del Duce, del todo exaltada, no disminuía a la figura del rey, cosa que me parece de lo más asombrosa. Tan asombrosa que esa «diarquía» de la que se habla suena a dualismo metafísico, la dualidad armónica entre el rey y el Duce; pero si el Duce era «la institución fundamental, efectiva, dinámica y disciplinante de toda la vida del Estado», ¿cuál era entonces el papel del rey? Vamos a ver, si Mussolini era alabado casi como un Dios, cómo es que entonces compartía su liderazgo con la figura de un rey (eso es como si Dios compartiese su infinita existencia con otro Dios o algo por el estilo); eso es como si Alejandro Magno o Julio César (o incluso el propio Hitler) que fueron líderes y emperadores carismáticos tuviesen otro rey o algo por el estilo; ¿cómo fue, pues, posible la compatibilidad y convivencia del Duce con el rey? Hay que decir aquí, aunque los izquierdosos recalcitrante se pongan de uñas, que si lo vemos desde el dualismo metafísico de izquierda/derecha el rey era de derechas (un rey por definición nunca puede ser de izquierdas) y el Duce de izquierdas, porque los inicios (y el final) del fascismo fueron republicanos; y el republicanismo, como lleva entendiéndose dicha expresión desde la Revolución francesa, y disculpen por la perogrullada, es de izquierdas, porque se enfrenta a las instituciones del Antiguo Régimen (al trono y al altar, no olvidemos el anticlericalismo inicial del fascismo); en definitiva: los fascistas (que para muchos «alumbrados» fueron la encarnación misma de la derecha más reaccionaria, cuando hemos dicho que se trata de una derecha no alineada con la modulaciones tradicionales de la derecha) se enfrentaban también a los residuos institucionales del Antiguo Régimen, a la derechona, y también, como se ha visto, a la derecha liberal (si es que el liberalismo es de derechas o de izquierdas, dada la dificultad que presenta el «embrollo del liberalismo»). Hemos dicho que el fascismo no es una derecha tradicional porque su función no consistía en ser una reacción agresiva de la vuelta al Antiguo Régimen. El fascismo estuvo a años luz de eso.

Así pues, tras muchos avatares, antes de la guerra, en 1939, el catecismo fascista rezaba así: «EL DUCE, Benito Mussolini, es el creador del Fascismo, el renovador de la sociedad civil, el Jefe del pueblo italiano, el fundador del Imperio». (Il primo libro del fascista, Roma, 1939, págs. 17-20). Es curioso que fuese llamado «fundador del Imperio» cuando él nunca fue llamado emperador, título que correspondía a Vittorio Emmanuel III, llamado «rey-emperador». Cierto es que la monarquía italiana era una monarquía parlamentaria («el rey reina pero no gobierna»). El rey era un emperador sin gobierno, un «rey-emperador» de papel. Lo que el Duce y sus secuaces hicieron fue transforma esa monarquía parlamentaria en una dictadura fascista, un régimen político muy peculiar y muy extravagante (como extravagante era la personalidad de Mussolini).

Para más inri Mussolini era considerado el hombre más grande de todos los tiempos porque sintetizaba toda la grandeza de los grandes hombre: «Alejandro Magno y César [los cuales no tuvieron, como hemos dicho, que soportar a un rey, y ni mucho menos, ¡faltaría más!, a un rey-emperador], Sócrates y Platón, Virgilio y Lucrecio, Horacio y Tácito, Kant y Nietzsche, Marx y Sorel, Maquiavelo y Napoleón, Garibaldi y el Soldado Desconocido». (O. Dinale, cit. En Biondi, La fabbrica del Duce, cit., pág. 223). Sin embargo, Mussolini, como hemos dicho, era una persona extravagante, un tipo raro, podríamos decir. Tullio Cianetti hace una ilustración paradigmática de lo que supuso el fenómeno mussoliniano: «Soy un ministro de Mussolini, estoy junto a una gran figura de la Historia, un auténtico creador de Historia. He amado tanto a este hombre fascinante, y ciertamente lo amo todavía. En veintiún años no han faltado las desilusiones, pero la vida no está sólo hecha de flores y perfumes. Mussolini es quizá la figura más desconcertante entre los dirigentes que se conocen: habla como un genio, pero resbala en la puerilidad más banal; parte con firmeza y se entretiene con caprichos de crío mimado; predica como un gran iniciado y deja perplejos con una frase de cinismo; se somete a un trabajo desmesurado por su pueblo y ostenta el desprecio por los hombres; invoca a Dios, pero se complace en enunciar herejías; no obstante, casi siempre es un gran hombre al que se ofrece gustosos la mejor parte de uno mismo». (Cianetti, Memorie, pág. 373).

Como epítome de la vesania, el mismo Mussolini quedó imbuido de su propio mito, ¡se creía el mito, lo cual le hace quedar peor! Mussolini se veía a sí mismo como el educador de las masas, como el fascistizador de las masas, como el director (el dictador, porque dictaba) de las masas hacia el modelo fascista. Estas masas debían de llevar a Italia hacia la grandeza, hacia el Imperio. Al llegar las derrotas consecutivas en batallas decisivas de la Segunda Guerra Mundial, y los fracasos venían unos detrás de otros, en una monumental crisis, Mussolini empezó al culpar a los italianos de ser una materia mala con la que su talento no podía trabajar, el pueblo italiano no era digno del Duce (toda una paradoja). Los italianos eran, pues, material de mala calidad. Pocos días después de entrar en la guerra ya decía que «es la materia lo que me falta. También Miguel Ángel necesitaba el mármol para hacer las estatuas. Si hubiese tenido solamente arcilla, habría sido sólo un ceramista». (G. Ciano, Diario 1937-1943, Milán, 1980, pág. 445). Una postura curiosamente antipatriótica, lo cual demuestra lo raro que era este tío.

Fascismo e intelectualismo

El fascismo ha sido considerado como algo bárbaro y estúpido, sin embargo tuvo sus «intelectuales» como el filósofo Giovanni Gentile, el historiador Gioacchino Volpe, o jóvenes intelectuales como Giuseppe Bottai. La filosofía fascista era básicamente vitalista, y por tanto monista. El mismo Mussolini fue alumno de Pareto en Suiza. Mussolini había leído a Sorel, conocía a Bergson, y sobre todo era un apasionado de la literatura filosófica de Nietzsche (no hay que olvidar que Hitler le regaló las obras completas). Pero Mussolini no era un teórico, no era un tratadista, era un hombre de acción. Para Mussolini «la doctrina es el acto» y «el fascismo no necesita dogma, sino disciplina». Pero hemos visto que el intelectualismo fascista, por así llamarlo, estaba plagado de mitología, una mitología que no sólo no se ocultaba, sino que se ensalzaba; el fascismo era visto, y así se lee en los cursos de preparación política que implantaban los fascistas (con tal de fascistizar a las masas), como «la acción creadora libre y volitiva de particulares grupos de hombres que actúan bajo la influencia de mitos sociales». (La dottrina del fascismo, Roma, 1936, pág. 67). El fascista, como dice Emilio Gentile, «no elegía una doctrina ni la discutía, porque era, sobre todo, un creyente y un combatiente» (Fascismo, pág. 103). Para que se vea como muchos de los intelectuales de la época no despreciaban al fascismo léase esta declaración de Freud (el psicoanalista ateo judío), la cual decía de Mussolini lo siguiente: «de este anciano que saluda al héroe de la cultura».

La «cultura» fascista era mítica, y estaba fundada en un sentido trágico y activista de la vida, la cual era concebida como la manifestación de la «voluntad de poder». La juventud era vista como un mito que realizaba la historia, siendo eso posible a raíz de la militarización de la política que simbolizaba el paradigma de la colectivización nacional. La ideología fascista era de carácter «antiideológico» y pragmático, y se declaraba como fervorosamente antimaterialista (por tanto espiritualista), antiindividualista (por tanto colectivista), antiliberal, antidemocrática, antimarxista, anticapitalista y tendía hacia un cierto populismo. Su meta era, pues, el «hombre nuevo», con claras resonancias al Superhombre de Nietzsche. Esta concepción del hombre nuevo no sólo albergaba ideas nietzscheanas, sino también incluía ideas de Sorel, Pareto, Le Bon, de los críticos de la ciencia, de los profetas del ocaso de Occidente (Spengler), y de los filósofos del vitalismo, los cuales postulaban la muerte de la razón por culpa de la misma razón. En 1921 el propio Benito Mussolini afirmó: «El fenómeno fascista italiano debe aparecerse a Tilgher como la más alta y más interesante manifestación de la filosofía relativista; y si como Wahinger (sic) afirma, el relativismo se anuda en Nietzsche y a su Willen zur Macht, el fascismo italiano ha sido y es la más formidable creación de “voluntad de poder” individual y nacional». (B. Mussolini, «Nel solco delle grande filosofie. Relativismo e fascismo», en Il Popolo d’Italia, 22 de noviembre de 1921).

También el hombre nuevo tenía resonancias platónicas, pues los fascistas serían modernos platones que edificarían un Estado orgánico y dinámico, siendo la política un valor totalmente absoluto (otra cuestión metafísica, pues el Estado quedaría hipostasiado como un todo). El fascismo estaba imbuido en una «ideología del Estado», en una idolatría del Estado, ya que, como hemos visto, el Estado era un fin en sí mismo; el Estado fascista era el fin del fascismo, el cual conducía al imperialismo.

Los fascistas, como hemos dicho, respetaron la propiedad privada, pero querían «humanizar» el capitalismo, por eso ensalzaban los valores «espirituales»; con lo cual estaban en contra del mito de la producción industrial y del culto a la máquina, lo cual los acerca un poco al ecologismo (Hitler, que no era fascista, sí era ecologista). Los fascistas veían en el materialismo la filosofía del comunismo y del capitalismo, por eso eran «antimaterialistas». Como dijo el filósofo neoidealista Giovanni Gentile en 1924 refiriéndose a la marcha sobre Roma, el fascismo pensaba «contra todas las ideologías del siglo anterior: la democracia, el socialismo, el positivismo y el racionalismo»; para Gentile, la marcha sobre Roma «fue la vindicación de la filosofía idealista». (Giovanni Gentile, Che cosa è il fascismo. Discorsi e polemiche, Vallecchi, Florencia, 1951-1963, vol.18, pág. 464).

Está claro, pues, que el fascismo era antimaterialista, ya que, aparte de autodenominarse así, estaba inmerso en una metafísica monista, en un monismo teleológico, cuya finalidad era el Estado totalitario y el Imperio Italiano, es decir, Italia como primera potencia mundial, para así poder abrir la boca para asuntos que conciernen a la humanidad (en palabras de Thomas Mann). El monismo teleológico representa precisamente el contra modelo del pluralismo codeterminista del materialismo filosófico. Luego un materialista filosófico no puede ser fascista (como tampoco puede ser de cualquier modulación de las derechas) y considerarlo así es una solemne majadería. El materialismo filosófico niega tajantemente los delirios fascistas, porque se mueve por derroteros bien distintos y porque ya no tiene sentido ser fascista, ya que el fascismo murió en combate y el materialismo filosófico sigue en pie y con las botas puestas.

En varias ocasiones algunos energúmenos han llamado a Gustavo Bueno «fascista». En una ocasión alguien le dijo a Bueno: «Usted es Gustavo Bueno, ¿verdad?», respondiendo don Gustavo con esa ironía implacable que le caracteriza: «De momento sí». «¡No sabe usted que es un fascista!», a lo que replicó don Gustavo: ¿Qué es un fascista? El energúmeno, al parecer, dijo tonterías por respuesta y no supo argumentar nadad. «¡Váyase usted a leer un poco, hombre!», le recriminó don Gustavo al energúmeno al mismo tiempo que lo empujaba (don Gustavo no es sólo un hombre de geniales libros y de palabras, también los tiene bien puestos). Pues eso, decirle desde estas páginas al energúmeno ese que lea El mito de la izquierda, El mito de la Derecha, Zapatero y el Pensamiento Alicia, El fundamentalismo democrático y que luego vuelva. También le recomendamos que lea el presente artículo. Pero claro, para unas entendederas tan «alumbradas» como la de los energúmenos de ese tipo, Gustavo Bueno y los materialistas filosóficos seguirán siendo unos fascistas «por muy temprano que se levanten» (aunque el interlocutor no tenga muy claro de qué trata eso del «fascismo» y tenga una idea muy confusa y ridícula del asunto, pero en fin).

