Rafael María de Labra, El Ateneo de Madrid 7, 30 mayo 1878 (original) (raw)

Rafael María de Labra

VI

Lo nuevo, lo perturbador –mejor dicho, lo regenerador,– en 1850 estaba representado por cinco nombres, de ellos tres ya famosos, otros dos destinados a eclipsar a los demás en la historia política española, y todos merecedores de un lugar eminente en la consideración de la patria, a saber: D. Luis González Brabo, D. Joaquín María López, D. Patricio de la Escosura, D. Nicolás María Rivero y D. Antonio Cánovas del Castillo.

La primera entre estas personalidades, la más resuelta, la más profunda, la destinada a representar más en la vida política contemporánea de España, era la de D. Nicolás María Rivero, letrado y médico recién llegado de Sevilla al mediar el siglo corriente, y a quien estaba reservado el gloriosísimo papel de ser, no sólo el más serio y más feliz propagandista de la idea democrática, si que el fundador de la democracia española gobernante (hasta donde esto puede decirse la obra de un solo hombre); y él fue también el que, adelantándose a todos, se atrevió a llamar a las puertas del Ateneo solicitando explicar los principios y tendencias de la Filosofía moderna. Su decisión se tuvo por audacia, y las explicaciones del orador [176] sevillano –un orador muy moreno y que ceceaba horriblemente, como dijeron sus censores de entonces– produjeron escándalo en el mortecino Ateneo. En el libro 3.° de actas de la casa se registra el hecho (en 27 de Diciembre de 1850) de «haberse quejado varios socios a la Junta directiva, de los términos en que aquel profesor se expresaba sobre materias de religión y de política, acordando la Junta (presidida por Galiano) que un individuo de su seno manifestara al Sr. Rivero que estando prohibido en toda sociedad española tratar cuestiones religiosas, y siendo también contrario a los Estatutos de esta corporación abrir discusión sobre los negocios públicos, se abstuviese en lo sucesivo de ocuparse de unos y otros de la manera que lo había verificado».

Naturalmente, Rivero bajó de la cátedra, casi en los mismos días en que Pí y Margall era excomulgado por su Historia de la Pintura, e intimado seriamente por el Gobierno para que no continuara su trabajo sobre Lo que es y lo que debe ser la Economía política; en los momentos mismos en que se preparaba la disolución de las Cortes que había de poner término a la propaganda democrática organizada en el Congreso por aquel pequeño grupo que formaron Jaén, Lozano, Orense y Figueras.

González Brabo, que ya por aquel entonces columbraba los esplendores de la hermosa mañana en que se decidió a saludar en los salones de Oriente a la «joven democracia», augurándole que «suyo era el porvenir», subió a explicar en 1852 la Historia, origen y progresos de los gobiernos representativos, al mismo tiempo que el inolvidable López, al borde de la tumba, sacudiendo el terrible peso que le agobiaba desde la crisis del 43, y como en busca de una caída artística y gloriosa, hacía reverdecer sus laureles de otro tiempo, exponiendo a un público entusiasta los secretos de la Elocuencia; tema complaciente y a propósito para evocar los días esplendorosos de la libertad helénica y de la república romana.

Era aquella una época crítica para el liberalismo, mejor dicho, para el régimen constitucional de España. El carlismo vencido en los campos vascos tomaba, por medio de sus principales generales y hombres civiles, eminente puesto en la [177] situación liberal, y el país no sé si con ira o con espanto, veía triunfantes en las altas esferas aquellas frases que el rumor popular atribuía a los convenidos de Vergara: «Si vencemos seremos los amos, si vencidos, seremos _hermanos._» No eran precisamente los días del histerismo neo-católico: no triunfaban todavía los apostólicos de Oñate. Era simplemente el absolutismo de Estella, confortado por las corrientes reaccionarias que habían producido, a falta de algo mejor, el 2 de Diciembre en Francia. La escuela conservadora de 1843 se extinguía. Sus oradores degeneraban en huecos y retóricos. Sus pensadores no podían resistir en inestable equilibrio las exigencias de la lógica. Bravo Murillo con sus proyectos liberticidas se imponía, merced a la expulsión del partido progresista de aquel turno tan preconizado por los conservadores, pero que jamás estos procuraron hacer efectivo. Falto de contrapeso el partido moderado, venció el absolutismo, un absolutismo vergonzante; y el golpe del platillo al vencer fue tan rudo, que el mortecino espíritu liberal despertó. Y este espíritu buscó la gran cátedra del Ateneo. Allí corrieron, como he dicho, López y González Brabo, únicos que sostenían el interés de aquel círculo en el invierno de 1852: y allí también fue a buscarlo para herirlo o sofocarlo la mano del poder. En Diciembre de aquel mismo año quedaron cerradas entrambas cátedras de orden de la autoridad, según pudo verse en los anuncios que se fijaron en varios sitios del Ateneo.

