Rafael María de Labra, El Ateneo de Madrid y 9, 30 junio 1878 (original) (raw)
Rafael María de Labra
el propio modo las veladas (que recordaban un tanto las primeras reuniones de la Sección de Literatura y aun de la de Ciencias por los años de 1837 al 39) terminaron desgraciadamente a poco, quedando de ellas tan sólo la aparición de vez en cuando, no muy frecuente en verdad, de poetas como Zorrilla, Campoamor y Núñez de Arce, que entre universales aplausos, y ante un público numeroso, leen sus soberbios versos{1}. Y he dicho que desgraciadamente terminaron las veladas, porque la bondad y eficacia de éstas téngolas por evidentes.
Para usar de la palabra en las Secciones del Ateneo, son ya necesarias condiciones que no posee la generalidad de los hombres cultos, aun en esta tierra de oradores. Resulta, por tanto, que un número no escaso de personas muy competentes se retraen de tomar parte en los debates; siendo así que podrían muy bien leer memorias, críticas y exposiciones de libros de reconocido mérito, descripciones de viajes, y en fin, [417] composiciones poéticas que o no caben en el círculo de las discusiones académicas, o exigen de sus autores otras condiciones que las oratorias. Yo recuerdo que en el célebre Círculo filosófico de la calle de Cañizares{2} se exigía a todo socio, para su ingreso en la corporación, una memoria o discurso crítico sobre cualquiera de las obras con que en los últimos cinco o seis años se hubiera enriquecido la bibliografía europea; sobre este trabajo, unas veces se entablaba debate y otras no; pero de todos modos, al cabo del año resultaba una colección de estudios dignos de ser reproducidos por la imprenta, después de haber proporcionado a los oyentes, con gran facilidad y punzante atractivo, un cierto conocimiento del rumbo que las ideas sobre tal o cual materia llevaban en la sociedad contemporánea. Y en el mismo Ateneo, gracias a las veladas literarias, se han hecho públicos algunos trabajos inéditos de Heine y estudios de críticos de gran importancia en el extranjero sobre la literatura inglesa{3}. Por esto fuera de desear que se volviera al pensamiento de 1875, cuya bondad demuestra, cuando menos, la afluencia de socios a las pocas sesiones que todavía, y de tarde en tarde se celebran, para que tal o cual poeta, siempre de alto renombre, haga conocer sus últimas o sus mejores poesías.
El mismo generoso espíritu que provocó la inauguración de las veladas, fue el que en Junio de 1875 puso sobre el tapete algunas innovaciones de alta trascendencia. Una, la de que el Ateneo celebrase sesiones literarias en los aniversarios de Calderón de la Barca, Cervantes, Lope de Vega y Quevedo. Otra, la de que se abriesen de vez en cuando concursos científicos y literarios. Otra, la de que se publicase una Revista, y otra, en fin, la de que se revisasen los antiguos Estatutos.
La bondad de las dos primeras, casi dispensa de comentarios. Indudablemente a realizar aquellas ideas, la importancia del Ateneo acrecería, dado que ninguna otra corporación libre en nuestro país tiene de su parte tanto prestigio, ni tantos medios. Felizmente, la situación financiera del establecimiento es [418] desahogada, próspera, y los gastos que tanto los aniversarios como los concursos pudieran ocasionar, nunca serian de extraordinaria importancia. Sin tener la del Ateneo de Madrid, otros Ateneos y sociedades de provincia sirven a la cultura patria, abriendo certámenes y ofreciendo recompensas a los escritores que con dificultad hallan medios decorosos de publicar sus trabajos. En último caso, el Ateneo podía tomar la iniciativa y solicitar la ayuda individual de sus miembros pudientes; que por fortuna, ya se van dando ejemplos en España de hombres capaces de apartar algunos miles de reales del presupuesto de diversiones y caprichos para contribuir al desarrollo intelectual de la patria, y no es tan unánime como en otros tiempos, la idea de que se cumple con los altos deberes morales que impone el mero hecho de la riqueza (aun de la riqueza obtenida por el esfuerzo propio, cuanto más de la riqueza heredada), incluyendo entre las disposiciones testamentarias, una cláusula referente a un número mayor o menor de misas en provecho del alma del difunto. Bueno que todos cumplan sus deberes religiosos; bueno que el culto no penda de los presupuestos como impía y torpemente sucede en los pueblos de religión oficial; pero bueno que los cristianos adviertan el papel que entre las virtudes y recursos que el Evangelio consagra desempeña la caridad, y como ésta no se reduce a la limosna que cualquiera importuno arranca al indiferente, atento sólo a no ser incomodado en las calles al pasearse ufano y repleto.