Fascismo y racismo

A parte de la revolución política que propugnaban los fascistas, también propugnaban una revolución antropológica, y defendían «la sanidad de la estirpe» y la homogenización de la raza italiana de acuerdo con el experimento totalitario: premisa clave para crear una raza de soldados dominadores y conquistadores. Sin embargo, el antisemitismo no fue en principio algo en lo que cayeron los fascistas, y empezaron a serlo tras el Pacto de Acero por presiones alemanas. Al principio hubo judíos que se hicieron fascistas, al igual que había fascistas antisemitas; el antisemitismo, pues, no era en principio de una de las «señas de identidad» del fascismo. E incluso en 1930 Mussolini despreció públicamente el antisemitismo. Sin embargo, como hemos dicho, el antisemitismo empezó a formar parte del fascismo, por presiones alemanas y también por el convencimiento de Mussolini de que el judaísmo internacional podría suponer una amenaza para la expansión fascista y por tanto en convertirse en una parte activa del antifascismo. Así pues, en 1938 Italia se convirtió en un Estado oficialmente antisemita, siendo los cincuenta mil judíos que vivían por aquellos entonces en Italia apartados y discriminados. Pese a todo, el antisemitismo fascista no supuso ni por asomo los horrores del antisemitismo nazi (otra diferencia que deberíamos de señalar).

Fascismo y catolicismo

La institución más importante de los dos últimos milenios, es decir, el catolicismo, suponía el gran obstáculo con el que se enfrentaban los fascistas. La Iglesia católica era la oposición a la fascistización (sin perjuicio de que también la monarquía, el ejército, la burocracia y la magistratura no fueron fascistizados como desearon los fascistas, e incluso en estas instituciones hubo un claro antifascismo).

La oposición al catolicismo era evidente porque el fascismo se veía a sí mismo como una religión política, una religión pagana o paganoide, que veía al cristianismo como una «moral de esclavos», al modo nietzscheano. Los fascistas intentaron, a nivel político y en vano, crear una institución como la Iglesia católica, cosa harto complicada; porque, como hemos dicho en muchas ocasiones, la Iglesia católica es una institución sin parangón. Como se lee en Critica Fascista el 15 de julio de 1931, la organización del Estado fascista «repite en cierto modo algunos de los caracteres más sobresalientes de la organización católico-romana: poder que suma y unifica las actividades de los miembros, les imprime su carácter, hace de sus fines los más elevados de su vida civil, no tolera intentos de cisma o de _herejías civiles_». Aun así se intentó hacer del fascismo algo religioso. En 1922 un entusiasmado Mussolini afirmó que «el fascismo era una fe que ha alcanzado altitudes religiosas» (B. Mussolini, «Vincolo di sangue», en Il Popolo d’Italia, 19 de enero de 1922). En 1925 Luigi Sturzo corroboraba, desde el catolicismo democristiano antifascista, que la religión fascista era «fundamentalmente pagana y contrapuesta al catolicismo. Se trata de estatolatría y de divinización de la nación» porque el fascismo «no admite discusiones y limitaciones: quiere ser adorado por sí mismo, quiere llegar a crear el Estado fascista». (L. Sturzo, Pensiero antifascista, Turín, 1925, pág. 7-16). Giovanni Gentile también afirmaba que el fascismo era una religión puesto que transmitía «el sentimiento religioso gracias al que se toma en serio la vida, como culto rendido por todo el ánima a la nación». (G. Gentile, Fascismo e cultura, Milán, 1928, pág. 58). En 1929 Schneider y Clough sostuvieron que el fascismo «posee los trazos embrionarios de una nueva religión. Queda por ver si éstos se desarrollarán o no, pero no hay duda de que este nuevo culto ha hecho presa en el corazón y la imaginación de los italianos». (H. W. Schneider y S. B. Clough, Making Fascists, Chicago, 1929, pág. 73). En 1930, Bottai afirma que el fascismo era una «religión política y civil» y era, sin más, «la religión de Italia». También afirmó que «un buen fascista es un religioso. Creemos en la mística fascista, porque es una mística que tiene sus mártires, que tiene sus devotos, que tiene y somete a todo un pueblo en torno a una idea». (G. Bottai, Incontri, Verona, 1943, pág. 124 [discurso del 4 de mayo de 1930]).

Para crear el «hombre nuevo» y de paso una «nueva civilización» el fascismo vaciló entonces un enfrentamiento directo contra la Iglesia. Una nueva civilización suponía acabar con la civilización cristiana. El fascismo se presentaba como una religión secularizada dentro de las instituciones del Estado, la cual se fraguaba a través del carácter mitológico, simbólico y ritualista con el que los fascistas impregnaban su política, sacralizando de este modo al Estado. En 1932 Mussolini sentenció abiertamente que «el Fascismo es una concepción religiosa de la vida». Sobre entendemos que el tipo de religión que se refería el Duce era un tipo de religión terciaria (una especie de panteísmo de Estado, panestatismo, aunque se trata más bien de una pseudo-religión, ¿o es que acaso la figura del Duce era numinosa?). Pese a todo, el fascismo evitó una cruzada contra el catolicismo, pues en un enfrentamiento contra la Iglesia el fascismo posiblemente hubiese salido mal parado. Así pues, los fascistas, con respecto a la Iglesia, eran realistas, y contra ella no actuaron con fanatismo ideológico, sino con suma prudencia (de ahí el Pacto de Letrán).

El fascismo convivió después de todo con el catolicismo, intentado los fascistas hacer partícipes a los católicos de su proyecto totalitario (el cual era imposible de realizar, como hemos demostrado y como demostró la guerra). Las palabras de Mussolini lo delatan: «Guerra Santa en Italia, nunca; los curas jamás levantarán a los campesinos contra el Estado». Podríamos decir que el anticlericalismo de Mussolini fue mucho más prudente que el de don Manuel Azaña, pues el clero sólo actuó militarmente contra el fascismo casi terminada la guerra, pero durante 20 años Mussolini supo mantener al clero a raya.

Otro tanto de lo mismo hizo con la Masonería, en el primer gobierno fascista había nada menos que doce masones (¡estos misteriosos señores están por todas partes!); pero Mussolini les dijo seriamente que tenían que elegir entre el fascismo o la Masonería. El anticlericalismo de Azaña era masón (sobre todo a partir de 1932) y el de Mussolini fascista, anticlericalismos muy distintos. No obstante, Mussolini nunca se reconvirtió al catolicismo; cosa que no se puede decir de don Manuel, que en 1940, cuando se convirtió o reconvirtió en tierras francesas al catolicismo, ya era un don nadie, y tuvo que vivir el resto de sus pocos días como un gilipollas.

Mussolini, que era fervoroso lector y seguidor de la literatura filosófica de Nietzsche, se consideraba un laico, y además «purísimo»; la religión estaría al margen de los asuntos del Estado: «[a los curas] los combatimos, sin duda, en cuanto intenten invadir el campo político, social y deportivo». (Archivio Centrale dello Stato, Mostrad ella Rivoluzione Fascista, b. 9). Sin embargo, el 18 de diciembre de 1934 en un artículo de Figaro Mussolini afirmaba que «La religión, en el concepto fascista de Estado totalitario, es absolutamente libre y, en su ámbito, independiente. No se nos ha pasado jamás por la cabeza la extravagante idea de fundar una nueva religión de Estado o de subordinar la religión profesada por la totalidad de los italianos al Estado. El deber del Estado no consiste en intentar crear nuevos evangelios u otros dogmas, destruir a las viejas divinidades para sustituirlas por otras que se llaman sangre, raza, pureza aria o similares [no olvidemos, como se dijo antes, que en 1934 las relaciones entre nazis y fascistas eran del todo tensas debido a la crisis de Austria; y para más inri Mussolini consideraba a Hitler como un loco exaltado, por eso su crítica al mito de la raza aria]. El Estado fascista no considera que sea su deber intervenir en materia religiosa y, si esto ocurre, solamente será en caso de que el hecho religioso toque el orden político y moral del Estado […] Un Estado que no quiera diseminar la turbación espiritual y crear la división entre sus ciudadanos, debe cuidarse de cualquier intervención en materia estrictamente religiosa». Es decir, Mussolini aceptaba a los católicos siempre y cuando no le tocasen la eutaxia del Estado. Por otra parte, como bien se sabe desde el materialismo filosófico, el laicismo es imposible, y es una ideología, es decir, una falsa conciencia (cosa que también sabe muy bien, a su modo, el Papa Ratzinger).

La religión fascista y la moral fascista eran «toda una exaltación de principios fundamentalmente paganos». (A. Carlini, Filosofia e religione nel pensiero di Mussolini, Roma, 1934, pág. 9). Pero dicho interés religioso no era teológico, sino poético, lo cual hizo que fuese una religión más irracional que el catolicismo. Pero esta religión no se opuso frontalmente al catolicismo, ya que incluso intentó integrar al catolicismo a su burbuja mítica. Según Mussolini, el catolicismo se fundó como secta en oriente, pero sólo en occidente, en Roma, había alcanzado la universalidad (de no haberse romanizado el cristianismo hubiese sucumbido y hoy en día sería un asunto para eruditos y arqueólogos). El fascismo no consideraba a la Iglesia como portadora de un mensaje praeter-racional, pero sí veía a la Iglesia como una ierofania de «la romanidad». Roma era la fascinación de Mussolini, y por esa fascinación creía que del suelo italiano, del suelo histórico de Roma, brotaba un «poder mágico» y por ello era un «centro sacro». El catolicismo era simplemente la religión de los padres, pero no una religión universal revelada por Dios. Los fascistas preferían celebrar la «Navidad de Roma» antes que la navidad cristiana de toda la vida, pues creían que con ello entraban en comunión con la «romanidad». Los «italianos nuevos» serían «los nuevos romanos de la modernidad». En fin, otro deliro fascista. Tal era el delirio que se celebraba incluso la fundación de los «Fasci di Combattimento» y la «marcha sobre Roma» como el inicio de una nueva era, la «era fascista».

La presencia ante las masas de Mussolini como Duce del fascismo resultaba ser algo así como numinosa, ya que el Duce era considerado como divino. Mussolini era considerado como la «proyección de todos los mitos de la divinidad». (O. Dinale, La rivoluzione che vince, Foligno-Roma, 1934). En 1930 los estudiantes universitarios estaban volcados con el culto religioso del Duce, siendo este todo un mito viviente. El fascismo místico veía en Mussolini el fundamento de la fe, simbolizando el significado de la existencia de millones de fascistas. La religión fascista se resumía, pues, en «el culto al Duce»; he aquí el mito del Duce, el mito del fascismo. Los fascistas tenían un ritual análogo a la liturgia católica, y este era el de la «leva fascista», un «rito de paso» para reclutar auténticos fascistas, rito semejante a la confirmación en la Iglesia. Dicho rito consagraba a los jóvenes como definitivos fascistas. La primera «leva» tuvo ocasión el 27 de marzo de 1927, en la cual los jóvenes eran obsequiados con el carné y el mosquetón: «el primero es el símbolo de la fe; el segundo es el instrumento de nuestra fuerza», decía Mussolini. Pero no debemos de olvidar que Mussolini antes de montar el fascismo fue un socialista revolucionario, y por tanto un ateo militante. Aun así no dudaba el futuro Duce de la naturaleza «religiosa» de su faceta revolucionaria (ya en las filas del socialismo internacionalista ya en las filas fascistas).

El pacto de Letrán (1929) supuso la conversión oficial del Vaticano en un Estado (una Ciudad-Estado), pese a seguir siendo éste una agencia internacional, aunque no como en el Antiguo Régimen. Pero el Estado del Vaticano era a la postre un Estado dentro de un Estado (un Estado eclesiástico dentro de un Estado fascista, el cual a su vez «convivía» con una monarquía constitucional, ¡todo un embrollo!); esto supone otro punto a favor de la tesis de la imposibilidad del totalitarismo, pues el fascismo lejos de imponerse tuvo que pactar, consciente, como hemos dicho, del peligro de abrir un conflicto contra el catolicismo (la ayuda internacional que solicitaría el Vaticano en caso de conflicto explícito sería fulminante para el fascismo). Así pues, el Duce estaba al tanto de que jugársela al Papa (ahora era el turno de Pío XI) sería una actitud temeraria. Mussolini pudo decir muy bien aquello de «con la Iglesia hemos _topao_».

