Rafael María de Labra, El Ateneo de Madrid 3, 15 marzo 1878 (original) (raw)

Rafael María de Labra

Sometidos a las famosas purificaciones, por uno de los incomparables decretos de Sacedón, los catedráticos y estudiantes universitarios de la época constitucional; armonizada la enseñanza de los colegios mayores, seminarios y universidades por el celebérrimo Plan de Calomarde que cometía la dirección de los estudios a frailes y jesuitas, exigía a los estudiantes el juramento de no acatar la soberanía nacional ni pertenecer a sociedades secretas, y reducía la enseñanza de la filosofía a una sola cátedra, sobre los textos de Jacquier y Guevara, prescindiendo totalmente de las matemáticas y las ciencias naturales, de modo que apareciera como atrevido aun aquel sistema de 1815 que permitía en los Estudios de San Isidro la explicación de una especie de física experimental por un jesuita sub-conditione, con el introito, por vía de preparación y descargo, de un resumen de la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo; expurgadas las escasas librerías, las bibliotecas públicas y aun las particulares de toda obra inspirada, siquiera ligerísimamente, en la crítica del siglo XVIII o en el movimiento contemporáneo francés, y hasta de trabajos como la Historia de Masdeu, la Teoría de las Cortes, de Marina, y el [107] Informe sobre la Ley Agraria de Jovellanos; castigados por el brutal bando de Arjona los que ocultasen de cualquier modo los libros venidos del extranjero hasta 1824 y premiados los delatores de este horrendo delito; reducida la prensa al demagógico Restaurador y a la Gaceta, inmortalizada por las lucubraciones de Sáez y Aymerich, y las exposiciones de los Cabildos y la Junta Apostólica cuya suprema dirección radicaba en Roma; monopolizada la tribuna por aquellos misioneros encargados de exhortar al perdón de los agravios y que provocaban las inolvidables palizas de negros; apoderado de la censura de teatros el estúpido cuanto obeso P. Castillo que unas veces se quedaba con los manuscritos condenados sin criterio ni aprensión, y otras veces rechazaba el Rodrigo de Gil y Zárate, porque «aun cuando en efecto hubiera habido en el mundo muchos reyes como D. Rodrigo, no convenía presentarlos en el teatro tan aficionados a las muchachas;» poderosa la suspicacia que hubiera hecho quedar en el olvido El Manual de Madrid de Mesonero Romanos a no venir en ayuda de éste el mismo Consejo de Castilla, y que miraba como hipócrita ofensa al Trono y al Altar el bellísimo Canto de la Esposa a la resurrección del Salvador de D. Alberto Lista; cerrado aquel gran Colegio de San Mateo, en el cual y bajo la dirección del venerable sacerdote, crítico eminente y poeta insigne, que sucedió a Mármol en la presidencia de la Academia de buenas letras de Sevilla, hicieron sus primeros estudios Ventura de la Vega, Espronceda y Patricio Escosura, los juveniles personajes de Los Numantinos; ahogada en flor aquella Academia del Mirto, que en medio de tanta lobreguez apareció un día como una estrella perdida en un cielo de tormenta; agonizante la tertulia del Café del Príncipe, último y escondido refugio de las letras en la época oprobiosa del sarcasmo y de las mortíferas agudezas del implacable Narizotas; atajados todos los caminos, cortadas todas las alas, abiertas las esclusas para que la superstición y el fanatismo se precipitaran sobre una sociedad aterrorizada y esquilmada, el espectáculo que ofrece España en aquel período de siete interminables años, es el de un gran derrumbamiento producido ora por la acción de una corriente interior de podredumbre, que al fin salta y se desborda, ora por el [108] esfuerzo de un enjambre de reptiles, de animales inmundos y ponzoñosos que serpentean y logran aparecer en la cumbre de espantosas ruinas.

Mas bajo aquella desolación, bajo aquel mar de miseria y de horror, latía el espíritu nacional. Un nuevo sol había de secar aquella infecta laguna; había de evaporar aquellas pestilentes aguas. Aparece en la historia el genio del año 30, y en España amanece aquel verdadero Renacimiento, que con sus esplendores alumbra la restauración del régimen constitucional, el advenimiento del romanticismo y el comienzo de ese trabajo colosal de reconstrucción política, económica, literaria, industrial y social que domina las dificultades de la primera guerra civil, y que por medio de la imprenta y de los ferro-carriles nos hace entrar de nuevo en el círculo de los pueblos cultos.