Por lo que hace a la Revista, estimo que siendo la idea aceptable, su éxito depende de la forma que se pretenda darle. El pensamiento ya es antiguo en el Ateneo, que siempre acarició el propósito ardientemente defendido en 1836 por los señores Roca de Togores, Galiano, Revilla, Bretón, Mesonero, Ponzoa y otros, y cuya publicación (después de acordada) se aplazó por falta de recursos pecuniarios. Y esta misma fue renovada y mantenida por el Sr. Moreno Nieto en 1862 sin lograr al cabo el deseado éxito, como no lo logró tampoco la proposición de 1875, suscrita por varios entusiastas jóvenes. Lo único que de este esfuerzo resultó fue la aparición del Boletín del Ateneo, que edita la casa Perojo y Compañía, y en el cual, como ya [419] he dicho, se insertan los resúmenes de los presidentes de las Secciones, las actas de éstas, &c., &c.
A mi juicio, por mucho tiempo será punto menos que imposible realizar, por cuenta del Ateneo, la publicación de una Revista análoga a la que hoy solicitan la atención de las gentes con los títulos de Contemporánea, de España y Europea. No se presta a ello la índole del Instituto que la había de editar, y no cabe todavía en sus medios económicos; puesto que una Revista para ser digna de este nombre y de la importancia del Ateneo implica gastos de suma consideración que aquel establecimiento no puede afrontar siquiera temporalmente. Y no hablemos de la pretensión de sostener el periódico con las aportaciones gratuitas de los socios. Esto puede pensarlo el que jamás haya echado la vista al interior de una redacción. Gratuitamente sólo se sostienen periódicos de corta vida y de pura conquista; nunca una publicación seria y de alcance.
Por otra parte, reconozco que el actual Boletín no ofrece gran interés, y ya sospecho que no habrá de vivir mucho. ¿Pero no cabía responder al deseo constante del Ateneo, atendiendo a la par a las necesidades intelectuales del país y haciendo que los trabajos de aquel Instituto no quedasen entre las paredes de la casa? Yo me atrevo a pensar que sí, en el supuesto de contar: 1.° con la cooperación de una casa editorial; 2.° con la posibilidad por parte del Ateneo de algún sacrificio pecuniario, siquiera en los dos primeros años; y 3.° con que el Ateneo ensanche su vida y establezca los concursos y vuelva a las veladas literarias. De esta suerte podría publicarse no precisamente una Revista de la índole ordinaria, un periódico quincenal o cosa análoga; pero sí algo como la Revista trimestral belga, esto es, un volumen cada tres o cuatro meses en el cual tuvieran cabida, no sólo los que hoy publica el Boletín, si que las Memorias premiadas en concurso, las poesías leídas en conferencias literarias, los juicios críticos sobre determinadas obras leídos en las veladas, algunas de las lecciones pronunciadas en las cátedras, extractos de las enseñanzas suministrados por los mismos profesores, como se ven en el Boletín de la Institución libre de enseñanza, y algún que otro trabajo [420] serio que por excepción quisieran proporcionar los socios, –cosa no difícil siempre bajo el punto de vista de la excepción.
De otra suerte, no veo que salga adelante la idea. Desde luego, como he dicho, en 1875 no salió. En cambio sí obtuvo éxito la de la revisión de los antiguos Estatutos. De ella fue producto el nuevo Reglamento, aprobado en 28 de Diciembre de 1875 y promulgado en 15 de Enero de 1876. El que regía hasta entonces era la reforma de 1850, inspirada en un sentido restrictivo, pero bajo la cual el Ateneo se había desarrollado afirmando un espíritu bien contrario. De aquí la absoluta inobservancia del texto de 1850, dándose el caso rarísimo en España, quién sabe si único, de un cuerpo que vivía sin ley escrita, o mejor dicho, contra ley y por la fuerza de costumbres cada vez más progresivas. En 1875 se quiso que el Reglamento del Ateneo correspondiese a lo que en el Ateneo se había hecho.
Reproduciendo el art. 1.° de los dos Estatutos o Reglamentos (que de ambos modos son llamados) de 1836 y 50, el primero, también de 1876, establece que «el Ateneo es una sociedad exclusivamente científica y literaria,» y el segundo dice que «sus socios se proponen aumentar y difundir sus conocimientos por medio de la discusión, de la lectura, de la imprenta y de la enseñanza en todas y cualesquiera de sus formas y manifestaciones, _dentro siempre de las prescripciones legales._» Es una señal de los tiempos que las frases subrayadas hayan sido impuestas por el gobernador civil de Madrid, al cual le fueron comunicados los Estatutos. Tal vez, y sin tal vez, no estaba en el círculo de las atribuciones de la autoridad superior de Madrid hacer modificaciones, y su conducta es tanto más grave, cuanto que el art. 2.° del Reglamento de 1850 dice lo mismo que el de 1876, sin la adición referida. Pero la reserva del gobernador, junto con el hecho de haber salido del Ateneo el Reglamento sin semejante adición, ha servido para caracterizar más, si cabe, el espíritu del Instituto de la calle de la Montera: espíritu que no es, ni puede ser, el de prescindir en absoluto de las leyes del país (esto es simplemente absurdo), si que el de vivir bajo aquel principio de la plena libertad de crítica [421] y de investigación, que le había proporcionado años atrás el apellido de la Holanda de España.