Con todo lo que llevamos dicho no estaría de más citar el texto del Pacto de Letrán en sus artículos más importantes:

Pacto de Letrán

«En nombre de la Muy Santísima Trinidad, Considerando:
Que la Santa Sede e Italia han reconocido que convenía eliminar toda causa de discrepancia existente entre ambos y llegar a un arreglo definitivo de sus relaciones recíprocas que sea conforme a la justicia y a la dignidad de las dos Altas Partes y que, asegurando a la Santa Sede, de una manera estable, una situación de hecho y de derecho que le garantice la independencia absoluta para el cumplimiento de su alta misión en el mundo, permita a esta misma Santa Sede reconocer resuelta de modo definitivo e irrevocable la «Cuestión Romana», surgida en 1870 por la anexión de Roma al reino de Italia bajo la casa de Saboya; que es necesario para asegurar a la Santa Sede la independencia absoluta y evidente, garantizarle una soberanía indiscutible, incluso en el terreno internacional, y que, como consecuencia, es manifiesta la necesidad de constituir con modalidades particulares la «Ciudad del Vaticano» reconociéndose a la Santa Sede, sobre este territorio, plena propiedad, poder exclusivo y absoluto y jurisdicción soberana; Su Santidad el Soberano Pontífice Pío XI y Su Majestad Víctor Manuel III, rey de Italia, han resuelto estipular un tratado, nombrando a este efecto dos plenipotenciarios, los cuales han acordado los siguientes artículos:
Artículo 1.° Italia reconoce y reafirma el principio consagrado en el artículo 1° del Estatuto del reino, de fecha de 4 de marzo de 1848, en virtud del cual la religión católica, apostólica y romana es la única religión del Estado. [Luego si el catolicismo es «la única religión del Estado», ¿qué pasó con la religión fascista?]
Art. 2.° Italia reconoce la soberanía de la Santa Sede en el campo internacional como un atributo inherente a su naturaleza, de conformidad con su tradición y con las exigencias de su misión en el mundo.
Art. 3.º Italia reconoce a la Santa Sede la plena propiedad, el poder exclusivo y absoluto de la jurisdicción soberana sobre el Vaticano, cómo está constituido actualmente, con todas sus dependencias y dotaciones, estableciendo esta suerte de Ciudad del Vaticano para los fines especiales y con las modalidades que contiene el presente tratado [...].
Art. 4.º La soberanía y la jurisdicción exclusiva que Italia reconoce a la Santa Sede sobre la Ciudad del Vaticano implica esta consecuencia: que ninguna injerencia por parte del Gobierno italiano podrá manifestarse allí y que no habrá otra autoridad allí que la Santa Sede [...]. [Es decir, el poder del fascismo estaba fuera de las instituciones vaticanas en propio suelo Italiano]
Art. 8.º Italia considera como sagrada e inviolable la persona del Soberano Pontífice, declara punible el atentado contra ella y la provocación al atentado, bajo amenaza de las mismas penas establecidas para el atentado o provocación al atentado contra el Rey. Las ofensas e injurias cometidas en territorio italiano contra la persona del Soberano Pontífice, en discursos, actos o en escritos serán castigados como las ofensas e injurias contra la persona del Rey [...].
Art. 12.º Italia reconoce a la Santa Sede el derecho de legación activa y pasiva según las normas del derecho internacional [...].
Art. 18.º Los tesoros de arte y de ciencia que existen en la Ciudad del Vaticano y en el palacio de Letrán permanecerán visibles a los estudiosos y a los visitantes, reservándose a la Santa Sede, sin embargo, plena libertad de reglamentar la entrada del público.
Art. 20.º Las mercancías que provengan del exterior y enviadas a la Ciudad del Vaticano se les permitirán siempre pasar por el territorio italiano con plena exención de derecho de aduana y de consumos.
Art. 24.º La Ciudad del Vaticano será siempre y en todos los casos considerada como un territorio neutral e inviolable.
Roma, 11 de febrero de 1929.
Pietro, cardenal Gasparri. Benito Mussolini.» (Pacto de Letrán. Extractos de la primera parte correspondiente a las cláusulas políticas. 1929. Recogido en M. Laran y J. Willequet.)

Con todo esto, el Duce advirtió el 13 de mayo del mismo año del pacto, apenas tres meses después:

«Que no se pretenda negar el carácter moral del Estado Fascista, porque a mí me daría vergüenza hablar desde esta tribuna, si no sintiese que represento la fuerza moral y espiritual del Estado. Qué sería el Estado si no tuviese su espíritu, su moral, lo que da fuerza a sus leyes y gracias a lo cual consigue hacerse obedecer por los ciudadanos? El Estado Fascista reivindica plenamente su carácter ético: es católico, pero ante todo es fascista, exclusiva y esencialmente fascista. El catolicismo es parte integrante de él, nosotros lo declaramos abiertamente, pero _nadie piense cambiar las cartas por sutilezas filosóficas o metafísicas_». (Cursivas mías).

Fascismo y franquismo

Advertencia: No sé si después de escribir lo que aquí voy a escribir me quedarán amigos, pero amicus Plato, sed magis amica veritas; es decir: «amigo» de los progres, pero más amigo de la verdad. Sé que las siguientes palabras molestarán a muchos izquierdosos (tanto definidos como indefinidos), pero cuando se trata de la Historia, ya en un nivel más o menos académico, lo que importa es lo que verdaderamente pasó, no lo que a unos «interesadamente» quieran que hubiese pasado. Yo no pretendo aquí hacer apología o propaganda del franquismo; tampoco intento hacer política, sino historia, o si se prefiere filosofía de la historia. Además, la filosofía no trata de complacer, sino de instruir. Luego me juego que mis amigos progres me sigan hablando, y que conste que tengo muchos.

Para los republicanos «de corazón» lo que voy a decir aquí es algo completamente desesperante y puede herir «sensibilidades», pues caerán las escamas de sus ojos y verán el resplandor del sol al salir de la caverna, y comprobarán que lo que han creído durante toda su vida con devota fe era una sarta de mentiras o una solemne majadería. Lo mismo no es así y permanecen impermeables; en ese caso peor para ellos. Como dijo Platón, cuando el hombre sale de la caverna y ve lo que hay más allá de las sombras y contempla el sol y comenta, al volver a la caverna, a los que no han salido de la caverna, que la caverna no es todo cuanto hay, a este hombre lo quieren matar. A Pío Moa, en cuyas tesis, junto a la de otros historiadores, me baso, lo han querido matar (o al menos lo han amenazado de muerte). Pío Moa estuvo también en la caverna (como un servidor y como muchos, por no decir la mayoría, de los españoles), y tras un período de larga reflexión pudo salir de esa cavernícola concepción que ha impregnado las conciencias de falsedad: me refiero a la versión progre-sectaria-negro-legendaria de la mal llamada «memoria histórica».

Antes de desarrollar este capítulo quiero dejar claro que yo no soy franquista porque sencillamente no puedo serlo, como no puedo ser antifranquista (igual que no puedo ser fascista ni antifascista ni comunista ni anticomunista). El franquismo cayó (como cayó el fascismo y el comunismo); ya no existe (¡que no se enteran!). Y cayó no por derrumbe estrepitoso, en combate, sino que cayó porque murió en la cama Francisco Franco Bahamonde (Caudillo de España por la gracia de Dios). El régimen simplemente se desgastó, murió de viejo (no como los regímenes fascistas y comunistas que cayeron por circunstancias muy diferentes, sobre todo el fascismo histórico realmente existente que fue liquidado en la Segunda Guerra Mundial). Así que los progres que consideran a Franco como un necio y un bobo deberán de estar muy acomplejados, después de estar bajo el caudillaje y «cruel» dictadura de «un necio y un bobo» durante cuarenta años; ¡qué vergüenza! El General Vicente Rojo, Jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de la República durante la contienda, en su obra Alerta los pueblos, admiró los métodos de Franco para alcanzar la victoria. Ese dato es mucho más de fiar que el criterio de los progres. Es más, Franco hizo que Hitler, Mussolini y el conde Ciano (yerno del Duce) tuviesen que tragarse sus críticas una vez que éste iba cosechando, para sorpresa de sus ilustres críticos, una victoria tras otra. Y es que, aunque los progres lo ignoren, Franco era un hombre de profunda cultura, y no sólo militar, sino también política y económica (véase su experiencia económica en la Legión, en la Academia Militar de Zaragoza, en el Estado Mayor Central de la República, y por supuesto en la guerra, por no hablar de los logros «milagrosos» de su régimen). Como le dijo el Caudillo a don Juan, padre del actual Rey, en una carta fechada el 8 de febrero de 1944: «Por mi historia y mis servicios, creo merecer una mayor estimación de mi capacidad».

Los progres piensan y están convencidos de que el régimen de Franco fue puramente fascista, pero lo cierto es que en los mismos años de la guerra las lecturas políticas de Franco se orientaron hacia una especie de corporativismo católico, más basado en el corporativismo portugués o austriaco que en la Italia fascista. En una entrevista que le hicieron en abril del 37 el Caudillo declaró que «Nuestro sistema estará basado en un modelo portugués o italiano, aunque conservaremos nuestras instituciones históricas». Estar basado no significa ser idéntico, y también hay que tener en cuenta que el país europeo más parecido a España, como bien se sabe, es Italia. Así, aunque Franco hablaba de «Estado totalitario», su sistema se basó más bien en un Estado unitario y autoritario, dejando un cierto margen de semipluralismo tradicional, con un partido único y limitado el cual no podía penetrar en las estructuras del Estado. Durante el poco tiempo que disponía, el Caudillo estudió las doctrinas de las dos «familias» más importantes del incipiente régimen: las doctrinas carlistas y falangistas. Franco llegó a la conclusión de que lo que el régimen necesitaba era el mantenimiento de un «partido único», el cual fue la fusión de tradicionalistas y falangistas: Falange Española Tradicionalista de las Juntas Ofensivas Nacional-sindicalistas, cuya fusión fue anunciada por el Generalísimo el 19 de abril de 1937. En 1942 llegó a tener 900.000 afiliados, convirtiéndose en la más numerosa organización política de la historia de España. Ni los carlistas ni los falangistas estaban muy entusiasmados con la fusión; unos 200 falangistas fueron arrestados a breves condenas de cárcel. A partir del 24 de abril de 1937 el saludo fascista con el brazo en alto se hizo oficial (de ahí que el nuevo Estado tuviese una cierta estética fascista, como la Alemania nazi). También se hicieron oficiales la camisa azul oscuro, el llamarse entre los militantes «camaradas» (como se llamaban entre sí anarquistas, socialistas, comunistas y fascistas), la bandera bicolor rojigualda (la de toda la vida), el Cara al Sol como el himno del partido («¡volverá a reír la primavera!»), y gritos de «¡Arriba España!»

Pero, ¿era la Falange un partido fascista? En febrero del 37, antes de la unión entre tradicionalistas (derechistas alineados) y falangistas (¿derechistas no alineados o más bien derechistas socialistas alineados?), Franco llegó a decir que la Falange no era un movimiento fascista: «La Falange no se llama fascista a sí misma; así lo declaró su fundador personalmente». Cosa que era verdad. Si hemos hablar de fascismo, éste estaba más representado por las JONS, de Ramiro Ledesma Ramos, la cual se fusionó a la Falange, abandonando Ledesma al partido por encontrarlo poco fascista. La Falange era un partido de combate, pero muy clerical: «mitad monje, mitad soldado», dispuesto a emplear «la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria», como decía José Antonio Primo de Rivera, su fundador. Sin embargo, fue el PSOE quien, de manera más radical, empleó «la dialéctica de los puños y las pistolas», llevándose la Falange la peor parte; por eso los monárquicos empezaron a llamar a la Falange Española «Funeraria Española». La concepción de su política era, decía José Antonio, «religiosa y poética» y su organización «no se parece en nada a una organización de delincuentes». La Falange no admitía el racismo de los nazis, y el aprecio de José Antonio a Mussolini era escaso y aún más escaso a Hitler. Pero José Antonio apreciaba del fascismo y del nazismo su anticomunismo y su superación del liberalismo (José Antonio llegó a decir que el nacimiento del socialismo fue justo). Aun así, José Antonio recibió a partir de junio del 35 un sueldo de Mussolini.

Es interesante ver las analogías que había entre la Falange y el PCE. Como señala Pío Moa, «La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica. En ese sentido fueron el producto más típico de la crisis ideológica y moral de los tiempos. No obstante, hay diferencias profundas entre ellos. Si el PCE era, de modo muy literal, un agente de Moscú, la Falange no lo era en modo alguno de Alemania o Italia, y su fascismo difería algo del italiano y mucho más del germano, del cual había dicho José Antonio: “No es fascismo (…). Es la última consecuencia de la democracia, una expresión turbulenta del romanticismo alemán. En cambio Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus secuelas y, por encima de todo, la razón”. Una interpretación curiosa». (Los mitos de la guerra civil, Planeta Deagostini, Barcelona, 2005, pág. 132).

La Guerra Civil se planteó como un conflicto entre revolución y contrarrevolución, pero el Caudillo fue consciente de que la contrarrevolución no significaba una vuelta atrás en el tiempo, ya que la contrarrevolución supone, desde luego, una «reacción» («a toda acción se opone una reacción igual», la tercera ley del movimiento de Newton), pero una reacción revolucionaria a su vez. Como dijo Joseph de Maistre, «La contrarrevolución no es lo contrario a la revolución, sino una revolución contrapuesta». Lo cierto y verdad es que el régimen de Franco ni fue carlista, ni fue falangista y ni fue fascista… fue franquista. Pero, ¿qué fue el franquismo?

