Aristóteles Moral a Nicómaco 3:6 La virtud y el vicio son voluntarios (original) (raw)

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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo VI

Siendo el fin a que se aspira el objeto de la voluntad, y pudiendo estar sometidos a nuestra deliberación y a nuestra preferencia los medios que conducen a este fin, se sigue de aquí que los actos que se refieren a estos medios son actos de intención y actos voluntarios; y esta es precisamente la esfera en que se ejercitan en realidad todas las virtudes{58}. Por lo tanto, no ofrece la más pequeña duda que la virtud depende de nosotros, y en igual forma el vicio depende también de nosotros, porque, en efecto, si depende de nosotros el obrar, lo mismo depende el no obrar, y donde podemos decir no, lo mismo podemos decir sí. Por consiguiente, si ejecutar un acto, que es bueno, depende de nosotros, de nosotros dependerá también no ejecutar un acto que es vergonzoso; y a la inversa, si no hacer el bien depende de nuestra voluntad, hacer el mal dependerá igualmente. Pero si hacer el bien o el mal depende de nosotros solos, no hacer ni el bien ni el mal dependerá exactamente lo mismo; y esto es lo que entendíamos por ser buenos y malos, al hablar de los hombres. Luego podremos decir, que depende realmente de nosotros el ser hombres de bien o ser viciosos. Pero suponer que «nadie es perverso con gusto, ni dichoso a pesar suyo, es una aserción a la vez errónea y verdadera{59}. No, ciertamente; nadie tiene la felicidad que da la virtud contra su gusto; pero el vicio es voluntario. ¿Será preciso poner en duda la teoría que acabamos de sostener, y habrá de decirse, que el hombre no es el principio y el padre de sus [69] acciones, como lo es de sus hijos? Pero si esta paternidad es evidente, si no podemos atribuir nuestras acciones a otros principios que a los que están en nosotros, es preciso reconocer que los actos, cuyo principio está en nosotros, dependen de nosotros mismos y son voluntarios. Todo esto resulta confirmado por el testimonio de la conducta personal de cada uno de nosotros y por el testimonio de los legisladores mismos. Castigan e imponen penas a los que cometen actos culpables, siempre que estas acciones no son el resultado de una coacción o de una ignorancia de que el agente no sea responsable. Por lo contrario, recompensan y tributan honores a los autores de acciones virtuosas. Evidentemente con esta doble conducta quieren animar a los unos y traer al buen camino a los otros. Pero en todas las cosas que no dependen de nosotros, en todas las cosas que no son voluntarias, a nadie se le ocurre obligarnos a ejecutarlas; porque se sabe que sería completamente inútil exigir de nosotros, por ejemplo, no tener calor, no tener frío, no tener hambre, o no experimentar tales o cuales sensaciones análogas, puesto que no las experimentaríamos menos, a pesar de todas las exhortaciones del mundo. Los legisladores llegan hasta el punto de castigar actos cometidos sin conocimiento de causa, cuando el individuo parece culpable de la ignorancia en que estaba. Así imponen dobles penas{60} a los que cometen un delito en la embriaguez; porque el principio de la falta está en el individuo, puesto que es dueño de no embriagarse, y la embriaguez ha sido la única causa de su ignorancia. también castigan los legisladores a los que ignoran las disposiciones de la ley que deben saber, cuando se opone a ello una gran dificultad. La misma severidad muestran en todos aquellos casos en que la ignorancia procede de negligencia, por creer que depende del individuo el salir de la ignorancia, poniendo de su parte los medios necesarios para cumplir con su deber. Quizá se objetará que hay hombres que por su naturaleza son incapaces de hacer lo preciso para salir de este estado; pero se puede responder, que la causa de esta degradación ha nacido de los individuos mismos y como consecuencia de los desórdenes de su vida. Si son culpables y si han perdido el dominio de sí mismos, suya [70] es la culpa, por haber los unos cometido malas acciones, y pasado los otros el tiempo en medio de los placeres de la mesa y de excesos vergonzosos. Los actos repetidos, de cualquier género que sean, imprimen a los hombres un carácter que corresponde a estos actos, lo cual puede verse evidentemente por el ejemplo de todos los que se dedican a cualquier ejercicio o trabajo, pues llegan a poder consagrarse a ello constantemente. No saber que en todas materias los hábitos y las cualidades se adquieren mediante la continuidad de actos, es un error grosero propio de un hombre que no conoce ni siente absolutamente nada.

No es menos irracional sostener, que el que hace el mal no tiene la voluntad de hacerse malo; y que el que se entrega a la relajación no tiene intención de hacerse un hombre corrompido. Cuando sin poder alegar ignorancia, se ejecutan actos que deben hacer al hombre malo, es indudable que se hace uno malo voluntariamente. Más aún; cuando una vez es uno vicioso, no basta que quiera cesar de serlo y hacerse virtuoso, ni más ni menos que un enfermo no podrá recobrar instantáneamente la salud por un simple deseo. Con deliberada voluntad, si bien se mira, es como ha caído en la enfermedad, por haber vivido entregado a una vida de excesos y rehusado oír el dictamen de los médicos; y si hubo un tiempo en que le fue posible evitar la enfermedad, avanzada esta, no le es ya permitido librarse de sus consecuencias. Es lo mismo que cuando se lanza una piedra, que no es posible detenerla después de desprendida de la mano; y sin embargo, de nosotros dependía solamente lanzarla o no lanzarla, porque el movimiento inicial estaba a nuestra disposición. Lo propio sucede con el hombre malo y corrompido; de el dependía en un principio no ser lo que ha llegado a ser, y por consiguiente se ha hecho hombre pervertido por su libre voluntad; y una vez llegado a este punto, no le ha sido posible dejar de serlo.