Le he oído más de una vez a Alcalá Galiano, con su prodigiosa memoria y su frase incomparable, pintar el cuadro deliciosísimo de aquel Renacimiento: y recordándolo, me apena la consideración de que en nuestra literatura contemporánea falte totalmente un trabajo serio y detenido sobre aquella fecunda y centelleante época. ¡Qué labor, qué entusiasmo, qué agitación, qué deseos, qué esperanzas, qué vida los de aquel período que se extiende desde la muerte de Fernando VII a 1837!

Cristina, llena de juventud y de belleza, abría como una musa, con sus rosadas manos, las puertas de un mundo donde las tintas más brillantes, los tonos más dulces, las auras más perfumadas se agitaban en torno de un genio, de aquella Isabel, cuya misma infancia parecía representar las vaguedades y los encantos del porvenir. Siendo grande la revolución de 1830 en toda Europa, en ninguna parte como en España ofreció un cuadro más movido, más acentuado, más poético, más deslumbrador. ¡Bien que en ningún país como en España las negruras y la tormenta habían llegado a imponer el espanto en todos los corazones!

La abolición de la horca en 1832, la exoneración de Eguía y de González Moreno, el verdugo de Torrijos, y la primera amnistía de 15 de Octubre, habían sido como el rayo precursor [109] de la nueva era, cuyo advenimiento, sin embargo, no se realizó hasta la muerte del rey Fernando y la terminación del despotismo ilustrado de Cea Bermúdez, último latido del viejo régimen. La gran amnistía del 7 de Febrero de 1833, trae al seno de la patria a los ilustres restos de Cádiz y a la emigración liberal del 24, aleccionada por el ejemplo de Inglaterra y de los países libres, de cuya vida habían participado. La Cuádruple Alianza sella el pacto de inteligencia de la renaciente España con el mundo de las ideas de la libertad y del progreso. El entusiasmo lo suple o lo arrastra todo. La guerra que comienza en 1834, protegidos los carlistas por la actitud de Austria, Rusia y Prusia y la devoción de Roma; el cólera que por vez primera pone su horrible planta en nuestro suelo: dos tan grandes calamidades no son parte a detener el movimiento ni a marchitar las esperanzas. Toreno publicando en 1835 aquella Historia del levantamiento, guerra y revolución de España que en la emigración había escrito, desmentía la calumniosa afirmación de los apostólicos que en el movimiento de 1810 no veían más que un grande y feliz alboroto de turbas dirigidas por frailes para restaurar el imbécil absolutismo de Carlos IV. Mendizábal, con sus decretos del 36, removía hasta sus cimientos el antiguo régimen, reanudando el hilo de la gran obra de Carlos III y las Cortes de Cádiz, de los Reyes filósofos y de la Revolución francesa. La nueva prensa política principia con el Boletín del Comercio, trasformado a los dos años (en 1835) en aquel Eco, al cual se refiere, en gran parte, la tradición de la democracia española contemporánea; y tras el Boletín y el Eco vienen El Observador y El Siglo, y El Patriota, y aquel inolvidable Español, fundado a fines de 1835 por D. Andrés Borrego, con tales recursos intelectuales y materiales, tal brillantez de redacción, tal abundancia de informaciones, y tal lujo de forma e impresión, que todavía hoy continúa presentándose a los ojos del periodista como un ideal. Al Pobrecito Hablador de 1832 habían seguido, robusteciendo el prestigio del malaventurado Larra, las críticas literarias y sociales de Fígaro en la Revista Española, fundada al año siguiente por D. José M. Carnerero y en cuyas columnas desbordaban las ideas, las aspiraciones y [110] los conocimientos adquiridos, a despecho del absolutismo, por la nueva generación, repercutiendo en ellas el eco de aquella gran revolución europea que trajo al mundo a Grecia regenerada, produjo la reforma arancelaria, la ley electoral y la emancipación de católicos y judíos en Inglaterra, enalteció a Luis Felipe de Orleans, separó a Bélgica de Holanda, haciendo de la primera un templo de la libertad, consagró el triunfo de ésta en Portugal, desmembró la Turquía, democratizó a Suiza, conmovió a Alemania, y después de afirmar el régimen representativo