Desde el materialismo filosófico se ha clasificado al franquismo como «derecha socialista», luego fue una derecha tradicional, alineada; no fue, pues, como el fascismo que, como hemos visto, fue una derecha no tradicional, no alienada. «Con el rótulo derecha socialista designamos a una familia o estirpe de sucesivos movimientos políticos, con relaciones de filiación, que (referidas a España) ocuparán el poder, con cortas interrupciones, durante las tres primeras cuartas partes del siglo XX: el maurismo, la dictadura de Primo de Rivera y el franquismo. Por supuesto, no confundiremos la derecha socialista con el socialismo de derechas, aunque la expresión derecha socialista también puede utilizarse para definir al socialismo de derechas» (El mito de la derecha, pág. 238). Puede parecer paradójico que el materialismo filosófico señale al franquismo como de «derechas» y socialista al mismo tiempo. Pero no hay en ello ninguna contradicción, pues el franquismo puede ser considerado de «derecha» por su cercanía al altar, esto es, su clara influencia católica y también por aquello de «Francisco Franco, Caudillo de España por la G. de Dios», como rezaban las monedas. Pero también puede ser considerado «socialista» por la cuestión social cuya revolución sería y fue desde arriba, esto es, desde la maquinaria del Estado y desde la paz político-militar franquista. Hay que advertir que el término «socialismo», desde el armazón del materialismo filosófico, no se circunscribe a la URSS y ni mucho menos al PSOE, el término «socialismo» es un género que contiene muchas especies (abría que hablar, pues, de «socialismo genérico»): capitalismo, anarquismo, socialdemocracia, comunismo, fascismo, nazismo, falangismo, &c. El término «socialismo» no se opone, pues, al capitalismo, ni siquiera al fascismo, el término «socialismo» se opone al individualismo, al particularismo y, en última instancia, al «solipsismo» (el fascismo sería un caso de «socialismo irracionalista», dada su explícita tendencia imperialista, mística y mitológica).

Los propios franquistas ni se consideraban de derechas ni de izquierdas, «constatación emic que tampoco hay que subestimar» (El mito de la derecha, pág. 261). Se ha señalado desde las izquierdas que el franquismo supuso la máxima expresión de la derecha (de la «extrema derecha») en España. A raíz de eso se ha identificado, ¡cómo no!, con el fascismo. Dicha posición se basa en señalar la estructuración de las organizaciones obreras en «sindicatos verticales», olvidado que dicha estructuración de sindicato no sólo era fascista, sino también soviética y nacionalsocialista.

El mito del fascismo en España fue incubado por el PSOE y la Esquerra en 1934, dando a entender que la entrada de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas, de carácter republicano accidentalista y, pese a quien pese, legalista) en el gobierno suponía un golpe fascista a la República. La Segunda República, según esta caterva de impostores, debía de ser salvada de la «barbarie fascista», y por ello dieron un golpe de Estado preventivo; que fue, como dice Pío Moa siguiendo a Gerald Brenan, «la primera batalla de la guerra civil». Pero los «fascistas» entraron en el poder no por la fuerza de la violencia sino por la fuerza de las urnas, es decir, democráticamente. Hoy ningún historiador serio considera a la CEDA como «fascista», pero quizá la cuestión no sea esa, quizá la cuestión esté en saber si realmente el PSOE creía en el fascismo de la CEDA. Y efectivamente, el PSOE sabía muy bien que la CEDA no era fascista. Simplemente utilizaron la supuesta (y, a nuestro juicio y a juicio de aquellos «socialistas», imposible) fascistización de la CEDA como momento psicológico para dar un golpe de Estado de tintes revolucionarios (bolchevique o bolchevizado) e implantar en España la dictadura del proletariado, que no era otra cosa que la dictadura del Partido Socialista. El PSOE no aceptó las reglas del juego, y debe de ser denominado, contra todo lo que se dice indocumentadamente, como antidemocrático y a la postre como antirrepublicano. Aunque hay que señalar que en 1933 y 1934 el PSOE estaba dividido, y como dijo Madariaga, «la guerra civil dentro del Partido Socialista provocó la guerra civil general». Así pues, no fue el fascismo el que acabó con la Segunda República, porque éste en España prácticamente fue inexistente; pues la FE de las JONS, si es que se puede catalogar como «fascista», era un movimiento muy minoritario con apenas 25.000 afiliados, y tan sólo obtuvo un 0’7 por ciento de los votos en las elecciones de febrero del 36, con 46.000 votos y ningún escaño. Fueron el sectarismo y las izquierdas de tercera, cuarta y quinta generación las que masacraron a la «república burguesa».

Los ideólogos del PSOE sabían muy bien que el fascismo (tal y como se presentó en Italia y en Alemania, si bien hemos dicho que, en sentido estricto, la Alemania nazi no era fascista, como muy bien sabía José Antonio) no podía cuajar en España; dicho de otro modo: las condiciones para que cuajase algo así como el fascismo en España no eran política, social y económicamente muy favorables. Esto ya lo dijo Luis Araquistáin en abril de 1934 en un artículo publicado en Foreign Affairs. Araquistáin, ideólogo principal en la bolchevización del PSOE, observó que en España no había un ejército inmovilizado, que tampoco había un paro urbano masificado, que tampoco existía la cuestión judía (de momento en Italia tampoco), y que tampoco en España había una imperiosa necesidad de imperialismo. Joaquín Maurín, ex cenetista y uno de los fundadores del POUM, afirmó en su libro Hacia la segunda revolución, libro publicado en Barcelona en 1935, un año después de la revolución fracasada de octubre y un año antes de la Guerra Civil, sus dudas con respecto a la implantación del fascismo en España; pues, explica Maurín, la dictadura del general don Miguel Primo de Rivera (el padre de José Antonio) hizo que tras ella fuese imposible la instauración de un régimen autoritario de derechas. Los trabajadores, decía Maurín, no se sentía atraídos, como en Italia, por la propaganda fascista, y la derecha primaria, socialista y liberal (en nuestra terminología) no eran revolucionarios fascistas que pensasen en una marcha sobre Madrid o algo por es estilo; no eran, pues, fascistas radicales no alineados sino derechistas tradicionales (si bien de diferentes modalidades y no siempre en conformidad y armonía). Tampoco Julián Besteiro, una de las pocas personalidades del PSOE con decencia, creía en el peligro fascista.

Que el PSOE no creía en el fascismo de la CEDA lo pone muy bien de relieve estas palabras de Pío Moa: «La prueba fehaciente de su convicción resplandece en el acuerdo de los dirigentes de no reivindicar la revuelta si ésta fracasaba, a fin de aprovechar las garantías de la legalidad burguesa y eludir en lo posible la represión posterior. Es decir, apelaban al peligro fascista como justificación y para excitar a las masas, pero en realidad contaban con que la democracia subsistiría incluso después de un fracaso de su intentona, y podrían explotarla. Y acertaron. De haber reivindicado su acción, aclara muy bien S. Carrillo, uno de los jefes bolcheviques: “Aparte de la suerte personal que hubiéramos podido correr en el momento, nuestras organizaciones hubieran sido aplastadas y no se hubieran mantenido y fortalecido tan rápidamente”». (Los mitos de la guerra civil, pág. 70).

La CEDA ganó los comicios del 33, ¿Por qué no formó gobierno? La CEDA no tomó el poder por la sencilla razón de calmar los rencores. Y es que la derecha tiene muchos complejos; esto del maricomplejinismo de la derecha no es sólo cosa de hoy (Mariano Rajoy), sino que parece cosa de siempre. Así que la CEDA no formó gobierno y se lo cedió al Partido Radical de don Alejandro Lerroux. ¿Cabe cosa más contraria a un partido fascista? Si Benito Mussolini gana unas elecciones, ¿permitiría que otro partido en su lugar forme gobierno porque prefiere «calmar los rencores»? Cuando Hitler ganó las elecciones en el mismo año, ¿acaso cedió el poder a sus rivales? Pero la CEDA hizo un ceda el paso para que gobernase el Partido Radical. Todo lo contrario del fascismo italiano, porque éste, como hemos visto, subió al poder sin apenas apoyo parlamentario; pero la CEDA teniendo un gran apoyo parlamentario no quiso subir al poder; luego su comportamiento, para más inri, fue totalmente antifascista. ¿Cabe una personalidad política más distinta de la de Gil-Robles que la de Mussolini o que la de Hitler? Si Mussolini era un líder (Duce) y Hitler otro líder (Führer), Gil-Robles era un antilíder, el político menos mussoliniano y menos hitleriano de los posibles (por mucho que los japos le llamasen «Jefe»). Luego aquello de que la CEDA era fascista o nazi o yo no se qué es una solemne majadería y una soberana estupidez, y los políticos del PSOE no eran tontos del todo para creerse semejante patraña, sabían muy bien lo que era la CEDA y sabían muy bien que no era fascista ni nada que se le pareciese… pero no los de hoy (Zapatero, Pajín, Aído, Moratinos, Chacón, Pepiño y toda esa caterva de analfabetos militantes), sí parecen lo suficientemente ingenuos para creerse ese cuento de hadas. Si los «socialistas» de antes tenían mala fe, los de ahora son sencillamente estúpidos (y de mala fe).

Luego antes del estallido de la guerra los «antifascistas» (si bien algunos verdaderos impostores y conscientes de la imposibilidad de que algo así como el fascismo cuajase en España, justificando así, en el nombre del «antifascismo», cualquier acción violenta) eran más numerosos que los «fascistas», si es que estos existían sobre el suelo de la España de entonces. Los «antifascistas» en realidad eran simplemente «antiderechistas» o «anticedistas» (la Falange era un movimiento muy reducido, a pesar de que en 1934 fue presa de los ataques izquierdistas, los cuales pasaron a un segundo plano para la preparación de la revolución de octubre contra la CEDA y el Partido Radical). Así como la izquierda tuvo como denominador común el «antifascismo», sacado «de la manga», la derecha tuvo como denominador común el antiizquierdismo (o el anticomunismo no tan sacado de la manga). De modo que, en la Guerra Civil, el enfrentamiento fue más por lo que se negaba que por lo que se afirmaba. Aunque, a decir verdad, durante la «primavera trágica», que prologó a la guerra, el comportamiento de los «antifascistas» era más «fascista» que el comportamiento de los «fascistas», cuyo comportamiento parecía incluso «antifascista».

Pero para entender el contexto histórico, «debe compararse la actitud de la CEDA con la del PSOE con respecto a los dos grandes totalitarismo de entonces. Si la derecha católica [y por tanto imposible de ser fascista, porque el fascismo era anticlerical o al menos no clerical; más bien se trata, ya que es católica, de una _derecha socialista_] repudiaba la violencia, el racismo y las concepciones estatales nazis [a la CEDA no sólo se le acusaba de «fascista», sino también de «nazi»; pero claro, para los progres es lo mismo 8 que 80], el PSOE aprobaba las ideas y el terror soviético». (Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española, Ediciones Encuentros, Madrid, 2007, pág. 473).

Es verdad que la Italia fascista fue la que más se comprometió con Franco en la Guerra Civil. Luego es interesante ver cómo fue la colaboración real del bando nacional con el fascismo realmente existente. «Más de dos tercios de sus pilotos sirvieron en España, pero también la marina desempeño un importante papel. Sus barcos actuaron como apoyo en el estrecho de Gibraltar y, más tarde, protegieron la isla de Mallorca frente a los ataques republicanos. También escudaron a los transportes destinados a la zona nacional, colaboraron en la instrucción de parte del personal de la marina franquista y, junto con los alemanes, proporcionaron a Franco un servicio de inteligencia naval […] También fueron los italianos quienes, lógicamente, sufrieron las mayores bajas, unas 4.300, sólo superadas por las de los marroquíes (más o menos el doble). Los alemanes perdieron 300 hombres, los soviéticos unos 200». (Stanley G. Payne, 40 preguntas fundamentales sobre la Guerra Civil, La esfera de los libros, Madrid, 2006, págs. 458-459). En total murieron unos 20.000 soldados extranjeros.

He aquí una enumeración del armamento que el fascismo realmente existente suministró, a un precio muy generoso, al bando nacional liderado por Franco: 1.930 armas de artillería, 1.496 morteros de 45 mm, 8.750 ametralladoras y subametralladoras, 241.000 rifles, 7.500 vehículos motorizados, 149 tanqueta L/3, 500.000 uniformes, 13 hospitales de campaña, 931 radios. (Fuentes: A. Rovighi y F. Stefani, La pertecipazione italiana alla guerra civile spagnola, Roma, 1992, II, págs. 462-464).

Aquello de que la Segunda República fue una época de prosperidad, de progreso y de bienestar para España es un camelo, una cosa que la propaganda izquierdista se ha sacado literalmente de la manga. Esa imagen idílica, progresista, armónica y pánfila de la Segunda República que los progres nos han pintado es históricamente falsa; y hay que decirlo de una vez por todas con plena rotundidad: «No es esto. No es esto». Pero eso sí, hay que reconocer que los comunistas, los socialdemócratas y los progres en general son unos auténticos maestros en el arte de la propaganda (y que conste que los llamo «progres» porque disfrutan fervorosamente cuando ven que su cuenta corriente progresa adecuadamente; pues si a los del PP les encanta el dinero, a los del PSOE les conmueve).