Pero vano empeño. El espíritu de protesta buscó y halló otros órganos. El uno, el elocuente Escosura, el moderado de antaño, que a la sazón, y desde 1848, compartía noblemente la desgracia con el partido progresista, y que viene al Ateneo en 1853 a arrancar estrepitosos aplausos discurriendo sobre la Historia filosófica del Gobierno parlamentario; y otro, un joven, no muy conocido entonces, pero ya novelista probado y periodista de mérito, destinado a redactar en seguida el célebre Manifiesto de Manzanares, Cánovas del Castillo, en fin, que ocupa la tribuna para estudiar la Historia general de Europa del siglo XVI, tema que le permitía evocar los grandes recuerdos del Renacimiento y de la Reforma, de las libertades comunales y de la emancipación del espíritu, y que [178] autorizaba elocuentes y oportunas protestas contra la política absolutista de la casa de Austria, y los atentados llevados a efecto por el fanatismo religioso sobre la conciencia individual y por el centralismo monárquico contra los fueros y franquicias de los pueblos. Era de prever el fin de aquellos discursos cuajados de alusiones a lo que por aquel entonces sucedía en España. Apenas comenzado el curso, antes de los dos meses, era suspendido; sólo que esta vez la suspensión, o mejor dicho, la clausura, se extendía a todo el Ateneo.

El 22 de Febrero de 1854 el presidente de este círculo recibió un oficio del gobernador civil de la provincia, conde de Quinto, que a la letra decía así: «Excmo. Sr.: Dispondrá V. E. desde luego que el Ateneo suspenda toda nueva reunión y sea cerrado hoy mismo hasta nueva orden de este gobierno civil. Sírvase V. E. poner en mi conocimiento el recibo de esta disposición y su cumplimiento, &c., &c.» Esta era la vez primera que disposición tan grave se tomaba con el Ateneo; y tenía efecto precisamente cuando comenzaba aquel Círculo a rehacerse y a llamar de nuevo la atención pública. La actitud del Gobierno –de un Gobierno reaccionario y que provocó, en cierta parte, la revolución de Julio– venía a dar otra vez al Círculo fundado por Olózaga, Rivas, Ríos, Argüelles, Galiano, Álvarez Guerra y tantos otros, el carácter profundamente liberal que las enseñanzas y la administración de la casa posterior a 1840 habían intentado quitarle. Y como si no fuera bastante el oficio del conde de Quinto, vinieron a acentuar la gravedad de la medida los comentarios de los periódicos reaccionarios de la época: el más decidido, el de la celebérrima Esperanza (que por tantos años dirigió D. Pedro de la Hoz), y en el cual no se retrocedía ante la denuncia de que los sucesos de Zaragoza, que dieron de sí la muerte del brigadier Hore y el comandante Latorre, tenían su origen en las predicaciones ateneístas.{1} [179]

Duró poco la clausura, que procedía del Consejo de Ministros, el cual (según declaración del gobernador civil) veía en [180] el Ateneo «una sociedad política hostil en su mayoría al Gobierno.» El 20 de Abril, el conde de Quinto autorizaba la apertura de las salas de periódicos, manteniendo, empero, su primera orden en lo relativo a las cátedras. A los tres meses había triunfado la revolución de Julio.

Ocioso empeño sería negar que la conducta del Gobierno que entonces se llamó polaco, imprimió carácter al Ateneo; pero también sería violentar las cosas el decir que la propaganda liberal realizada en la cátedra vecina a San Luis en 1852 y 53, estaba dentro del tono y de la misión del Ateneo. Quizá sólo en aquella ocasión se ha utilizado aquella tribuna para servir directamente un interés de política palpitante. La misión del Ateneo era otra: elaborar plácida y al parecer desinteresadamente doctrinas: difundir principios, no sólo bajo formas dogmáticas, si que mediante el debate libre y amplio. Por tanto, lo sucedido en 1853, puede estimarse como un efecto de reacción, como una protesta del nuevo espíritu que en [181] el Ateneo entraba, y que no hallaba en las secciones el espacio que a todas las ideas habían asegurado los Estatutos y las prácticas de 1836; y asimismo como la explosión de la crítica política negada en el Parlamento y en la prensa y que aprovechaba para exhibirse la menor coyuntura.