como un término irreductible de la vida contemporánea, abrió las puertas al criticismo socialista y al sentido democrático que habían de producir el movimiento de 1848. Un grupo de enamorados de las Musas y de amigos de Apolo, entre ellos el precoz Federico Madrazo, pintor a los catorce años y académico de las Nobles artes a los diez y siete, funda El Artista, testimonio fidelísimo de las nuevas aspiraciones y eco de la primera explosión del nuevo espíritu. La novela, destinada a producir un día a Villoslada, Fernández González, Valera y Pérez Galdós, tomaba un vuelo desconocido con El Doncel de Don Enrique; y el teatro, aquel teatro que como decía el famoso crítico de la Revista Española en su censura de la Catalina Howard, «en los veintitantos años últimos no había permitido al público disfrutar de más de tres comedias y media de Moratín, otras tantas de Gorostiza, alguna de algún otro y varias traducciones, no todas buenas, de Racine, de Molière y de autores franceses de segundo orden», el teatro ahora apenas podía contener la nueva y rica inspiración que proporcionaba laureles sin cuento a Concepción Rodríguez, Latorre, Luna, Lombia y al inolvidable y entonces naciente genio de Julián Romea, y que a raudales derramaban el desconocido García Gutiérrez en El Trovador, el duque de Rivas en Don Álvaro, Hartzenbusch, en los Amantes de Teruel, y Gil y Zárate en Carlos II el Hechizado. Eugenio Ochoa traía a la escena española los dramas más atrevidos del romanticismo francés: Antony, Catalina Howard, y la Torre de Nesle, de Alejandro Dumas, y el Hernani de Víctor Hugo, en tanto que Ventura de la Vega traducía felicísimamente el teatro de Scribe, [111] y Bretón de los Herreros daba rienda suelta a su talento cómico en Marcela, y Martínez de la Rosa afirmaba su reputación de poeta en su Vieja en casa y la madre en la máscara. El teatro no sólo ofrecía entonces un tan alto interés como la misma escena de la política, cosa vista únicamente en los grandes períodos del Renacimiento, sino que en él se daban entre el genio nuevo y el espíritu antiguo batallas no menos estruendosas y apasionadas que las sostenidas por cristinos y carlistas en los ensangrentados campos de Navarra. Con la inspiración del Childe Harold escribía Espronceda las primeras páginas del Diablo Mundo, y el eco de las imperecederas notas del Canto a Teresa, confundíase con los últimos del gran Quintana, «por la desgracia y la vejez cansado,» que saludando enternecido con su aurea lira los primeros decretos de amnistía y con los vigorosos del Moro Expósito, primer alarde de la pujanza romántica representada por aquel insigne poeta que a la vez fue «también pintor y prócer y soldado.» Muerto Mejía, achacoso Argüelles, venían a disputar el cetro de la elocuencia española al maravilloso Galiano, Olózaga y Joaquín María López. Pacheco escribía el Boletín de Jurisprudencia, abandonando El Siglo; Donoso redactaba El Porvenir y las Consideraciones sobre la Diplomacia con un espíritu harto contrario al que después dictó su Ensayo sobre el catolicismo, el socialismo y el liberalismo; Tasara recitaba sus primeros versos; Mesonero desarrollaba su Panorama; pintaba sus cuadros El Estudiante, y escribían sus escenas Revilla y Durán; sobre la tumba de Larra se levantaba el deslumbrador poeta de D. Juan Tenorio y de Granada. Burgos rivalizaba con Martínez de la Rosa como poeta y como estadista, y Marte hacia entrar en el templo de la gloria, cargados de triunfos, henchidos de entusiasmo y acompañados por el aplauso universal, a Fernández de Córdova y al héroe legendario de Luchana.

¡Qué palpitación, qué colores, qué acentos, qué centelleo!

Teatros de esta exuberante vida eran no sólo el palco escénico del Príncipe y el Palacio de doña María de Molina, sitios los más eminentes y en los cuales, por varios motivos, venían a confluir y a vaciarse las grandes corrientes políticas y literarias [112] de toda la nación. A su lado, por bajo de ellos sin duda, alentaban en Madrid otros círculos que atraían poderosamente la atención, destinados a ejercer una influencia trascendental en la vida intelectual del país.

