El espíritu de la época (original) (raw)
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encierra una cuestión muy complicada. Son muchos los factores que inciden para configurar un concepto de uso tan común como vago. Para empezar, no es fácil saber con precisión qué es espíritu y qué es tiempo. Cuanto menos lo será en qué puede consistir el espíritu del tiempo o de la época. Tendríamos muchos menos problemas si se tratara del espíritu de una persona. Al tener el sujeto claro, se podría desplegar una teoría del alma, por ejemplo. Incluso el espíritu de una institución es de relativamente fácil comprensión, dado que se puede percibir y describir cuál es el cuerpo institucional. Si conocemos el cuerpo, podemos ver-a través de él-el alma. Pero aquí se trata del espíritu de algo que pasa, como es el tiempo. Y, además, es claro que el tiempo aquí contemplado es el de toda una sociedad, y no sólo el relativo a una persona o a una institución. Se trata, pues, de un cierto espíritu colectivo. Pero, ¿se puede hablar de un espíritu colectivo? De otro lado, ¿qué noción de tiempo está implícita aquí? Sin duda, la de una cierta espacialización del tiempo. Espacio es lo que excluye el tiempo y tiempo es lo que excluye espacio. Eso en principio. Pero, precisamente por eso, el espacio es aquello en que podemos contemplar varios puntos al mismo tiempo (anulación del pasar, propio del tiempo), mientras que el tiempo es la relación de varios puntos que no se pueden yuxtaponer (anulación del espacio). En la medida en que la actividad del espíritu se considera siempre como integradora, tiene más que ver con el espacio que con el tiempo. Por eso el
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na imagen insiste: un muchacho, un hombre-el hijo del poeta-, de unos treinta años, sube al colectivo que va de Santa Fe a Rincón, con su hijo pequeño-el nieto del poeta-, de unos tres o cuatro años, una noche de invierno. Es una imagen que no vi con mis propios ojos, que me llega de manera indirecta, en el relato de alguien que sí estaba en ese momento en el colectivo, no hace mucho tiempo, cosa de meses, de un año como mucho. Llega hasta mí, entonces, por el relato de este testigo, y me llega además por teléfono, es decir atravesando varios miles de imprevisibles kilómetros, montando desde Santa Fe a un satélite que flota en el espacio y descendiendo luego hasta el auricular del aparato que llevo hasta mi oído, en Bretaña, sin mayores perturbaciones salvo un pequeño eco de algunas décimas o centésimas de segundo que la vibración de algún átomo ha provocado en algún lugar de semejante tránsito, quién sabe dónde. Pequeña vibración, apenas perceptible, pero suficiente para instalar, ahí, la irreparable distancia. Y la imagen llega, además, mezclada con tantas otras cosas: no es que la persona que me llamó lo hizo para contarme precisamente esto; lo dice como al pasar, entre otros temas, otras preocupaciones, otras imágenes... Y a pesar de todas estas interferencias y mediaciones, la imagen me llega con una fuerza sorprendente y permanece en mí, inconmovible, todos estos meses, hasta ahora que me dispongo a evocarla. Su materia ha cobrado relieve en el vacío que la circunda-poco puedo hacer con ella, literariamente hablando, porque apenas me pertenece-y con el silencio-no la compartí con nadie, todavía-; si acaso hay una dificultad es la de escribirla, una dificultad comparable, quizás, a subir con un niño de tres o cuatro años en brazos o de la mano a un colectivo como el que va de Santa Fe a Rincón, buscando en infinitos bolsillos las monedas que hay que poner en la boca de la máquina infernal de boletos. Subir y pararse frente a esa máquina, cuando el colectivo ha vuelto a ponerse en marcha, con el niño en brazos, en medio tan inestable, buscando esa moneda, he ahí esta imagen a un mismo tiempo distante y accesible,