A todo esto debe atribuirse, en no escasa parte, el hecho de que con la revolución de Julio no continuara la animación en el Ateneo. Además, como ya he indicado, los períodos revolucionarios (y en general, los liberales) no se prestan al mayor brillo del Ateneo, pues que producen fuera mil atractivos, haciendo surgir la vida por todas partes. No tengo yo al movimiento de 1854 como un suceso extraordinario, comparable a los de 1810, 1820 y 1836; pero es lo cierto, que en él aparecieron elementos destinados a torcer el rumbo de la política española y a transformar nuestra febril existencia. Bastarían a darle carácter las cuestiones de la soberanía nacional y la libertad de cultos, planteadas entonces con una claridad y una energía no acostumbradas, así como la aparición de aquella escuela híbrida, destinada a matar a los antiguos partidos y a facilitar el advenimiento de la democracia, que se llamó la Unión liberal.

El hecho fue, repito, que con la revolución de Julio no volvió al Ateneo la animación de 1836 ni de 1841. Las secciones no se abrieron. Las cátedras sí reanudaron sus tareas, desempeñándolas desde 1855 a 1859 los Sres. Corradi, Chinchilla, Colmeiro, Echegaray, Fragoso, Frau, Galdo, Galiano y Trujillo, Gayoso, Morón, Hisern, Mata, y Rodríguez (Gabriel), que explicaron respectivamente sobre Filosofía de la Historia, Historia de la medicina, Cuestiones administrativas, Astronomía popular, Física, Fisiología, Mineralogía, Procedimientos judiciales, Literatura árabe, Literatura española en sus relaciones con el arte y la literatura europea, Fisiología comparada, La razón humana en estado de salud y enfermedad, De las vías de comunicación bajo el aspecto económico, y así otros varios.

La simple lectura de estos temas ya dice que el primer interés de las cátedras del Ateneo no debió tener una gran satisfacción en la campaña de aquellos cuatro o cinco años: en los [182] cuales, sin embargo, puede decirse que el instituto de la calle de la Montera continuaba recibiendo por la entrada de varios socios, por la animación de sus salones y por las circunstancias exteriores, aquel nuevo espíritu que se exhibe tan enérgicamente en 1852, que determina los recelos del Gobierno y que evidentemente choca con el que había presidido al desenvolvimiento de todo el que he llamado segundo período de la historia del Ateneo, de 1840 a 1851. Es difícil caracterizar este tercer período de seis a siete años, en el cual aquel instituto pierde su tono conservador, admitiendo a sus cátedras a jóvenes casi desconocidos y a personas no muy en armonía con el sentido que venían teniendo las enseñanzas del Círculo. Es un período de infusión de nueva sangre, de renovación interna, de lenta transformación. Sus resultados se ven claros en el tercer período, que amanece hacia el año 59 y alcanza hasta el 68.

Entonces vuelven a la vida las Secciones (en el otoño de 1859); y las cátedras vuelven con una variedad, un colorido, una brillantez y un alcance verdaderamente admirables. Entonces, más que nunca, queda demostrado que el Ateneo es palenque abierto a todas las opiniones, y por ende un instituto esencialmente liberal. Y entonces el Ateneo realiza una nueva propaganda, en la que lleva la ventaja la idea que realmente es superior por su virtud propia. El entusiasmo cunde. Los socios en 1857 difícilmente pasaban de 450. En 1861 llegan a 522. En 1863 (el año de apogeo de este tercer período) a 695. Torna Rivero a subir a la cátedra, esta vez (1857-58) para explicar El origen, progreso y tendencias del espíritu moderno, en el momento mismo en que Berzosa se decide a atacar Los principios fundamentales de la moderna filosofía alemana y su influencia en materias religiosas, morales, sociales y políticas, y cuando Gabino Tejado exponía su neo-católica Teoría del deber. Franqueado el camino, Figuerola desarrolla las teorías económicas de Bastiat en un curso de Economía política; síguele Echegaray, entonces de un individualismo paradójico, con sus Cuestiones sociales; Rodríguez Leal diserta, en sentido liberal templado, sobre el Derecho de propiedad; Goñi, persistente en su espíritu conservador, discurre sobre la Situación moral y política de los pueblos contemporáneos; de Política exterior, [183] en sentido reaccionario, se ocupa Malo; Vilanova de Geología aplicada; Mena y Zorrilla de Derecho penal; Maestre de San Juan de Frenología filosófica; Llorente de Aplicaciones de las ciencias naturales, &c., &c. El movimiento era visible: el calor renacía: la resolución, la audacia del nuevo espíritu no tenía límites. La tradición conservadora hace un supremo esfuerzo y la batalla se generaliza desde 1858 a 1865.