En esa república ni hubo reforma agraria, ni reforma bancaria ni una auténtica revolución y transformación de la sociedad española. ¡Qué otra cosa se podía esperar de una república que fue traída y presidida en la casi totalidad de su tiempo por ese, como dice Federico Jiménez Losantos, modelo de meapilas democristiano maricomplejines traidor de todo lo sagrado y todo lo profano llamado don Niceto Alcalá-Zamora! Es más, esa república, que estúpidamente se considera como la quintaesencia de la izquierda, fue traída por la derecha liberal y la Guardia Civil, para más inri. Pues sí, la Segunda República se instauró gracias o más bien por culpa de los católicos liberales Alcalá Zamora y Miguel Maura y por la inestimable colaboración del director de la Guardia Civil, José Sanjurjo; dicho de otro modo, para que los progres me entiendan: la «maravillosa» Segunda República llegó, por muy paradójico que esto parezca, a causa de la acción de los «fachas» y de los «picoletos».

Los progres con su propaganda lo han tergiversado y manipulado casi todo, la única mentira que les ha quedado por decir es que el Frente Popular ganó la guerra, ¡sólo faltaría eso! (Aunque se han atrevido a decir que Franco no ganó la guerra). Sin embargo, la batalla de la propaganda, para vergüenza de los progres, fue la única batalla que perdió Francisco Franco Bahamonde (Caudillo de España por la gracia de Dios). Como dice don Gustavo, «El progreso de la República se apoyó, a su vez, en las condiciones en que la dictadura de Primo de Rivera había dejado a España: el parque de automóviles que España tuvo en la República, por ejemplo, no podía haber sido creado en dos años por ella, sino que era la herencia del desarrollo industrial y viario de la dictadura (“gobernar no es asfaltar”, era la acusación propagandística de los republicanos contra la dictadura de Primo de Rivera)». (Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia, Temas de hoy, Madrid, 2006, pág.86).

Como muy bien dice Don Ricardo de la Cierva, el 18 de Julio no fue un golpe militar fascista: pues ni fue un golpe, es decir, un pronunciamiento clásico, sino que fue un alzamiento general de media España que no se resignaba a morir, ni fue exclusivamente militar y ni tuvo nada que ver con el fascismo, «¡pero qué barbaridad!» «Suena muy bien en el Diario de Sesiones de las Cortes democráticas de 1999, la afirmación de que el fementido golpe militar fascista, dado el 18 de julio de 1936, si dirigía contra la legalidad republicana. El tal golpe es una mentira de igual calibre que la legalidad republicana». (El 18 de julio no fue un golpe militar fascista, Fenix, 2000, pág. 363). Pues bien, este enunciado, andando el tiempo, ha sido puesto como ley, como postulado a través del cual se ha propagado una impostura: la «Ley de la memoria histórica (Ley 52/2007 de 26 de diciembre)», la patraña más grande jamás contada. He aquí el mito por antonomasia de la Guerra Civil. Como si la contienda española hubiese sido un conflicto entre la democracia contra el fascismo. ¡Falso, rotundamente falso, de arriba abajo! La rebelión militar no fue fascista, cosa que sabía muy bien don Manuel Azaña según afirmaba en su Diario.

Pues bien, ahora resulta que Franco tenía razón; es más, hay argumentos sobre la mesa (después de leer y contrastar ciento y cientos de páginas) para afirmar que Franco ha sido el mejor estadista que ha tenido España en el siglo XX. ¡Así, ni más ni menos! Observen ustedes: Franco fue el hombre que libró a España del estalinismo (en realidad, es decir, sobre el campo de batalla, ¡fue el único que venció al Zar Rojo en su proyecto de imperialismo generador!). Franco fue el hombre que libró a España de la Segunda Guerra Mundial haciendo verdadero virtuosismo diplomático entre los Aliados y el Eje (nada que ver con alianzas de civilizaciones ni tonterías por el estilo): el caudillo tuvo talento político para moverse, sin perjuicio de sus complicaciones, entre la espada nazi-fascista y la pared capitalista (ya sólo por eso merece todo el respeto del mundo). Franco fue el hombre que libró a España de una Segunda Guerra Civil (me refiero el intento de invasión del Maquis comandado por Santiago Carrillo a las órdenes de Stalin). Franco fue el hombre que hizo que España pasase a ser un Estado inmerso en los problemas industriales, y a transformarse en la novena potencia mundial económica, un desarrollo industrial y económico sin precedentes (el mal llamado «milagro económico español»), el primer país más desarrollado de la segunda mitad del siglo XX después de Japón, ¡ahí es nada! Y lo que es más importante: Franco fue el hombre que transformó España en un tierra de paz (militar y políticamente implantada, ¡pues ontológica e históricamente no pudo ser de otra forma!). Hay que reconocer que el balance francamente es positivo.

Obviamente no me refiero cuando digo «Franco» o «Franco fue el hombre…» con la sola figura del Caudillo; me refiero a su forma de gobierno, que de modo convencional se ha llamado «franquismo». Es decir, me refiero al Caudillo, que tenía «más de zorro que de cordero», como dijo un ministro inglés, y sus ministros, como, por ejemplo, el general Francisco Gómez Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, el cual sustituyó el 3 de septiembre de 1942 al cuñadísimo Serrano Suñer, uno de los ministros más afines a las posiciones del Eje. Gómez Jordana fue vital para que España no entrase militarmente en la Segunda Guerra Mundial. La España de Franco, todo hay que decirlo, no fue «neutral» durante la contienda mundial, fue «no beligerante», que es una cuestión diferente. Es más, es imposible, materialmente hablando, que España fuese neutral, pues las naciones no son sustancias megáricas ni mónadas leibnizianas sincronizadas por armonía preestablecida y están codeterminadas en symploké de modo diamérico; y, por tanto, aquello que acontecía en Europa determinaba a aquello que acontecía en España, y viceversa (codeterminación). España ayudó a Alemania exportándole minerales, utilísimos para reforzar la artillería militar. Franco y sus ministros (hasta el viraje hacia los aliados a finales de 1942) siempre apoyaron a Hitler, y siempre quisieron que el Führer ganase la guerra; aunque, eso sí, España no podía entrar en la guerra «por gusto». Franco vio en la contienda mundial una oportunidad para que España se situase como gran potencia y optar por un imperio en África, pues al fin y al cabo Alemania e Italia se enfrentaban a Francia e Inglaterra, naciones que desde siempre en la historia habían sido enemigas de España. Luego la alianza con Hitler y también con Mussolini (no militar, pero sí económica, esto es, «no beligerante» o neutralmente benévola con el Eje) se debía principalmente a dos razones: por motivos históricos y por la colaboración del Eje en el bando nacional durante la Guerra Civil, pues España estaba endeudada con Alemania e Italia. España no tenía ningún motivo para aliarse con Francia e Inglaterra, pues España nada debía ni nada debe a estas naciones. Franco se alió con según quien iba ganando la guerra, por eso el viraje hacia los aliados (ya decía el ministro inglés que el Caudillo tenía «más de zorro que de cordero»). Aunque al final todo se fue al traste y el Führer terminó opinando de Franco que sólo era «un charlatán latino». Pero las intenciones del Caudillo, el cual sinceramente quería que Alemania ganase la guerra, no son en absoluto reprochables, ¡por qué diablos debía España (la «España de Franco») defender a Francia e Inglaterra de los alemanes! Es claro que los alemanes cometieron crímenes horrendos (como los aliados) pero hacia 1942 no se había llegado a la solución final; eso se supo en retrospectiva; in medias res, el Caudillo, como casi cualquiera, no sabía muy bien quién era Hitler y qué significaba el nazismo. Quizá sea fácil verlo ahora, o tal vez ni eso, pero sobre el mismo escenario de la historia es difícil aclarar y distinguir. Es más, los pensamientos psicológicos de Franco son irrelevantes; lo que Franco deseó o dejó de desear no es importante, lo importante es que España se salvó de esa célebre y criminal guerra. (Para todo esto véase el interesante libro de Stanley G. Payne Franco y Hitler, La esfera de los libros, Madrid, 2008).

De modo que el franquismo, volviendo al balance francamente positivo de su mandato, fue una dictadura, sin duda, pero no una dictadura depredadora, sino una dictadura generadora (sin perjuicio de la represión de los primeros años, represión que a la postre fue inevitable y no muy sangrienta si la comparamos con otras represiones, ya que fueron sólo unas 28.000 personas las que la padecieron de forma mortífera). Aunque, todo hay que decirlo, en el Valle de los Caídos, caídos de ambos bandos (no lo olvidemos), los presos estaban asegurados y encima cobraban un sueldo, y murieron tan sólo 14 personas, en su mayoría libres, y por accidentes laborales, nada que ver con los campos de concentración europeos y no europeos de antes, durante y después de la guerra interimperialista (por no hablar de las checas y de la represión del Frente Popular durante la guerra, que terminaron con la vida de unas 60.000 personas sin contar los crímenes que se cometieron entre los propios izquierdistas, ya que hubo dos guerras civiles dentro de la guerra civil general, lo cual dice mucho de cómo eran esos «republicanos»).

Como señala Moa, «Franco, pues, sale bien parado, en cuanto a crueldad, si lo comparamos con, por ejemplo, Churchill, Roosevelt o Truman, no digamos Hitler o Stalin. Y también con Negrín, que instauró un sistema brutal en su propio campo para mantener a toda costa una guerra perdida, y con el designio de volverla mucho peor al soldarla con la mundial». (Los mitos de la Guerra Civil, pág. 484). No olvidemos que el lema de Negrín al final del conflicto era «resistir es vencer». A mi juicio, la intención de empalmar el conflicto nacional con la conflagración mundial era una auténtica canallada; por eso esos «republicanos» no merecen ni el más mínimo de mis respetos.

Así pues, la dictadura generadora franquista, el llamado «régimen de Franco» duró 36 años (si lo contamos desde el 1 de abril de 1939 hasta el 20 de noviembre de 1975, día en que murió el Caudillo con 83 años bien vividos); 36 años de paz (y tras su caudillaje hay que sumar los 3 años de transición, que en el fondo era franquismo, y los 31 que llevamos de democracia, la cual es totalmente heredera del régimen de Franco y no del antifranquismo). Para que se vea lo que quiero decir: desde la hazaña (¡con h!) del franquismo hasta nuestros días han trascurrido en España 70 años de paz, cosa sorprendente si se observa la historia de España. Y para poner la guinda al pastel, para más inri, diríamos, Franco fue el hombre que tuvo todo el poder en sus manos y no robó absolutamente nada; cosa de la que no pueden presumir los «socialistas» (más bien «socialistos»), que llevan 130 años de «honradez» en esto de la política, por no hablar de los escándalos de corrupción delictiva y no delictiva que últimamente asolan a España un telediario sí y otro también. Hay que decir también que los casos de corrupción delictiva en el franquismo fueron escasos, minúsculos y además ridículos; hubo un caso en el que un funcionario robó una máquina de escribir… ¡bueno, aquello fue un auténtico escándalo!

Y ahora dirán muchos que yo soy franquista porque admiro a Franco; dirán: «¡Ah, este es un propagandista de los fachas!». (¿Sabe alguien qué diablos es un «facha»?) Pero insisto, no se puede ser hoy en día franquista, pues es como si se fuese maniqueo, mitraísta, arriano o cualquier anacronismo por el estilo, ¡qué sentido tiene! Pero, eso sí, admiro profundamente a la figura de Franco, a pesar de que yo ni nací cuando él ya murió: no soy, por tanto, un nostálgico del franquismo, porque nací en 1980; luego estoy escribiendo sobre historia no sobre «memoria histórica»; no se trata de volver al franquismo, ¡eso es absurdo! Franco, con todo sus errores, era otra cosa, ¡pero los politicuchos aliciescos del tres al cuarto que gobiernan nuestro país no tienen vergüenza! No puedo decir lo mismo de Mussolini, el cual fue un completo mamarracho, un completo desastre, sobre todo al final (aunque al principio hay que reconocer que lo hizo bien o no muy mal). Simplemente Franco supo hacer las cosas bien o muy bien; pues visto lo visto, y dada las difíciles circunstancias tanto a nivel nacional como internacional, su logros no fueron ninguna tontería. Y de Mussolini, pues qué decir: el Duce, salvo en sus inicios y en buena parte de su dictadura, no supo hacer nada o casi nada bien (salvo llevar a Italia a la ruina, eso sí que supo hacerlo muy bien). A la hora de la verdad el franquismo supo triunfar, y a la hora de la verdad el fascismo… no.

