José María Salaverría, A un compatriota benemérito, 1926 (original) (raw)

A un compatriota benemérito

Nada más estimable puede pedirse que un cambio de ideas con hombres como usted, mi querido doctor D. Avelino Gutiérrez. La avenencia no tarda mucho en manifestarse. Así, de la carta-artículo que usted me dirige y que publicó El Sol en días pasados, apenas queda nada que nos separe. Usted reconoce la importancia que asumen las palabras, según hube yo de sostener, y que no es cosa de poco más o menos el que se hable de español, hispanoamericano e hispanismo, en lugar de latinoamericano, iberismo, lusitanidad, castellanidad y otras monsergas semejantes, las cuales, en el fondo, ocultan algo más serio de lo que muchas personas, no sé si poderles llamar frívolas, aquí en Madrid suponen.

Al aceptar usted la importancia de las palabras, casi me exige en compensación, que admita yo la necesidad de ir a los hechos. No es preciso el estímulo, porque soy un viejo convencido de la trascendencia de los hechos. Por naturaleza (el verbo hacer es el más caro a la gente vascongada) creo que la acción, cuando se une a la inteligencia, obra siempre milagros.

Ahora quiero separar de su hermoso artículo algunos párrafos que considero de gran interés, no por su novedad, sino por venir de quien y de donde vienen. Son aquéllos en los que me dice usted:

«Yo no soy internacionalista más que en los principios universales de libertad, justicia, fraternidad y humanidad; fuera de eso, soy nacionalista y racialista, entendiendo por raza la que viene de nuestros ascendientes directos, la que tiene más sangre hispana.

»Soy nacionalista y racialista por sentimiento, que es como decir por religión; porque me nace de adentro: porque, siendo orgánico en mí, no lo puedo remediar, como no se puede dejar de tener hambre, sed y amor.

»El nacionalismo y el racialismo es hijo legítimo del egoísmo, y así quiere uno a la nación y a su raza porque es cosa de uno, como se quiere a las cosas propias.

»El internacionalismo será racional y sobrehumano: tendrá su origen en la parte más elevada del ser; pero, por lo mismo, es menos fuerte que el nacionalismo, que saca su origen de lo orgánico animal del individuo, y que, por ello, es sentimental y emocional.

»Además, yo entiendo que se puede cumplir con los principios universales de libertad, justicia, fraternidad y humanidad, dentro del nacionalismo, pues no hay oposición entre unos y otro...»

Esta confesión de usted, mi ilustre doctor D. Avelino Gutiérrez, habrá debido de producir fuertes sorpresas en bastantes amigos de los que tiene usted por aquí. Digo sorpresa, porque no están habituados a semejante lenguaje. Se figuran que esas palabras sólo caen bien en boca de los pobres hombres de escasa cultura, o en labios de gente «reaccionaria». A caballo sobre sus libros, creen sinceramente algunos de esos amigos que tiene usted por aquí que se hallan en posesión de la última moda. Y la última moda, para ellos, es la ideología y la sentimentalidad de hace veinte o treinta años. Por lo mismo, resulta tan beneficiosa la especie de confesión de fe patriótica que ha dado usted en su artículo epistolar.

Explica usted su nacionalismo como un efecto orgánico o fatal, y yo creo que en nuestra España, tan desvalida en ese punto, convendría proponerlo como una imperiosa necesidad. Supongamos que un hombre tiene que cruzar un camino solitario en una noche obscura, llevando cantidad de dinero en sus bolsillos. Cuando surjan los facinerosos, será inútil que ese hombre se ponga a gritar: «¡Yo soy un ser pacífico! ¡Yo no hago daño a nadie! ¡Yo deseo vivir en santo amor con todo el mundo!» Será inútil, porque los facinerosos le arrebatarán el dinero y la capa, y encima le arrimarán unos cuantos golpes.