Con efecto, entonces (1858) Castelar hace la Historia de la civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo, y Canalejas la de la Filosofía de las naciones latinas durante el siglo presente; Manuel Becerra diserta sobre Astronomía, y Corradi sobre Filosofía del derecho con relación a la política y Derecho público constitucional; Valera discurre sobre la Filosofía de lo bello, y Camús sobre los Latinistas españoles del Renacimiento; Gabriel Rodríguez hace la Crítica del llamado sistema protector, y comienza sus Estudios políticos; Echegaray estudia las Relaciones internacionales; López Serrano expone la Idea del Derecho en su desenvolvimiento filosófico y su desarrollo histórico; Gisbert la Filosofía del lenguaje universal (cuya primera cátedra desempeñó su iniciador Sotos Ochando); Blanco Fernández los Principios de Arboricultura; Assas las Bases de la Arqueología española; Rementería los Secretos de la Geografía física y de la Hidrología médica; y Torre Muñoz Los cuatro elementos de Aristóteles en el siglo XIX; Fabié examina la Historia y carácter de la Comedia; Vilanova la Geología considerada bajo el punto de vista de sus aplicaciones a la agricultura y a la industria, Galdo la Mineralogía; Alcalá Galiano diserta sobre la Organización de la aristocracia británica y la Liga libre-cambista envía sus mejores oradores (Galiano, Alzugaray, Aguirre, Canalejas, Carballo, Castelar, Echegaray, Figuerola, Gimeno Agius, Gisbert, Madrazo, Márquez, Monasterio, Moret, Pastor, Rodríguez, Sagasta, Sanromá, Segovia, Silvela, &c., &c.) a dirigir una serie de conferencias en pro de la reforma arancelaria.

¿Necesitaré llamar la atención sobre la riqueza de este cuadro de enseñanzas, donde la variedad de sentido se advierte desde el primer momento y donde ya figuran desempeñando un gran [184] papel los estudios de ciencias naturales? ¿Necesitaré hacer resaltar el contraste que bajo el punto de vista de la diversidad de tendencias ofrece el cuadro de 1859 a 1865, puesto al lado del de 1841 a 1847? ¿Y habrá menester notar la ausencia de los grandes doctores de la escuela conservadora y la inferioridad, cuando menos por el número de los profesores, en que se presenta la enseñanza predominante hacía veinte años, respecto de las nuevas ideas, de los principios del radicalismo político, filosófico y literario?

Pero donde la animación se hace mayor y más se echa de ver la nueva tendencia es en las Secciones resucitadas hacia 1858 y constituidas en 1859 bajo la presidencia del Sr. Figuerola (la de Ciencias morales y políticas), del Sr. Martínez de la Rosa (la de Literatura), y del Sr. Llorente Lázaro (la de Ciencias físico-matemáticas). Desde entonces hasta 1865 ocuparon en ellas el primer sitio respectivamente los Sres. Ríos Rosas, Olózaga, Pastor Díaz, Alcalá Galiano, Benavides y en la de Ciencias políticas; Alcalá Galiano en la de Letras, y Llorente en la de Ciencias físicas, acompañándoles como vicepresidentes y secretarios los Sres. Castelar, G. Rodríguez, Canalejas, Camus, Mata, Mena y Zorrilla, Valera, Pérez Arcas, Vilanova, Ponton, Maldonado, Echegaray, Moret, Salmerón, Silvela, Torre Muñoz, Vergara, Monroy, Ametller, Guallart, Casañé, Monroy, Balart, Fernández Giménez, Ogesto, Laberon y Valle.{2}

La importancia de aquellos debates en los cuales se dieron a conocer hombres que hoy figuran en primera línea, se muestra con toda evidencia en los temas. Los de Ciencias morales y políticas se iniciaron con este problema: Las ideas socialistas ¿son un síntoma de decadencia de las sociedades o una aspiración hacia un perfeccionamiento? Y él sólo bastó para llenar todo el año académico. Al siguiente, la mesa pedía La determinación de la idea del progreso. Luego preguntó: ¿Qué relación hay entre el progreso científico e intelectual de nuestra época con el progreso moral? Más tarde: [185] ¿Qué relación existe entre las libertades de imprenta, de enseñanza y de religión? Y luego: ¿Será conveniente la libertad absoluta de discusión y de enseñanza? Y por último: ¿Qué principios filosóficos pueden determinar la idea de nacionalidad?{3}.