Los progres y fundamentalistas democráticos primarios y también miserables (no sé si también los canónicos) tienen una concepción de la historia de la Segunda República, de la Guerra Civil y del franquismo de cuento de Caperucita, es decir, la concepción más simplista e infantil de una historia, «y por tanto la más afín a un pensamiento Alicia». (Zapatero y el pensamiento Alicia, pág. 86). Érase una vez Caperucita (Caperucita roja) que había sido encomendada por su madre, la ciudadanía española (el Frente Popular), para que le llevase leche y miel a su abuelita España. Entonces la abuelita fue atacada por un lobo feroz llamado Franco. El lobo se comió a la abuelita y estuvo la abuelita en la panza del lobo durante 36 años. Pero al final llegó la democracia (el leñador) y le rajó la panza al lobo y la abuelita en su libertad (gracias al consenso y el común acuerdo de los dialogantes españoles) nos dio una democracia por emergencia metafísica. Puro cuento infantil, pero así es como más o menos ha calado esta historia en las conciencias de la mayoría de los españoles (sobre todo jovencitos y jovencitas). ¡Hay que ver cómo nos han engañado! ¡Qué maestría en el arte de la propaganda, sí señor!

Franco no era republicano y no vio con buenos ojos la llegada de la República, quizá temiendo lo que iba a pasar. Sin embargo, en la práctica, a Francisco Franco hay que reivindicarlo como el último bastión del republicanismo, esto es, de la legalidad republicana, para más inri, pues fue el último en sublevarse, esto es, en derribar violentamente la República. Se sublevaron durante el primer bienio (el mal llamado «bienio progresista», un bienio lleno de disparates de don Manuel Azaña, más bien habría que decir, francamente, que fue un «bienio negro») los anarquistas (con tres absurdas mini-insurrecciones, aunque la última fue contra el gobierno de Lerroux) y Sanjurjo (una insurrección de una mínima parte de la derecha que costó sólo 10 vidas humanas y casi todas rebeldes y que tuvo como motivación impedir el estatuto catalán, el cual fue un intento de insurrección que, como bien dijo Azaña, sirvió más para fortalecer que para dañar a la República); se sublevaron la Esquerra y el PSOE en 1934 (tras no aceptar el resultado de las urnas, ¡acto antidemocrático soberano!); Azaña también intentó dar dos golpes de Estado tras perder el poder. Y lo del 18 de julio fue un «golpe» (frustrado, pues se transformó en guerra civil) planeado por Mola y Sanjurjo, sumándose Franco al ataque cuando llegó la gota que colmo el vaso: el asesinato de Calvo Sotelo, el jefe de la oposición, y no por una «banda incontrolada de pistoleros», sino por unos guardias de asalto ordenados por el ministerio de la Gobernación; señal inequívoca de que la Segunda República estaba podrida hasta la médula. Es decir, Franco fue el último en sublevarse, esto es, en revelarse contra la República, ya que prácticamente no quedaba ninguna personalidad política y militar con suficiente relevancia como para hacerlo. Si Franco hubiese sido fascista no hubiese dudado en dar un golpe de Estado tras la insurrección del PSOE y la Esquerra en el 34, cosa que no sucedió; luego el Caudillo ni fue fascista antes de gobernar ni cuando gobernó.

Pero, ¿hasta qué punto lo del 18 de julio fue una sublevación, es decir, una rebelión (pues fueron llamados «los rebeldes», título que le gustaba mucho a Franco)? No fue exactamente una rebelión, pues ya no había Estado (luego no fue un golpe de Estado, como afirmé antes), pues el gobierno del Frente Popular no era un gobierno, ¡era un desgobierno!, y estaba llevando a cabo un ejercicio de revolución dentro del propio Estado. Si la derecha no se hubiese sublevado hubiese sido machacada. Como dice Stanley Payne, para la derecha hubiese sido más peligroso no alzarse que alzarse. Ya lo dijo muy bien, ¡pero que muy bien!, José María Gil Robles en las cortes: «un gran parte de la población, que por lo menos es la mitad de la nación, no se resigna a morir, yo os lo aseguro». Por eso precisamente vino el 18 de julio, que fue un movimiento «cívico-militar», ya que media nación no se resigna a morir, ¡porque no se resigna a morir, como es natural!

Franco, que ya lo dejó bien dicho en su manifiesto, no se sublevó contra la República, sino contra el gobierno del Frente Popular, que era un gobierno (un desgobierno) que no cumplía la ley, que no cumplía la constitución. Dicho de otro modo: la constitución del 9 de diciembre de 1931 era papel mojado, ¡ya no había República! Dicha República (y ello resulta paradójico, dada la historia que nos han contado) fue liquidada por los propios «republicanos» (después de todo mal llamados así). Fueron ellos los que acabaron con la República, con la democracia (¡con tanto que presumen de «demócratas» y de «republicanos»!), al no aceptar el resultado de las elecciones del 34 y al manipular el resultado (resultados que no han sido publicados) de las elecciones del 36. La izquierda (la llamada así) fue el lobo feroz que se comió a la abuelita; y Franco, eso sí, era otro lobo, pero no porque atacase a la abuelita, sino porque atacaba a otros lobos que la estaban acechando.

En una carta dirigida al «infante» o «pretendiente» don Juan de Borbón fechada el 6 de enero de 1944, Franco analiza la situación de su régimen tras el Alzamiento: «Poniendo por delante que para mí el Poder es un acto de Servicio más, entre los muchos prestados a mi nación y a su fin, el bienestar único, he de sentar varias afirmaciones: a) la Monarquía abandonó en 1931 el Poder a la República; b) nosotros no nos levantamos contra una situación republicana; c) nuestro Movimiento no tuvo significación monárquica, sino española y católica, d) Mola dejó claramente establecido que el Movimiento no era monárquico; e) los combatientes de nuestra Cruzada pasaron de un millón, y los monárquicos constituían entre ellos exigua minoría. Por lo tanto, el régimen no derrocó a la Monarquía ni estaba obligado a su restablecimiento. Entre los títulos que dan origen a una autoridad soberana, sabéis que cuentan la ocupación y conquista, no digamos el que engendra el salvar a una sociedad». El análisis del Caudillo es, punto por punto y palabra por palabra, ¡rigurosamente cierto!

Pero los progres nos dirán que Franco era «fascista» porque durante la guerra tuvo como aliados a las «potencias fascistas». Hay que decir que esa alianza fue muy polémica, fue una alianza muy sui generis (tan sui generis como la que mantuvieron Alemania e Italia). Las potencias del Eje (no había comenzado aún la guerra mundial pero sí existía ya el Eje Berlín-Roma) no dominaban a Franco, más bien Franco las dominaba a ellas, ni punto de comparación con el control casi «totalitario» (podríamos decir) de la Comintern sobre el Frente Popular (un Frente Popular que ni mucho menos defendía la República democrática del 14 de abril del 31, sino que se revestía de democracia para que las potencias capitalistas no interviniesen en el conflicto a favor de Franco, según la tesis de Burnett Bolloten).

La Comintern, pues, divulgó propagandísticamente que la Guerra Civil española suponía un conflicto entre las libertades democráticas («¡Libertad para qué!») y la opresión reaccionaria fascista (o clerical-fascista, «fascismo frailuno»). Según esta interpretación maniquea y simplista, la contienda española era una lucha entre el fascismo y el antifascismo, entre la burguesía fascistizada y el proletariado de la «República de trabajadores de todas las clases». Esa interpretación de la Guerra Civil es tan metafísica, tan falsa y en general tan estúpida como la interpretación que le dio la Iglesia católica como «cruzada» frente a la «barbarie comunista». El fascismo no era entonces una posición que, a nivel estatal (en el sentido de la dialéctica de Estados) estuviese organizado para enfrentarse al temible imperio comunista soviético, ni Franco era fascista (sin perjuicio de su fervor anticomunista). Por consiguiente, interpretar a Negrín como el «abanderado español del proletariado como clase universal» es tan disparatado como interpretar a la figura de Franco como «envidado de Dios para abanderar la cruzada contra el comunismo, la masonería y el judaísmo». Ni Negrín era el mesías del proletariado ni Franco era el mesías del Dios de la Iglesia católica; Franco fue simplemente el «Caudillo de España» pero no «por la Gracia de Dios», y harto tenía con ello. A Franco Dios no le hacía falta para nada (aunque sí le fue muy útil las instituciones cristianas, pues lo importante del cristianismo no es Dios, ni siquiera Cristo, lo importante de cristianismo es la Iglesia).

Durante la guerra, los dos bandos buscaron en el extranjero aliados que le suministrasen armas (causa que hizo que el conflicto se prolongase). El Frente Popular buscó la ayuda no en las potencias democráticas sino en el nuevo imperio mundial, esto es, en la Unión Soviética. El gobierno del Frente Popular consiguió una gran cantidad de armas a cambio de las reservas de oro (el famoso «oro de Moscú»). Franco, en cambio, logró a crédito la solidaridad italo-germana y también consiguió la suministración de petróleo de parte de EEUU. Ahora bien, los progres se ponen de uñas cuando ven que Franco colaboró con las «potencias fascistas» (sintagma oscuro y confuso donde los haya, por todo lo que llevamos dicho), pero sin embargo ven con buenos ojos la solidaridad soviética. Pero las alianzas no son en absoluto reprochables, y son tan importantes como las propias fuerzas. Sin embargo, en honor a la verdad hay que afirmar que por aquellos entonces (hablamos de los tres años que trascurren entre 1936 y 1939) los campos de concentración de aniquilación masiva de judíos y otras etnias no existían y, como hemos dicho, el fascismo italiano fue relativamente poco sangriento (hemos dicho, junto a Stanley Payne, que proporcionalmente fue menos violento en su ascenso al poder que los acontecimientos turbulentos de iniciativa izquierdista de la «primavera trágica» durante el derrumbe de la Segunda República); y sin embargo el Gulag ya lleva casi dos décadas funcionando a toda máquina; el Gulag es 25 años anterior a Auschwitz; es más, los campos de concentración alemanes se inspiraron en los campos de concentración soviéticos. Dicho sea de paso, esa dicha red de campos de concentración no fue diseñada por Stalin, sino por Lenin; lo digo porque muchos pánfilos creen ingenuamente que Lenin era el bueno y Stalin el malo, el que traicionó la revolución; cosa del todo falsa pues el estalinismo no supuso una ruptura con el leninismo, sino más bien supuso la continuación. Así pues, los bolcheviques fueron los maestros de los nazis en el diseño del terror masivo en campos de exterminio. No diré que dichos crímenes fueron «crímenes contra la humanidad», pues esa expresión es absurda, tan absurda como «patrimonio de la humanidad». Esos crímenes fueron contra una parte de la humanidad (judíos, gitanos, eslavos, burgueses, antinazis, anticomunistas, &c.), pero no contra la humanidad (desconozco a esa señora).

Pero la izquierda fundamentalista justificará los crímenes izquierdistas como actos heroicos, como dolores de parto necesarios para el alumbramiento de la sociedad comunista: el fin de la explotación «del hombre por el hombre»; y sin embargo los crímenes derechistas son asesinatos horrendos. Dicho llanamente: si uno de izquierdas mata a uno de derechas es un héroe, pero si uno de derechas mata a uno de izquierdas entonces es un asesino hijo de la gran puta. Si uno dice que es un «fascista» todo el mundo se escandaliza e inmediatamente lo desprecian, pero si dice que es «comunista» es respetado e incluso admirado. Pero, como hemos dicho, el fascismo fue muy inferior, en lo que a víctimas se refiere, al lado del comunismo. Es más, entre fascismo, nazismo, comunismo y capitalismo el fascismo es el menos sangriento de todos, ¡toda una paradoja! Unos matan a millones y otros crían la fama. (Y que conste, para que no se me malinterprete, que, filosóficamente hablando, considero que el comunismo es mucho más interesante que el fascismo).

Voy a poner un ejemplo de esto último: en Franco para antifranquistas, Pío Moa relata que el 16 de marzo del 2005 varias personalidades de la izquierda y de la cultura, es decir, de antifranquistas (retrospectivos en su amplia mayoría), homenajearon al ex líder del PCE Santiago Carrillo en su 90 cumpleaños (entre esas personalidades se encontraba el presidente del gobierno: el masón José Luis Rodríguez Zapatero, y digo que es masón porque él nunca lo ha desmentido). El homenajeado fue el máximo responsable de las matanzas de Paracuellos del Jarama durante la Guerra Civil, pero aun así es respetado porque es de «izquierda» (aquí en España, sobre todo cuando gobierna el PSOE, el mito de la izquierda funciona a toda máquina y el que sea de «izquierda» está moralmente justificado, haga lo que haga). Su regalo de 90 cumpleaños consistía en presenciar cómo se retiraba una estatura de Franco (al cual, por cierto, después de lo que llevamos dicho, habría que construirle y levantarle un monumento), colocándose en su lugar las estatuas del Lenin español (el incualificado Largo Caballero) y el ladrón del yate Vita (el exiliado y líder del primer antifranquismo, Indalecio Prieto, uno de los políticos más sinvergüenzas que ha parido la Nación Española). Allí asistía la farándula socialdemócrata: Ana Belén, Víctor Manuel y El gusto por la pasta es nuestro, aplaudiendo la vida de Carrillo como ejemplo. Estos progres dicen que son de «izquierda» no para definirse políticamente, sino para justificarse moralmente e ir de guay e intelectual por la vida, como si el comunismo no hubiese acabado con la vida de más 100 millones de personas. Pero, como dice Ricardo de la Cierva, Carrillo miente. Este Carrillo, por cierto, prefirió a Stalin que a su padre, Wenceslao Carrillo. Allá él y su conciencia…

Pues bien, volviendo a lo que comentábamos, una vez que Moscú se hizo con el oro tuvo al Frente Popular a sus órdenes, es decir, tomó la sartén por el mango y puso toda la carne en el asador, cosa que ni por asomo ocurrió en el otro bando. Franco siempre mantuvo su independencia, nunca le ordenaron lo que tenía que hacer; e incluso dejó desde el primer momento bien claro (durante la crisis de Múnich en el año 38) que en caso de guerra mundial España sería neutral: cosa que puso los gritos mussolinianos en el cielo. Hitler también se sintió molesto, y dijo con desdén: «Sé que es una cerdada, ¡pero qué otra cosa iban a hacer los pobres diablos!». Las intenciones de neutralidad de Franco eran contrarias a las temibles intenciones frentepopulistas: empalmar la guerra civil con la mundial, ¡con las consecuencias desastrosas que eso hubiese acarreado! Aunque durante la contienda mundial, como hemos dicho, España no fue neutral, sino no beligerante y favorable al Eje, por lo menos hasta que éste se veía como vencedor de la guerra; pues si España no colaboraba no participaría en la paz nazi-fascista (más bien la paz nazi) ni en la reconstrucción de Europa.