No quiere esto decir que las naciones sean facinerosas. Pero es evidente que toda Europa está hoy encendida en llamas nacionalistas, y que los patriotismos de por ahí adquieren la categoría de la furia. El error de muchos amigos de usted consiste en creer que eso del nacionalismo es cosa de militares, burgueses y señoritos ociosos; es una opinión que data de cuando Jaurés era un grande hombre vivo. Pero la realidad nos dice que la furia nacionalista italiana está hecha precisamente con elementos literarios y eruditos, o sea con evocaciones del pasado glorioso, expresadas en versos d'annunzianos, discursos floridos y lucubraciones librescas. Es un nacionalismo provocado principalmente por una actividad intelectual. También sabemos que en Francia todos los intelectuales son nacionalistas, excepto los que se deciden a militar de hecho en el comunismo. La intransigencia nacionalista lleva a los franceses al extremo de impedir la entrada a los libros de procedencia dudosa, de modo que si un editor de París traduce a un filósofo, sabio o literato alemán, se apresura a advertir en prospectos, anuncios y artículos de propaganda que el autor alemán en cuestión fue uno de los que se negaron a firmar el célebre «manifiesto de los intelectuales» durante la guerra, o que ha escrito páginas acres contra Alemania.

Rodeada de nacionalismos, irritados, intemperantes y prontos a la agresión, usted me dirá la especie de papel (o papelón, como en el Plata dicen) que está haciendo España. Sin contar los pequeños nacionalismos que roen las propias entrañas del país. Los llamo pequeños por su extensión, porque en intensidad superan al propio fascismo. Tenemos, pues, a España asediada desde fuera por los grandes nacionalismos, y roída por dentro por los pequeños nacionalismos de índole feroz, turbia y anarquizante. Y, entre tanto, una gente distraída, retrasada como en Babia en el centro de una grande y alta llanura, que tiene todas las condiciones para eso, para el cómodo oficio de no enterarse.

Hay en España muchos intelectuales que se quejan de esto y de aquello. De que las cosas siguen un camino diferente al que ellos proponen. De que el gobierno y manejo de las cosas públicas vaya a manos del primero que pasa. ¿Cómo no han de arrebatarles el gobierno y manejo de las cosas, si empiezan por situarse en una postura de desdén hacia su propio país, al mismo tiempo que quedan alejados de las corrientes espirituales y emocionales que transitan contemporáneamente por Europa? Por dejación voluntaria de los más cultos, sucede que en España las obligaciones del nacionalismo quedan abandonadas a las gentes que no pueden ofrecer más que una buena intención. Lo contrario de otros países (Francia, Italia, Alemania, Turquía), en donde el patriotismo es un menester de la inteligencia.

Voy a apartar otras jugosas palabras de su artículo.

«Lo que yo deseo –exclama usted– es que no perdamos terreno, y que, para defender nuestras posiciones, y sobre todo avanzar, nos armemos de todas armas, porque la lucha está entablada, y ha de ser recia, y si nos descuidamos tendremos que abandonar el campo.»

Eso está bien dicho. Como dicho por un montañés leal que ha vivido y se ha formado en pleno estadio de competencias internacionales, y que ha contemplado a su país desde lejos, en perspectiva, en una amplia y sostenida visión de amor. Pero eso que está bien dicho, en boca de usted adquiere una extraordinaria mejoría. Dicho por usted cobra una eficacia incalculable, puesto que llega a oídos no acostumbrados a lenguaje semejante. Insista en hablar así, y habrá usted añadido un nuevo motivo de respeto y de admiración a los muchos que ya antes hacen de su vida una verdadera vida ejemplar.

José María Salaverría

Avelino Gutiérrez, «Panamericanismo, latinoamericanismo e hispanoamericanismo» (El Sol, 5 diciembre 1925)
José María Salaverría, «De las palabras y las divisas» (ABC, 20 diciembre 1925)
Avelino Gutiérrez, «Carta abierta a D. José María Salaverría» (El Sol, 20 abril 1926)