La Sección de Literatura planteó sucesivamente numerosos temas, entre ellos Influencia de la literatura clásica francesa del siglo XVIII en la lengua y literatura castellanas; Influencia de la prensa periódica y de la elocuencia parlamentaria en la lengua y literatura castellanas; Influencia de la literatura española en la francesa del tiempo de Luis XIV (1859). ¿Qué es, qué ha sido y que debe ser el arte en el siglo actual? Significación literaria, política, social y religiosa del Cid (1861). Qué ha sido, qué es y qué debe ser la crítica literaria (1862). ¿Es el teatro escuela de costumbres? (1863). ¿Qué debe ser la elocuencia en nuestro siglo? (1863). ¿Cuáles son las condiciones de una buena historia? (1864).

Por último, la sección de Ciencias naturales discurrió sucesivamente sobre temas como estos: ¿Los seres animales forman una serie continua? –Influencia de los alimentos en las cualidades de los seres animados (1859). ¿Cuál de los ramos de las ciencias físico-químico-naturales es el que suministra más datos para el adelanto de la agricultura? El progreso de las ciencias naturales con aplicación a la industria, ¿ha sido favorable o contrario al desarrollo intelectual y a la mejora de los sentimientos? (1861). ¿Qué relaciones existen entre las diferencias orgánicas de los sexos y las intelectuales y morales que observamos en los mismos? (1862). ¿Cuál es el sistema más aceptable para la mejora de la higiene pública y qué grado de intervención debe tener el Estado en este asunto? (1863). ¿Hay preceptos higiénicos aplicables especialmente a las diversas industrias? y caso de existir ¿deben ser objeto de reglamentos públicos? (1864).

La simple lectura de estos temas pone claro la privanza del [186] interés político, pues que a él obedecían por lo menos las formas empleadas para plantear las cuestiones literarias y aun la mayor parte de las físico-naturales. Verdad es que la mayor concurrencia, el mayor número de oradores y la vida mayor de los debates estaban por aquel tiempo (como han estado siempre), en la Sección de Ciencias morales y políticas, donde en esta época hicieron su briosa aparición la democracia, el individualismo economista y el krausismo, apuntando sólo la crítica religiosa y las afirmaciones anticatólicas, que pronto habían de entrar con pié firme en los salones de la calle de la Montera.