El PSOE (es decir, «los malos»), en cambio, hacía todo lo que ordenaba Stalin; Largo Caballero y sobre todo Negrín fueron los tontos útiles de Stalin (o mejor dicho los tontos inútiles). El Partido Comunista Español estaba totalmente infiltrado en las instituciones del gobierno del Frente Popular, cosa que les interesaba para ocultar sus intenciones revolucionarias y evitar, como hemos dicho, la intervención de las potencias capitalistas en apoyo al bando nacional. Esto es lo que Burnett Bolloten llamó «gran camuflaje». Hay que tener en cuenta de que el PCE era el último bastión del comunismo en Europa occidental.

Otra cosa que se discute son los gastos de pago de cada bando: «el Frente Popular gastó, con los soviéticos y en otras muchas cosas dispersas, mucho más dinero que los nacionales, pues no sólo agotó las reservas de oro y plata sino que, como señala el historiador anarquista Francisco Olaya [nadie pone peor a los comunistas que los anarquistas], hubo muchos más pagos, procedentes del expolio de bienes particulares y de la nación, otro en especie (textiles), &c. Probablemente el arriesgadísimo traslado de los mayores tesoros nacionales, en particular los cuadros del museo del Prado, tuvo por objeto servir de garantía para los últimos envíos de armas concedidos por Stalin hacia el final de la contienda, cuando ya se había consumido el oro». En cambio, «Franco recibió más ayuda de Italia que de Alemania, pero la primera no sólo la pagó en largos plazos, sino a precio de saldo, en las liras muy devaluadas de la posguerra mundial. De Hitler no pudo arrancar condiciones tan benévolas, pero pudo pagar la deuda poco a poco, la última parte después de 1945, a los Aliados vencedores del III Reich [para más _inri_]». «En resumen, Franco obtuvo ayuda en condiciones mucho mejores que sus contrarios, gastó mucho menos en ella, pese a lo cual posiblemente consiguió más armas; nunca perdió su independencia con respecto a Roma y Berlín, al revés que sus enemigos con respecto a Moscú; y no sufrió un partido dependiente del exterior [como el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores o el Partido Nacional Fascista] como el PCE en el lado opuesto». (Pío Moa, Franco para antifranquistas, Áltera, Barcelona, 2009, pág. 104).

Otra cosa abominable dentro del Frente Popular eran los nacionalistas fraccionarios vascos y catalanes, que consiguieron algo que era absolutamente imposible: hacer que Negrín parezca bueno, como pone de manifiesto Azaña, palabras que no tienen desperdicio: «Está muy irritado por los incidentes a que ha dado lugar el paso de Aguirre por Barcelona. Aguirre –dice [Negrín]– no puede resistir que se hable de España. En Barcelona afectan no pronunciar siquiera su nombre. Yo no he sido nunca –agrega– lo que llaman españolista, ni patriotero. Pero ante estas cosas me indigno. Y si estas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos entenderíamos nosotros o nuestros hijos o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables. _Acabarían por dar la razón a Franco. Y mientras, venga a pedir dinero y más dinero_…». (Azaña, Obras completas, IV, pág. 701, cursivas mías).

Hay que decir también que ya una vez finalizada las guerras (Civil y Mundial) y, por tanto, en tiempo de paz, lo peor del franquismo fue el antifranquismo, que por supuesto no era democrático, sino comunista o secesionista. Pero la oposición armada al franquismo fue prácticamente escasa (o debió de ser numerosa, pero en el fuero interno), sin el menor apoyo de la población (Maquis, GRAPO, ETA, &c.). El antifranquismo, ¡parece mentira!, es algo que prácticamente no existió cuando vivía Franco; cuando existe el antifranquismo es ahora (¡después de 34 años de su muerte!). Ahora casi todo el mundo (casi toda España) ideológicamente es antifranquista, por motivos psicológicos o por motivos políticos interesados (juego sucio al más puro estilo socialdemócrata, como hacen con los titiriteros que apoyan al juez Baltasar Garzón con su complejo de Jesucristo). Estamos ante una tremenda oleada de «antifranquismo retrospectivo», el antifranquismo después de Franco (¡claro, así cualquiera!). Esta oleada de antifranquismo trasnochado se debe a la campaña fundamentalista de la Internacional Socialista y su gran aliada: la Francmasonería, en concreto en Gran Oriente español. Muchos que son del PSOE, como el caudillo del Imperio Prisaico Luis de Polanco (que perteneció al frente de juventudes y fue uno de los hombres más millonarios durante el franquismo), fueron antifranquista una vez muerto Franco. También el ex director de El País, Juan Luis Cebrián, se pasó al antifranquismo tras la muerte del Caudillo (dicho cambio jamás ha sido explicado públicamente, por eso Pío Moa, y con razón, pide que estos señores publiquen un libro que se titule Por qué deje de ser franquista). Ahora, cuando es completamente inútil, son antifranquistas; ¡qué pandilla de mamarrachos! Pero, como digo, detrás de ese «antifranquismo» no hay sólo mamarrachería, sino también intereses claramente electorales y fines descaradamente lucrativos (ya lo dije: a los del PSOE les conmueve la pasta, por no hablar de los titiriteros de la ceja, los que Gustavo Bueno llamó «farándula socialdemócrata»).

La democracia actual no tiene prácticamente nada que ver con la Segunda República (¡la nefasta Segunda República!); la democracia actual es producto del franquismo. La palabra transición es un eufemismo entre ruptura y continuidad. Y evidentemente ha habido más continuidad que ruptura. La democracia actual no es producto del fundamentalismo democrático, que por emergencia metafísica ha sacado de su seno el régimen democrático (que en el fondo es el régimen del mercado pletórico de bienes y servicios: el régimen capitalista, lo que ideológicamente se conoce como «democracia liberal»). La democracia actual se debe a los 36 años de dictadura generadora del franquismo, que supusieron 36 años de acumulación de capital para que en España subiese el nivel de vida y se pudiesen desarrollar las condiciones materiales, necesarias y realmente existentes que hiciesen posible la eutaxia de un régimen democrático. Ya en los años sesenta había más de cuatro millones de niños escolarizados junto a cien mil maestros, casi todo el mundo tenía su piso a plazos, su seguridad social, su Seat seiscientos y su billete de lotería calvinista en el bolsillo. Los años que trascurren de 1954 a 1975 son los años que más prosperidad económica e industrial ha tenido España en toda su historia. Y de este modo se pudieron erradicar de España las dos grandes lacras de la nación: el hambre y el analfabetismo. ¡Vamos, desde luego que España durante el franquismo no era el paraíso pero tampoco el infierno, precisamente! Este tipo de régimen poco tiene que ver con el fascismo.

Actualmente en España, dada la hegemonía del realmente existente bipartidismo agresivo y fundamentalista entre PSOE-PP (unas veces PSOE otras veces PP, ese es el camino, y así no sabemos hasta cuándo), se ha vuelto a popularizar el mito de la izquierda y de la derecha (incluso en muchas ocasiones por derecha se entiende ingenuamente «fascismo»). La falsa conciencia de un buen porcentaje de españoles está anclada en el maniqueísmo metafísico dualista del bien y del mal: la izquierda son los buenos, la derecha son los malos. La gran mayoría de los españoles están, pues, imbuidos totalmente por aquella frase de Antonio Machado que rezaba: «una de las dos España ha de helarte el corazón». Este infantilismo ha cuajado sorprendentemente en millones de sujetos operatorios antrópicos que habitan como ciudadanos en la Nación Política Canónica Española, todavía realmente existente, pese a quien le pese. ¡Cómo se ha podido tergiversar la historia de esa manera!

En El mito de la derecha, Gustavo Bueno ha sostenido la tesis de que el mito de la izquierda y de la derecha (inventado por las izquierdas) sólo está incubado en los países católicos (Francia, Italia y España, fundamentalmente). Durante 1000 años la hegemonía del agustinismo político, esto es, el providencialismo de la Historia agustiniano, trataba de trasportar a la humanidad de la ciudad terrena (el Estado) hacia la ciudad celeste; es lo que Bueno llama el «anarquismo de San Agustín». San Agustín antes de iniciarse y bautizarse en el cristianismo fue maniqueo. Los maniqueos hablaban de dos dioses: uno bueno y otro malo, he aquí el gran combate que se desencadenará a favor del bien contra el mal aplastado. Dicho esquema mitológico ya se venía dando desde el mazdeísmo, con los dioses Ormund y Oriman. Pues bien, San Agustín tomó las tesis mitológicas maniqueas para reconstruirlas en un montaje cristiano y llevar a cabo su teología de la historia: La ciudad de Dios. Según Agustín, existen dos ciudades: la Ciudad de Dios (Jerusalén, pero en última instancia la Iglesia de Roma) y la Ciudad del Diablo, la ciudad terrena (Babilonia, que ya fue condenada por el Apocalipsis como «la gran ramera, la madre de todas las abominaciones de la tierra»). (Habría que decir aquí: «una de las dos Ciudades ha de helarte el corazón»). Al final de los tiempos, tras la segunda venida de Cristo, la Ciudad de Dios se hará efectivamente universal, pues después de la «alienación» viene la salvación y todo se reintegrará en el seno de Dios Padre. Los condenados, eso sí, irán para siempre a la Ciudad del Diablo, al infierno de azufre y fuego y por toda la eternidad, entonces «será el llorar y el crujir de dientes». Pues bien, este mito se secularizó en innumerables doctrinas (las llamadas por Gilson «metamorfosis de _La ciudad de Dios_»). El mito de la izquierda y de la derecha es una de esas metamorfosis de La ciudad de Dios.

Baltasar Garzón, el último bastión del antifranquismo retrospectivo: el Complejo de Jesucristo y el Pensamiento Alicia. En torno a la particular «primavera trágica» del «defensor de la utopía»

Antes de concluir este artículo me gustaría reiterar mi más sincero aprecio y reconocimiento por la vida y obra del Caudillo. Yo no soy de derechas, pero mi máxima admiración por ese gran militar, ese gran político y esa gran persona que fue Don Francisco Franco Bahamonde; el cual, pese a quien le pese, es como el grandioso Cid Campeador, pues vence sus batallas hasta después de muerto. Lo digo por la investigación frustrada que desde el año 2008 hasta estos días de «primavera trágica» ha estado llevando el juez (o ex-juez, o semi-juez, o anti-juez) Baltasar Garzón con su patético «complejo de Jesucristo»; complejo de Jesucristo que, por cierto, se ha incorporado al Pensamiento Alicia.

Garzón es un perfecto desconocedor de la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo. La ignorancia del llamado «juez estrella» (ahora juez estrellado en la suspensión cautelar) es supina. Al parecer, Garzón no sabía que Franco, Mola y Queipo de Llano están muertos, pues pidió el parte de defunción de cada uno, por increíble y ridículo que esto parezca (a pesar de que el entierro de Franco fue el entierro más multitudinario de la historia de este país). Este señor intentó procesar a Franco, pero a los muertos no los juzga ni Dios. Garzón ha sido suspendido no por investigar los crímenes del franquismo, sino por investigar los crímenes del franquismo prevaricando. Los delitos de la Guerra Civil prescribieron penalmente en 1969, y quedaron resueltos definitivamente en la ley de amnistía del 15 de octubre de 1977; una ley, por cierto, que reclamó la «izquierda» en las calles con aquello de: «¡Libertad, Amnistía, Estatuto de Autonomía!».