Y buena prueba de ello, el texto mismo (una de las novedades del Reglamento) del art. 5.°, que dice: «En la discusión de las Secciones habrá, según tradición y práctica constantes del Ateneo, la tolerancia y el respeto que se deben a todas las opiniones y creencias sinceramente profesadas{4}.» Y buena prueba también, los debates políticos de 1877 sobre la Constitución política de Inglaterra y el fracaso de las gestiones hechas por los enemigos de la libertad de discusión, para obtener del Gobierno que pusiera término a aquellos debates, o por lo menos a la exposición de ciertas doctrinas.
En vista de este principio de libre crítica, está redactado el art. 11, que establece que «en el caso de que la Junta de gobierno estimase necesaria la suspensión de las explicaciones de algún profesor, lo propondrá así a la Junta general, a la cual corresponderá adoptar o rechazar la medida.»
Los artículos 8, 9, y 37 responden a aquel mismo espíritu expansivo, y sancionan novedades de no escasa monta. Las sesiones de las Secciones son, por su naturaleza, privadas, pero la Junta general puede acordar lo contrario, admitiendo de esta suerte al público, ansioso de saber, al disfrute de los grandes debates del Ateneo. Esta idea había surgido en los primeros días del Instituto, y aun hasta 1838 parece que alguna Sección permitió la presencia de personas que no pertenecían al Instituto; pero desde entonces no se había vuelto a proponer, y máxime bajo la inspiración del Reglamento de 1850. Este señaló como cuota de entrada la de 320 rs., subiendo la que se venía pagando de 160, produciéndose, con tal motivo, una baja de ingresos que determinó a la Junta general en 1855 a establecer la cuota de 200 rs.; ahora el nuevo Reglamento (art. 37), si bien sanciona el tipo (y hace permanentes los 30 reales mensuales a que en 1863 transitoriamente se elevó la [422] contribución ordinaria de los socios{5}, dispone que pueda pagarse en diez plazos, con lo que se ha facilitado lo indecible al acceso a los salones. Por último, ese mismo Reglamento establece que «las enseñanzas del Ateneo han de ser públicas y gratuitas;» dispone que al efecto la Junta directiva «invite a personas de capacidad y aptitud probadas, sin atenerse a ofertas voluntarias de ningún género, teniendo sólo presente el mayor nombre y lustre de la corporación,» y concluye por sancionar la existencia de cátedras retribuidas, reservando a la Junta general extraordinaria la forma y organización de estas enseñanzas.
Tal acuerdo es de gravedad suma; por esta puerta el Ateneo podría completarse y llegar a ser sin género alguno de duda, la primera institución docente de España, por cima de Academias y Universidades.
Es de advertir que el acceso a las cátedras, siendo de atrás libre, requería, sin embargo, papeletas que, primero los socios y luego los porteros del Ateneo, facilitaban con muy buena voluntad. Hacia 1870 tanto fue quebrantándose la práctica de las papeletas, que de hecho todo el mundo podía subir la escalera interior de la casa. Esto ha quedado reconocido solemnemente, al mismo tiempo que se han introducido reformas de consideración en el local destinado al público. Hay, sin embargo, que notar que éste por costumbre es exclusivamente masculino; y en verdad, en verdad, que no se comprende cómo el bello sexo, que con avidez asiste a las tribunas del Congreso, que figura en primer término en todas las solemnidades de las Academias, que ha concurrido a las Conferencias de la Universidad en 1870 y que hoy mismo favorece con su presencia los cursos de la Institución libre de enseñanza, parece como excluido de los salones de la calle de la Montera. Por dicha ya no se puede hablar impunemente entre nosotros al modo usual de la época de la Ronda de Pan y Huevo y del Rosario de la Aurora, sobre el carácter y destino de la mujer: ni aun es tolerable [423] entre personas de cierta cultura que se reduzca la misión de la dulce mitad del género humano, de soltera a cazar marido (sic) y de casada a zurcir ropa vieja y cuidar de la cocina. Gracias a este cambio va trasformándose el interior de nuestra vida y recabando ante la consideración del mundo el puesto que realmente merece esta mujer española, tan penetrante, tan viva y tan generosa, y a la cual una educación repugnante llegó a dar en el último siglo, y aun buena parte del que corre, la reputación de una de las más incultas de la sociedad europea. Esto así, ¿cómo explicarse que sólo en contadísimas excepciones y únicamente determinadas señoras hayan salvado el dintel del Ateneo, y esto para refugiarse, a modo de mujer turca, en algún aposento fuera del alcance del público, y desde allí escuchará tal o cual orador celebrado, a tal o cual poeta insigne? Demás que los antecedentes del Ateneo no son estos: recuérdese si no la época del 20 al 23, en la cual las damas no sólo ocuparon su butaca en los salones de la Sociedad, sino que tomaron parte activa en algunas de las fiestas artísticas y literarias que entonces tuvieron efecto en el seno de aquel Instituto, en cuyo Reglamento, como antes de ahora he apuntado, se prevenía expresamente que para realizar ciertos fines del Ateneo debían ser invitadas a sus salones «personas de ambos sexos distinguidas por su amor a la ilustración.»