Uno de ellos era el Liceo. Fundólo en 1836 D. José Fernández Vega, ofreciendo como local su propia casa, en la calle de la Gorguera, núm. 4, donde por algún tiempo y mientras el crecimiento extraordinario de socios no hizo necesaria la sucesiva traslación a las calles del León, de las Huertas y de Atocha hasta parar en el Palacio de Villahermosa, se celebraron las sesiones de la nueva academia.

Divididos sus miembros en dos grupos, el de los adictos y el de los socios, encontraba el nuevo círculo en aquéllos, los medios económicos y materiales para la subsistencia, y en éstos el talento y los esfuerzos para realizar sus fines artísticos. Para conseguirlos, se había dividido en cinco secciones de las cuales la primera, de literatura, tenía por Vicepresidentes a Escosura y a Espronceda, y a Sartorius de Secretario; la segunda, de pintura, a Vicente López y a Esquivel, Presidente y Secretario, respectivamente; la tercera, de escultura, a Ferrán y a Estrada; la cuarta, de arquitectura, a Zabaleta y al marqués de Torre-Megía, y la quinta, de música, a Ledesma e Incenga.

Aquellas encantadoras reuniones de los jueves por la noche vivas están aún en la memoria de los ya pocos individuos de la generación del 30 que entre nosotros pasean su prestigio y sus recuerdos. Un periódico del mismo nombre que el círculo llevaba a todos los extremos de la Península el eco de aquellos debates literarios, en que intervinieron cuantas personas gozaban por aquel entonces de algún renombre, amén de las bellas poesías de Vega, D. Juan Nicasio Gallego, Romero Larrañaga, Pastor Díaz, Zorrilla, Espronceda, Romea, Alcalá Galiano, y tantos otros que a la vez esmaltaban las columnas del Semanario pintoresco, fundado en 1835 y que ha vivido casi hasta 1860, prestando innegables servicios a las letras patrias. De vez en cuando, una por lo menos al año, llenaba el Liceo sus salas con los cuadros del joven Carlos Rivera, de Federico Madrazo, de Leis, de López, de Villamil, [113] adelantándose al Gobierno, y mostrándole el modo de hacer exposiciones; todos los años también celebraba animadísimos juegos florales, y frecuentemente el público curioso o dilettante era arrancado del gran patio del Circo de la Plaza del Rey, por los conciertos del Palacio de Villahermosa, en los cuales al lado de Carnicer y Alberoni y Beart y Basili y el famoso Rubini y la célebre Paulina García, brillaba un pequeño grupo de aficionados, bastante artistas para hacerse felicitar de Rossini (huésped de Madrid, por aquel entonces, con el marqués de las Marismas), y aplaudir por gentes entusiastas de la Tossi y la Lande.

Pero el Liceo (y con él el Instituto fundado en 1838, a imitación de aquel, en el exconvento de la Trinidad, mas con la especialidad de dos colegios de niños y niñas para los hijos de los socios, y que siempre figuró con sus sesiones del sábado muy por bajo del otro círculo), el Liceo con sus exposiciones y sus conciertos y sus debates y sus representaciones líricas y dramáticas y sus cátedras públicas de literatura, declamación y música (que también esto tenía), no representaba más que una parte del novísimo movimiento intelectual de España, la parte puramente literaria y artística, y esto en cuanto no cabía en la prensa o el teatro. Otra asociación, otro círculo (que en rigor había precedido al Liceo), también de carácter extraoficial representaba otro aspecto, y aspecto el más rico y brillante de aquel movimiento que influía en la Universidad trasladada a Madrid desde Alcalá en 1836; y en la Academia de Jurisprudencia reconstruida en el mismo año sobre las dos antiguas y agonizantes de Derecho patrio de Fernando VII y de Jurisprudencia de Carlos III; y en la meritoria Sociedad Económica Matritense, que casi había sucumbido durante el período apostólico para ser reinstalada con nuevos bríos en 1855 y continuar las gloriosas tradiciones de Jovellanos y Campomanes. Este nuevo círculo fue el Ateneo.

Rafael M. de Labra

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