El pasado 17 de mayo del 2010, el juez suspendido es premiado. Garzón es de esos pocos frescos que cuando son despedidos (o suspendidos) siguen ganando pasta. A este tío le gusta mucho, ¡muchísimo!, el dinero; el dinero le encanta, yo diría que hasta le conmueve (no olvidemos que es del PSOE, por eso no hay que reprochárselo, esa gente siente una sensibilidad muy especial por el dinero, es algo natural cuando se es progre). Pues bien, el premio que recogió Garzón es uno de los galardones más importantes de la defensa de los derechos humanos, el Premio Libertad y Democracia René Cassin, nombre del principal redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y Nóbel de la Paz en 1968. Evidentemente este premio es un premio de la masonería. Este René Cassin es ni más ni menos que un masón (o era, porque ahora está más muerto que Wojtyla). He aquí un documento poco sospechoso que lo confirma: «La Declaración de Derechos Humanos, en su articulo primero, conlleva una visión mas (sic) trascendente y menos localista que la de la Declaración de la Independencia de los EEUU, sin duda gracias a la influencia francesa, al considerar sujeto de derecho al ser humano en general. Fue un Hermano francés “ René Cassin” (sic), el encargado de impulsarla y elaborarla con la colaboración inestimable de una mujer (sic) Eleanor». (Pongo el enlace para que se vea que el presente documento no me lo invento: http://masonerialiberal.com)

Garzón ha incorporado a su complejo de Jesucristo el Pensamiento Alicia, al menos esa es mi primera impresión al oírle decir la siguiente sarta de majaderías, majaderías con las que recogió y agradeció su premio: «Para mí es un honor recoger este premio y hacerlo en estas circunstancias especiales y difíciles». Se refiere a su particular «primavera trágica». «Creo que esas circunstancias me reivindican en mis principios y firmeza en la justicia contra la impunidad y a favor de las víctimas, casi siempre olvidadas. Me constituyo en defensor de la utopía» ¡Y es que la cosa tiene bemoles! «Soy juez y por tanto un hombre del derecho y para el derecho, y como diría Cicerón esclavo de la ley. Pero de una Ley no sólo local sino universal». Garzón transforma lo local en universal, como hacían los masones extrapolando la Declaración de Independencia de EEUU a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como hemos visto. ¡Anda que si nos sale masón este Garzón! «Cuando hablamos de impunidad casi siempre se hace referencia a la que generan las normas legales que la proclaman o la imponen después de que finalizó el tiempo en que se cometieron las atrocidades que quieren perdonarse o olvidarse». Garzón quiere presentarse, según lo que dice, como un juez inmisericorde con los asesinos, como inmisericorde es Dios con los pecadores y los impíos. Y sigue con su cháchara metafísica recalcitrante a más no poder: «La justicia internacional y la universal tienen que tomar la voz y la palabra y emprender la acción contra la impunidad. Si existe un juez independiente aún en el lugar más alejado del planeta aún no se ha perdido la esperanza [la fe y la caridad]. La inactividad o indeferencia frente a los crímenes propios o ajenos supone la derrota de la justicia. No se puede construir la democracia sobre millones de cadáveres mudos» Habría que decirle al juez antifranquista y antigenocida retrospectivo que precisamente la democracia se construyó así, pues la democracia realmente existente, la democracia occidental, es fruto de la super ultra mega hiper sangrienta Segunda Guerra Mundial. Si Garzón es coherente, aunque mejor que no lo sea, ¿se atreverá a juzgar entonces, no sólo ya a los nazis o a los fascistas, sino también a las potencias «democráticas» que bombardearon Dresde asesinando cruelmente a 350.000 personas, que tiraron dos bombas atómicas sobre Japón acabando con otras tantas, y que impusieron campos de concentración en Francia y EEUU para después en la paz de los vencedores sobre los vencidos impusiesen su Declaración Universal de los Derechos Humanos burgueses? (Los cuales, por cierto, no son realmente universales, porque ni China ni la URSS la firmaron; y creo, y además estoy convencido, que eso no es reprochable, porque dicha Declaración es materialmente imposible. Son normas éticas que se extrapolan a la política, pero los masones no saben que lo que éticamente puede ser reprochable políticamente puede ser correcto). ¿Juzgará Garzón también a Stalin por dar carta blanca a las tropas soviéticas cuando tomaron Berlín con el balance de 2 millones de violaciones y la exportación de 10 millones de soldados alemanes a campos de trabajo en Siberia?

La Guerra Civil, sin perjuicio de su horror, fue una guerrita y su represión una represioncita si la comparamos con la Guerra Mundial (tanto con la Primera como con la Segunda). Se calcula que en el conflicto segundo mundial murieron unas 60 millones de personas, y en la represión, cosa que no se suele decir, unas 20 millones de personas (e innumerable es la cantidad de heridos y mutilados). En la Guerra civil las víctimas en conflicto fueron unas 150.000 y en represión otras tantas, y las víctimas se reparten más o menos entre los dos bandos; aunque en proporción los crímenes por represión del Frente Popular fueron algo más numerosos.

Pero sigamos con la retahíla de disparates de Garzón: «Precisamos una nueva conciencia universal». Garzón como representante de la «conciencia universal» en la Tierra: eso es algo para echarse a temblar. «Ya somos muchos y creceremos más y nos haremos una fuerza de choque». Sí, en eso hay que darle la razón al juez estrella, el número de progres aliciescos se está incrementando preocupantemente. Los simpatizantes del juez estrellado en pleno estado de alucine afirmaban: «No se puede entender que suspendan a un juez que abre las fosas comunes»; y otro deliraba: «estamos aquí para homenajear a un juez que ha cambiado el mundo, que ha hecho que las víctimas en el mundo entero encuentren justicia y pedimos que haya justicia para él en su propio país». He aquí la voz de la fe en Garzón y en su complejo justiciero y salvador.

Después de oír esto y después de leer Zapatero y el Pensamiento Alicia, el Fundamentalismo democrático, en especial el capítulo dedicado a diagnosticar el complejo de Garzón, que Bueno desde el bisturí crítico identifica con Jesucristo, sería interesante constatar, al menos como hipótesis, las analogías entre el complejo de Jesucristo y el Pensamiento Alicia. Y claro, de algún modo u otro el Pensamiento Alicia es una de las metamorfosis de la Ciudad de Dios, la secularización del cristianismo, la solidaridad de todos los hombres en la Alianza de la Civilización, donde la justicia reinará hasta los confines de la tierra y más allá (en la comunidad de los espíritus desencarnados, a modo del espiritismo krausista).

Garzón es un Jesucristo Alicia, y ha sido y está siendo el instrumento de la que hace ya 10 años llamó Ricardo de la Cierva «venganza masónica contra Franco»: «Hoy la Masonería, identificada genéricamente también con la Internacional Socialista, interviene de forma decidida en la abominación de Franco a que me estoy refiriendo en el presente estudio». (Se refiere a su magistral libro El 18 de julio no fue un golpe militar fascista, pág. 83). Cuenta la leyenda que Franco odiaba desde joven a la Masonería porque ésta impidió su ingreso. «Eso es una patraña gratuita, de la que no se ha ofrecido ni una sola prueba, pero que se repite insistentemente; si el oficial joven más famoso de África hubiera pedido ingresar en la orden masónica, hubiera sido recibido con alegría y solemnidad, recordemos que un agente masónico importante para el reclutamiento de “hermanos” en el Ejército de África era don Alejandro Lerroux, que mostró siempre mucha inclinación a Franco, hasta el punto que uno de sus gobiernos fue quien le ascendió a general de división, el máximo grado posible en la República». (El 18 de julio, pág. 482). Esta guerra de venganza, por cierto, ya muy retrospectiva, de momento, para más inri, la va ganando Franco (el «Caudillo Invicto»); el cual, como el glorioso Cid Campeador, y me repito, gana sus batallas hasta muerto; ya le ganó tres batallas al PCE cuando con 7 años de muerto –en 1977, en 1979 y 1982– contempló el honrado pueblo español el estrepitoso fracaso de la verdadera oposición al franquismo cuando este era vigente en el juego de la democracia (en las urnas); ese partido se integró en 1986 en la coalición Izquierda Unida (o «Izquierda hundida», como la llamó con sarcasmo, y con acierto, Alfonso Guerra), expulsando al Stalinista y máximo responsable de seguridad (más bien de inseguridad) de los crímenes de Paracuellos, Santiago Carrillo, el cual no quería ni a su padre. Pero desde 1982, coincidiendo con el ascenso del PSOE al poder, la Masonería, que fue legalizada cinco años antes por Su Majestad el Rey don Juan Carlos de Borbón y Borbón y más Borbón, ha ido montando una campaña contra la figura histórica de don Francisco Franco que de momento ha desembocado en la aventura bochornosa de Garzón. Es a partir de 1996, cuando el PP ganó las elecciones, cuando la campaña se ha enfurecido de una manera bochornosa, en plan el que no está conmigo está contra mí, una campaña de sectarismo puro y duro. Ahora resulta que hay más antifranquistas en España que con Franco, y que si con Franco eran lo peor, pues con la democracia también. Garzón está imbuido de antifranquismo retrospectivo y morboso hasta el corvejón.

Al complejo del adinerado Garzón se suma la idiocia de los titiriteros, encabezados por la también adinerada Pilar Bardem (¡a mí los progres forrados de pasta me repatean, porque se creen que son guays y pueden justificarse moralmente por ser de «izquierda», como si eso les diese una especial legitimidad!). El «director de cine» Pedro Almodóvar dijo que otra victoria de Franco sería difícil de aceptar (Por cierto, Almodóvar hace el anuncio publicitario del Ministerio de Igualdad, el ministerio feminista de la feticida Bibiana Aído o Bibiano Aída. Y es que Bibiana es toda una chica Almodóvar). También se ha incorporado al gobierno, en el Ministerio de Cultura de infiltrada la titiritera Ángeles González Sinde (González Sindescargas). Estos titiriteros o titiricejas, entre ellos el «antifascista» y lacayo del PSOE Gran Wyoming, empezaron sus carreras en el programa La Bola de Cristal y en esa vergüenza que da grima que llamaban movida madrileña, creo que allá por 1982, fecha en que el PSOE sube al poder, y no es casualidad. Con la crisis económica que existe hay suficientes motivos para liquidar el Ministerio de Igualdad y el Ministerio de Cultura (por no hablar del Ministerio de Justicia y la Audiencia Nacional), entre otros ministerios aliciescos, que nos cuesta a los españoles una pasta.

Claro que para Garzón no existe crisis económica que valga, porque con esto del antifranquismo retrospectivo, encima de quedar progre y guay ante la indocumentada progresía, se gana mucha pasta. Curiosamente, justo cuando es suspendido, a los funcionarios les han bajado el sueldo. Y es que Garzón para qué va a estar en la Audiencia Nacional perdiendo el tiempo, con la de pasta que gana el Gachón. Por lo visto les cobró al sindicato socialista, UGT, sindicato muy culpable de la Guerra Civil, unos 12.000 euros por dar ¡una charla de una hora!

Pues bien, si ser fascista es ir en contra de Garzón y los titiriteros entonces, citando a Calvo Sotelo, «yo soy fascista». El pasado 24 de abril del 2010 cuando llegaba a Sevilla desde mi pueblo me encontré por sorpresa a los progarzonistas y antifranquistas retrospectivos recalcitrantes manifestándose a favor de Garzón en el Palacio de Justicia (gente sobre todo del PSOE e IU, a cantos de «¡España, mañana, será republicana!» y con el ornamento de la, a mi gusto, horrenda bandera republicana presidiendo la ceremonia, ¡con lo bonita que es la bandera de España con el Águila de San Juan!). El diario El Mundo, diario más posicionado a lo que llaman «la derecha», dijo generosamente que asistieron unas 500 personas. Falso, no eran quinientas, eran 300, que las conté. Cierto y verdad que era feria, pero 300 personas significa que a la opinión pública Garzón le importa un carajo, y prefieren cantar y beber en la feria antes que el «defensor de la utopía» resucite a sus muertos. Un cosa: debo de tirarle un pequeño tirón de orejas a Pedro J no sólo por esto sino por los dos tomos de la Historia de España sobre la república y la guerra que publicó la Biblioteca El Mundo con Austral, los cuales están basados en la versión progre-sectaria-negro-legendaria de la Segunda República y la Guerra Civil.

«Concluimos: el complejo de Jesucristo que atribuimos al juez Garzón al anunciar su causa general habría sido desencadenado precisamente por la vigencia de esa Ley de Memoria Histórica. Sin duda, el responsable del complejo es el superego del propio juez. Pero su afán de notoriedad (que puede ser causa necesaria, pero nunca suficiente) hubiera caído en el vacío si no hubiera contado con un terreno abonado por su misma corrupción ideológica, un terreno abonado por su misma corrupción ideológica, un terreno en el que pudiera germinar». (Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático, Temas de hoy, 2010, pág. 249).

Dicho todo esto, haremos nuestras las palabras de Francisco Franco cuando dijo en su manifiesto del 18 de julio: «Españoles: ¡¡¡Viva España!!! ¡¡¡Viva el honrado pueblo español!!!».

El Catoblepas
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