Todo concurría a favorecer aquella aparición. La Unión liberal imperaba, realizando a maravilla su inconsciente y providencial empeño de destruir los antiguos y ya casi agotados partidos, ora restando de ellos= la mayoría de sus eminencias, ora produciendo no un sistema ni un nuevo eclecticismo, si que simplemente un modus vivendi, hijo de la falta de fe en los procedimientos conservadores y de la necesidad de acomodar la vida a las exigencias de la civilización novísima. Una gran tolerancia respecto de las personas se unía a una gran indiferencia respecto de las ideas. Los efectos económicos y sociales de la revolución del 54 comenzaban a hacerse camino, y con esto coincidían las larguezas del Gobierno, dueño de los pingües recursos que producía la desamortización, ahora aceptada y llevada a término a despecho de las tradiciones conservadoras. En este concepto, tiene fundamento la acusación de materialista formulada contra la administración de la Unión liberal. Combinábanse con tales hechos la actitud de los partidos avanzados. El progresista al cabo escuchaba la voz de Olózaga, y saliendo del retraimiento y de la dispersión, enviaba al Congreso a aquella viril minoría que preparó la organización total del partido, e hizo posible el banquete de los Campos Elíseos y la manifestación en honor de Muñoz Torrero. La democracia a su vez, aquella democracia que había aparecido como una ilusión y una protesta en el prospecto de El Siglo en 1847, como un deseo en los programas de la extrema izquierda del Congreso, y de la reunión del Teatro de Variedades en 1848, y como una esperanza en las Cortes del 54 y en la [187] redacción de La Discusión después de la ley-Nocedal, ahora se agrupaba sobre la tumba del mártir Brú y alrededor de Ruiz Pons encarcelado, consiguiendo arrancar de los tribunales de justicia la legalidad de su programa y enviar a la Cámara de Diputados a D. Nicolás M. Rivero para que allí realizara una de las campañas más brillantes que registra la historia parlamentaria del mundo contemporáneo. Renacía la paz: era la hora de la elaboración de ideas, de la formación de la conciencia pública; era el período preparatorio y el momento crítico de la propaganda. Y a poco comienza Castelar con más sentido que en los salones de Oriente, aquella admirable peregrinación por provincias, cuyos triunfos todavía compensan su deplorable actitud de los presentes días. Gómez Marín, Cuesta, Martos y Pí hacen de La Discusión una tribuna; Carrascón y Fernando González escriben La Democracia; Canalejas, La razón; Angulo Heredia y Bernal, la Revista Hispano-americana; García Ruiz El Pueblo, y el espíritu democrático llega a salpicar las columnas de El Contemporáneo. Aparece entonces La América, palenque abierto a todas las tendencias del espíritu liberal, y donde bajo la advocación del porvenir, que en el Nuevo Mundo se preparaba un altar, luchan Galiano y Mora, y Cueto y Borrego, y los hombres todos del pasado con una juventud llena de vida y esperanzas. Abrense en la Carrera de San Jerónimo las salas de la «Sociedad libre de economía política,» alcázar del puro individualismo: créase en la calle de Cañizares el «Círculo filosófico,» cuna de la crítica filosófico-religiosa; y en el patio de la Bolsa comienzan los grandes meetings de la «Sociedad para la reforma de Aranceles.» Aquello era un mundo en formación; una tempestad de ideas; un diluvio de críticas, de protestas, de afirmaciones, de deseos, de perspectivas, de cambios y trasformaciones. Si aquí no se realizaran tantas injusticias, yo no me explicaría cómo en una plaza de esta vibrante villa no se halla levantada una estatua al general O’Donnell con esta inscripción en letras de oro: «¡La democracia agradecida!»

Todo, pues, coadyuvaba al renacimiento del Ateneo. Y el Ateneo llegó entonces a más altura que en 1841-47. ¿Puede haber dudas respecto del sentido y del alcance de aquella propaganda [188] realizada en las secciones por los Bona, los Canalejas, los Rodríguez, los Nougués, los Castelar, los Salmerón, los Echegaray, los Rodríguez, los Sanromá, los Quevedo, los Carballo, los Medina, los Monroy, los Balart, los Moret, los Fernández Jiménez, los Valera, los González Alegre, los Mata, los Leal, los Becerra y tantos otros frente a Moreno Nieto, Morón, Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa, Canalejas, Sánchez, Orbi, Dacarrete, Fabié, Berzosa, Bugallal, Menéndez Luarca, Cisneros, Saavedra, Marichalar, Rayon, Bravo, San Pedro y algunos más que, a pesar de su reconocido mérito, de la grandilocuencia de unos, del vasto saber de otros, del ardor de todos, sin embargo, eran impotentes para rectificar, cuando no contener, la dirección y el alcance que a las discusiones daban los primeros?

A nadie se le ocultaba por aquel entonces el espíritu dominante en el Ateneo: sólo que ahora, a diferencia de 1841, si las ideas conservadoras llevaban la peor parte, debíase pura y sencillamente a que en mérito y fuerza eran las inferiores. Los periódicos daban cuenta al pormenor de los debates del Ateneo: imprimíanse las Memorias de los secretarios, los discursos de los socios, los resúmenes de los presidentes. La multitud henchía los corredores y los salones; y el público, que ya no necesitaba papeleta para entrar en las cátedras, llenaba las escaleras, y hasta el mismo patio. Un jueves, una noche de sesión, era un acontecimiento en todo el Madrid de la inteligencia, y daba grima comparar la vida exuberante del Ateneo con las llamaradas de agonía de las Academias oficiales.