Pero no son sólo voluntarios los vicios del alma; sino que en muchos casos no lo son menos los vicios del cuerpo; y entonces también están sometidos a nuestra censura. Así a nadie se echa en cara una deformidad natural, pero se critica a los que tienen esta deformidad por falta de ejercicio y de cuidado. La misma distinción tiene lugar respecto de la debilidad, la fealdad y los achaques. ¿Quién, por ejemplo, puede reprender a un hombre [71] porque sea ciego de nacimiento o a consecuencia de una enfermedad o de un golpe? Más bien se compadece su desgracia. Pero todo el mundo dirige un cargo justo al que está ciego por efecto del hábito de la embriaguez o por cualquiera otro vicio. Así, pues, se censuran los vicios del cuerpo, cuando dependen de nosotros; no se censuran los que no pueden depender; y si tal sucede en todos los vicios de este orden, lo mismo debe decirse de todos los demás, de los vicios del alma, que no son censurables sino cuando dependen solamente de nosotros.

Pero puede hacerse una objeción, diciendo: «todo el mundo, sin excepción, desea lo que le parece que es el bien; pero ninguno es dueño de evitar las apariencias de la imaginación; y tal como es uno moralmente, tal le aparece también el fin que se propone. Si cada uno de nosotros sólo es responsable hasta cierto punto del carácter que tiene, tampoco deberá ser responsable sino hasta cierto grado de las apariencias, bajo las cuales se presentan las cosas a su imaginación. Nadie es culpable del mal que hace, si comete este mal por ignorancia del fin verdadero, creyendo que obrando como obra, asegura para sí el bien supremo a que aspira. La busca y el deseo del verdadero fin en la vida no dependen de la libre elección del individuo; es preciso que nazca este, si puede decirse así, con una vista que le haga discernir claramente las cosas; y entonces podrá escoger el verdadero bien. Pero encontrarse con esta dichosa disposición al tiempo de nacer es un beneficio de la naturaleza; beneficio, el más grande y bello de todos, que no puede recibirse ni aprenderse de otro, y que no puede ser ni más ni menos que un efecto debido a la casualidad del nacimiento; de manera que la completa y verdadera perfección de nuestra naturaleza sólo consiste en haber recibido este don en toda su grandeza y hermosura en el momento que hemos nacido.»

Si todo esto es exacto, pregunto, ¿cómo puede ser la virtud más voluntaria que el vicio? El aspecto bajo el que el fin aparece y queda sentado, es absolutamente igual para el hombre virtuoso que para el hombre malo, ya sea por otra parte un simple efecto de la naturaleza o de cualquiera otra causa; y refiriendo todo lo demás a este fin es como uno y otro obran en este o en aquel sentido. Sea, pues, que este fin con todas sus diversidades no aparezca únicamente al espíritu del hombre por una acción ciega [72] de la naturaleza, y que haya alguna cosa más; sea, por lo contrario, que el fin sea completamente impuesto por la naturaleza, y que, no por otro motivo sino porque el hombre de bien puede concurrir al efecto con el resto de sus acciones, pueda decirse que la virtud es voluntaria; no es menos cierto, que el vicio es voluntario tanto como lo es la virtud misma; porque el malo, lo mismo que el hombre de bien, tiene en sus acciones una parte propia que se atribuye a sí mismo, ya que no tenga ninguna en el fin que le es impuesto. Por consiguiente, si, como se ha dicho, las virtudes son voluntarias, porque somos personalmente cómplices de nuestras cualidades, y por lo mismo que tenemos un carácter moral de cierta especie, suponemos un fin conforme a este carácter, se sigue de aquí que los vicios son igualmente voluntarios; y la paridad entre unos y otros queda en pié.

En resumen, hemos tratado de las virtudes en general; y, para mostrar con más precisión su naturaleza, hemos sentado que ellas son medios y hábitos. Hemos indicado las causas mediante las que estas virtudes se producen; y hemos dicho igualmente que por sí mismas pueden las virtudes a su vez producir estas causas. Hemos añadido que dependen de nosotros y son voluntarias, y que deben ejercitarse como la recta razón lo prescribe. Las acciones, por lo demás, no son voluntarias a la manera de los hábitos; porque somos siempre dueños de las acciones, desde el principio hasta el fin, y conocemos en cada instante todos sus detalles particulares; por lo contrario, en cuanto a los hábitos, sólo en su principio somos árbitros de ellos; y no es posible reconocer lo que las circunstancias pueden influir en cada momento, lo mismo que no se sabe en punto a enfermedades. Pero como podemos dirigir siempre a nuestro gusto estos hábitos, o no dirigirlos de tal o cual manera, puede afirmarse que son voluntarios.

Ahora bien, volvamos al análisis de las virtudes; y digamos para cada una en particular lo qué son, a qué se aplican y cómo obran. Este estudio nos hará ver al mismo tiempo cuál es su número. Comencemos por el valor.

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{58} Aristóteles vuelve a combatir a Platón que sostiene que el vicio es involuntario.

{59} Aristóteles no cita a Platón, pero evidentemente a él alude.

{60} En la Política, lib. II, cap. IX, Aristóteles atribuye esta ley a Pitaco.