Víctor Pradera, La obra de España en América, 1925 (original) (raw)
La obra de España en América
Hace unos días experimenté una agradabilísima sorpresa. Un distinguido publicista francés; M. Roberto Ricard, del Instituto Francés, de Madrid, pronunció en el Ateneo de San Sebastián una conferencia sobre Hernán Cortés, reveladora no sólo de sus conocimientos históricos, sino –lo que es más importante– de su buen sentido crítico y de su espíritu de justicia. En la hora cumplida que la conferencia duró, mi alma de patriota gozó de los más puros deleites. Ya lo anunció en su exordio el Sr. Ricard. Quería que su conferencia fuese, primero, un homenaje al genio español, y en especial al genio de nuestros grandes conquistadores, y después, un ensayo de reparación. Porque reconociendo que existía una leyenda negra de la conquista española de América, confesaba que en la formación de la misma los franceses, por la culpa de los filósofos del siglo XVIII, tenían una gran responsabilidad. El Sr. Ricard fue justiciero y generoso. Justiciero, porque puso de relieve las faltas de sus conciudadanos; generoso, porque no añadió que a la triste obra cooperaron también españoles, que abusaban del calificativo de intelectuales, como del de filósofo abusaron los enciclopedistas enemigos de España.
El Sr. Ricard, evidentemente, merece un aplauso, que sinceramente le tributo, por su gallarda actitud; pero hay en ella algo más que examinar. Y es que el Sr. Ricard no es un caso aislado. Hoy el mundo está en franca reacción en cuanto a la obra de España en América. Tanto como a España se injurió, hoy se la ensalza. Precisamente se ha publicado ha poco tiempo en la vecina República una monografía de Bolívar, orientada en el mismo sentido de reparación que inspiró a Ricard su conferencia. Su autor es Marius André, que en su obra La fin de l'Empire espagnol había deshecho ya todas las patrañas que la ignorancia y la mala fe urdieran contra la colosal empresa llevada a cabo por España en América. De esta magnífica obra quiero hablar a los lectores de ABC.
«¿Es una tesis opuesta a otras tesis?», se pregunta Charles Maurrás en el prólogo que ha escrito para la obra de Marius André. «No –se contesta–. Es una rectificación superpuesta a ficciones.» Eso, «ficciones»: pero ficciones criminales, han sido los relatos de la conquista de América por España, escritos por sus enemigos, y aun por sus hijos…, malos o petulantes. Gracias a Dios, yo no pasé ese sarampión de la aversión, o, por lo menos, de la piedad un poco despectiva hacia la madre. Yo no dudé nunca de España en su obra de Ultramar. ¿Por qué había de dudar, si en su historia peninsular el genio español se me presentaba como el supremo de Europa? ¿Por qué el pueblo que llegó antes que ningún otro a la fórmula maravillosa de nuestras Cortes, que engendró al Justicia de Aragón, que desde su legislación más antigua subordinaba el poder regio al Derecho, que se unificó por amor y no por la fuerza, había de olvidarse de sí mismo, al salir en su acción fuera de su territorio?
Y que no se olvidó, es notorio y evidente. España, que no exterminó –como otras naciones– las razas indígenas en los territorios que conquistó, las elevó hasta sí. España fue la gran «blanqueadora de razas». Pasados dos siglos desde la conquista de América, los indígenas se habían tornado blancos, y habían asimilado toda la civilización de los blancos. En América ya no hubo dos razas, la conquistadora y la conquistada. No hubo más que una: la que resultó de la unión de aquellas dos. Los americanos eran los hijos de los conquistadores, llegados de España. Los malos españoles no se han fijado en esa colosal transmutación, cuando hoy mismo en donde las razas indígenas no han desaparecido exterminadas, se conservan separadas por infranqueables barreras, las dominadoras y las dominadas. Si alguna vez se han visto obligados a poner su atención en ese hecho, no ha sido para encomiarlo, sino para preferir con gesto avinagrado la reducción a una, de las dos razas, por las matanzas diabólicamente organizadas, o para ensalzar como la obra maestra de la habilidad colonizadora el mantenimiento de los abismos que separan a las razas.
Claro está que España no consiguió todo ello por taumaturgia. Comenzó por inundar de iglesias y escuelas todo el territorio americano; introdujo luego en él la imprenta, un siglo antes que en sus posesiones la introdujera Inglaterra; merced a ella, editó gramáticas y catecismos en todos los dialectos indígenas; substituyó después el violento esfuerzo muscular de los pobladores con las bestias de carga, ruedas hidráulicas y artefactos industriales; enseñó a los indígenas los oficios propios de su condición, el beneficio de los metales, la fabricación de tejidos, el curtido de las pieles, la producción de loza y vidrio; importó animales, semillas y útiles para la agricultura; adaptó a las circunstancias la gran institución española del Municipio; promulgó el maravilloso monumento que se llamo las leyes de Indias; y encendió, por último, esos dos faros del saber: las Universidades de Lima y de Méjico. ¿Que hubo violencias? ¿Que hubo injusticias? Pero ¿qué país colonizador puede mostrar sus manos limpias de sangre? En cambio ninguno puede presentar, fuera de España, al lado del abuso, su condenación en las vehementes palabras de Las Casas, en la defensa de los derechos naturales de los indios, hecha por el gran Vitoria, y en la reprobación y prohibición de la esclavitud por Isabel la Católica.
Pero la voz empapada en sarcasmo de los enemigos de España y de sus malos hijos hiere nuestros oídos con esta frase: «¡Para qué le valió todo eso a España…! España nunca ha sido _colonizadora._» Ha sido algo más: ha sido civilizadora. Precisamente al hecho de haberlo sido atribuía yo la separación de las provincias de ultramar. Cuando una nación civiliza a regiones bárbaras, las pone en el camino de su libertad. El modo infalible de que no se emancipen es mantenerlas en su condición de atraso e ignorancia. Esto es un secreto a voces, porque todas las naciones con imperio colonial –a excepción de España– lo han practicado.
Pues bien; en el caso de nuestra Patria, ni siquiera se produjo la separación por ansias de libertad de las colonias, una vez civilizadas. Esta es la tesis –la nueva tesis– de Marius André. Era tal la unión entre la Metrópoli y las provincias ultramarinas: era tal el afecto de éstas por la madre Patria; en su régimen de gobierno se aliaban tan estrechamente la libertad y la justicia, que América no hubiera soñado jamás en separarse de España.
Y entonces, ¿cómo explicar la independencia americana…? Recuerde el lector que es la tesis de un francés; recuerde el lector que otro francés ha dicho de ella que es «una rectificación superpuesta a ficciones», y podrá apreciarla en todo lo que ella vale, en todo lo que significa de grandeza para nuestra nación. Nuestras hijas de América se separaron de España –¡paradoja exquisita y gloriosa!– por amor a España!
Cuando esta conclusión surgió ante mis ojos a la lectura de La fin de l'empire espagnol, experimenté un deslumbramiento intelectual, y un estremecimiento de orgullo. Lo primero, porque la tesis era evidente; lo segundo, porque de ella resultaba España más grande aún de lo que yo la imaginaba en la exaltación de mis filiales amores.
No dudo de que al lector le ocurrirá lo mismo cuando en el próximo artículo de cuenta del fondo de la obra de Marius André.
Víctor Pradera
San Sebastián, Febrero, 1925.
→ Andrés Revesz, «La labor hispanófila de Carlos Pereyra» (ABC, 5 marzo 1925)