Naturalmente, la duración del esfuerzo había de estar en razón inversa de su energía; pero, así y todo, la animación del Ateneo se mantuvo casi idéntica hasta 1865, en cuya época se interrumpe la reunión de Secciones. Entonces el drama comenzaba a plantearse en la calle. Ya se habían retraído –después de organizados– demócratas y progresistas. Habíase celebrado el banquete de la Fonda Española. Pero ahora también, como si fuese otra vez necesario que la mano del poder viniese a poner la etiqueta al centelleante círculo, ahora el Gobierno se decidió a escandalizar al público con una orden fechada en 2 de Enero de 1866, por la que se cerraban, [189] no sólo las cátedras, si que los salones del Ateneo; medida al fin revocada (después de veinticuatro días de clausura del establecimiento), aunque en rigor sólo respecto de las salas de lectura y conversación.

Y todavía después, en 23 de Octubre del mismo año, el presidente interino del Ateneo (que lo era el Sr. Figuerola) se vio sorprendido por el inspector de vigilancia del distrito, que le exhibió una orden del capitán general, por la que, bajo la responsabilidad de la Junta de gobierno, quedaba «prohibida la lectura de los impresos extranjeros que hubieren dado a luz un solo artículo en que se atacase ú ofendiese a la religión o a S. M. la reina y la real familia.» A esta intimación siguió naturalmente la retirada de los salones de lectura de todos los periódicos y revistas del extranjero.

Y más aún; consentida la reapertura del Ateneo (esto es, del círculo de lectura inocente y de conversación ordinaria), antes del año –en 30 de Diciembre del mismo 66– el gobernador civil de Madrid trasladaba al Presidente de la Asociación una orden del capitán general por la que se prohibía la reunión general de ateneístas del último día de año, por no creer conveniente «que en aquellas circunstancias se celebrase ninguna junta a la que pudiera darse, directa ni indirectamente, el más insignificante carácter político.» De suerte que el instituto quedó entregado a una Junta directiva que, por amor a la casa, tuvo que prorrogarse los poderes.

Por último, en Abril de 1867, el gobernador civil se dirigió al Ateneo pidiendo los Estatutos y Reglamento de éste, y la cita de las órdenes que se expidieran para su aprobación y la instalación del establecimiento: medida que alarmó profundamente, porque su alcance era visible, hasta que en Diciembre del mismo año 67, el mismo gobernador civil tornó a autorizar «a la corporación para que funcionase con arreglo a sus Estatutos (y por esto fue convocada la junta general que no se celebraba desde 1865) si bien sujetándose a la ley sobre reuniones públicas.» Es decir, a una ley que hacía imposible la Holanda de España.

Con tales ataques y tales amenazas y tales rigores, el Ateneo debía decaer y decayó de un modo indecible, sin que fuera [190] parte a contenerlo el restablecimiento en 1868 de algunas cátedras que atrajeron gran concurrencia y proporcionaron grandes aplausos a los profesores; entre ellas las del Sr. Moret y del Sr. Fernández Giménez sobre Financieros modernos y el Arte árabe, respectivamente.

Y en esto vino la revolución de Setiembre. La Unión liberal había hecho el último servicio a la democracia, aliándose con ella y expulsando a la reina Isabel, después de haber destruido a los antiguos partidos monárquicos. No son estos títulos, ciertamente, para un partido que se ufanaba de conservador. Pero así sucedió.

Rafael M. de Labra

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{1} En el número del 6 de Marzo de 1854 se leía un editorial cuyos últimos párrafos eran los siguientes:

«¡Oh, si nosotros hubiéramos podido preguntar sobre este punto al infeliz coronel Latorre, como la autoridad debió por lo visto de preguntarle, por su plan y sobre sus cómplices! De seguro que nos habría contestado [179] que él no había dicho, que él no había visto, ni aun hacia los famosos valles de Hecho y Hansó, rastro alguno del liberalismo aragonés; de seguro nos habría declarado que él no encontró señal alguna de la popularidad de esos diputados progresistas que el Aragón ha enviado a Madrid; de seguro nos habría dicho que él no vio al través de los pueblos ni de los campos y montañas ninguna criatura que pudiera simpatizar ni con los que en el Ateneo se entusiasmaban cuando el Sr. D. N. explicaba derecho constitucional, o cuando el Sr. D. F. declamaba contra los déspotas y el fanatismo clerical, o cuando el Sr. D. J. se dirigía a la opinión pública contra los que no quisimos cantar himnos de gloria al Sr. Mendizábal después de su muerte, ni con los que van al teatro de la Cruz a expresar su odio a todo poder monárquico, celebrando con estrepitosos aplausos la derrota y el degüello de los cosacos. Desgraciadamente Latorre murió sin decir sobre este punto lo que observara; y como el espíritu de partido no permitirá tampoco a sus compañeros confesar lo que por su parte habrán visto, sucederá que, como al principio dejamos dicho, la enseñanza última será tan infructuosa como las muchas que la han precedido.»

Estas líneas provocaron de parte del Ateneo, por conducto de su secretario el señor marqués de la Vega de Armijo, una protesta que insertó La Esperanza en su número del 11 de Marzo, acompañándola de un nuevo comentario. Hélos aquí.

«Sr. Director de LA ESPERANZA.

»Muy señor mío: La circunstancia de hallarse cerrado el Ateneo temporalmente por orden del señor gobernador de la provincia me ha impedido hasta hoy leer el artículo primero editorial de su periódico del lunes 6 de Marzo de 1854; de otro modo, fácil es comprender que hubiera contestado antes a las acusaciones que en él se dirigen hacia una corporación que tanto ha influido siempre en la ilustración de nuestro país, y en donde jamás se han tratado las cuestiones, por mucho que fuera su roce con la política, sino en el terreno de la ciencia.

»El suponer, como el autor del artículo supone, que las doctrinas allí explicadas pueden dar por resultado sucesos semejantes al que por desgracia ha tenido lugar en Zaragoza, es discurrir como aquellos exagerados revolucionarios del año de 1835, que atribuían a las santas predicaciones de los púlpitos los sangrientos excesos de los enemigos del legítimo trono; y sin embargo de que entonces, quizá con más razón que ahora, hubiera podido hacerse semejante cargo, no habría habido un alma generosa que no se levantara para rechazarlo. Estaba reservado a LA ESPERANZA el propalar una acusación que, caso de que fuera justificada, debió fulminarla cuando aquellas lecciones se pronunciaban, y no aguardar a que una medida que no es del caso ahora calificar, hiciera pesar una especie de interdicción sobre un establecimiento que ni un solo instante ha perdido de vista el objeto puramente científico de su instituto.

»El público, juez supremo en esta clase de cuestiones, que ha asistido a las cátedras del Ateneo, y que ha visto por otra parte las acusaciones lanzadas en el artículo a que me refiero y la época en que éstas se han hecho, [180] juzgará de la exactitud y oportunidad que ha habido en ellas, apreciándolas en su justo valor. Por lo que a mi toca, habré cumplido con la grata obligación que me impone el cargo que debo a la confianza de mis consocios, rechazando como rechazo semejantes acusaciones.

»De V. S. S. Q. S. M. B. –Por acuerdo de la Junta de gobierno del Ateneo, el Secretario primero, marqués de la Vega de Armijo.

»Madrid 9 de Marzo de 1854.»

Y añadía LA ESPERANZA:

«En respuesta a la anterior comunicación, nos limitaremos a decir: 1.° Que el que las cuestiones que se rozan con la política sean tratadas en el terreno de la ciencia, no quita que puedan ser tratadas de una manera perniciosísima. 2.° Que, sabiéndolo o ignorándolo la Junta de gobierno, en el Ateneo se han tratado muchas con visible aplicación a las circunstancias políticas del momento. 3.º Que nuestro derecho para hablar de ésto es tanto más incontestable, cuanto nos consta y podemos probar que cuando, después de la muerte del Sr. Mendizábal, estaba pendiente nuestra polémica con otros diarios sobre la apreciación de los actos de este personaje como hombre público, hubo profesor que se puso a declamar contra los que no perdonaban a sus enemigos políticos ni aun viéndolos en la tumba: palabras que todos los asistentes aplicarían, sin duda, a LA ESPERANZA. Y 4.° Que es muy poco oportuno venir reclamando en favor del Ateneo su estado de indefensión, cuando tiene los mismos medios de justificarse que nosotros; cuando están abiertas para él las columnas de LA ESPERANZA; cuando entre su anterior situación y la actual no hay, para el caso, más diferencia que la de que ahora no cuenta, como antes, con armas de que nosotros estábamos entonces y todavía estamos privados.»

{2} También tuve yo el honor de ser secretario primero de la Sección de Ciencias morales y políticas en 1864.

{3} No he podido dar con la Memoria de la Secretaría, de 1860, y no recuerdo precisamente los temas de aquel año. Sí sólo el de la Sección de Ciencias políticas, que es el relativo a las libertades religiosas, de prensa y de enseñanza.

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