La gratuidad y publicidad de las enseñanzas del Ateneo son tradicionales en esta corporación. De gracia pide la Junta directiva a personas distinguidas su cooperación, y a grande honor tienen éstas subir a la gran cátedra de la calle de la Montera{6}; pero no hay que hacerse ilusiones respecto de lo [424] que esto promete, y sobre todo asegura. En el Ateneo siempre tendrán preferencia los discursos brillantes, los trabajos de pura propaganda, los estudios de aparato: resintiéndose la enseñanza regular y metódica. Casi me atrevo a decir que ésta no existe, ni ha existido, ni existirá mientras el profesorado no tenga retribución. Sin duda pensando en esto, el nuevo Reglamento, al par que sanciona la antigua enseñanza que tantos días de gloria ha proporcionado al Ateneo y tantos beneficios ha traído al país, deja abierta la puerta a la enseñanza retribuida, que a mi juicio ofrece grandes perspectivas, y en la que estriba tal vez un nuevo y esplendoroso porvenir para el Instituto de 1836, que podría ser por sus propios recursos o mediante inteligencias con alguna otra corporación tal como la Institución libre de Enseñanza, la gran Universidad libre de España. Ya esta idea había surgido en los primeros días del Ateneo; pero no llegó a formularse de una manera seria y positiva hasta 1865. Entonces fueron presentadas a la Junta general dos proposiciones. La una de D. Francisco Giner de los Ríos, la otra de D. Fermín Gonzalo Morón. Aquélla pretendía que se establecieran cátedras de Política, Derecho (historia e instituciones), Filosofía de la Historia, Historia de la Filosofía española y Estética, adquiridas todas por oposición, y retribuidas por medio de matrícula abierta al comenzar el curso. De esta suerte, se volvía a la práctica de 1838, en cuya época se distinguía entre las enseñanzas de cuadro, es decir, las indispensables a juicio del Ateneo, y las extraordinarias que cualquiera profesor podía dar, por su propia iniciativa, de acuerdo siempre con la Junta que invitaba a las personas idóneas. La proposición del Sr. Morón, presentada nueve meses después (Diciembre de 1865) pretendía que se abrieran cátedras públicas con una retribución mensual para el profesor y el destino de un 25 por 100 de la matrícula para el fondo de la Biblioteca de la casa. La proposición primera fue desechada; para la segunda se nombró comisión, pero sin resultado alguno. [425]
Otras novedades de menor cuantía consagró el Reglamento de 1876. Por ejemplo, la constitución de la Junta directiva que había de componerse en lo sucesivo de un presidente (de elección anual en vez de cada dos años como venía sucediendo desde 1850), un vicepresidente, dos consiliarios, un archivero-bibliotecario, un contador, un depositario y tres secretarios; la obligación de los secretarios de las Secciones (cuatro) de llevar un libro de actas en que se consigne el resultado de los debates; el derecho de los socios de presentar temporalmente por tres meses a lo sumo a cuantas personas crean oportuno, debiendo pagar el presentado 40 rs. mensuales; la inauguración de las cátedras y Secciones por medio de un discurso científico o literario del presidente en los meses de Octubre o Noviembre; la exigencia de que el presidente y los miembros de la directiva residan en Madrid; la constitución de una comisión especial de siete socios para el examen y aprobación de las cuentas anuales; el mantenimiento del gabinete de lectura y de la biblioteca abiertos todos los días y a todas horas; el derecho de los socios (en número de 12) de pedir que se traiga a la Biblioteca tal o cual libro; la prohibición de que se saque del Instituto libro ni periódico alguno; reducción de las Secciones a tres (de Ciencias morales y políticas, de Ciencias naturales, físicas y matemáticas y de Literatura y bellas artes), bien que estableciendo que a ellas pertenecen indistintamente todos los socios y en ellas tienen voz y voto, &c., &c.
Sobre este último punto los usos del Ateneo dejan algo que desear. Desde luego las verdaderas Secciones del Ateneo son las dos primeras; resiéntese de gran desanimación la tercera, como se resiente y ha resentido en todas las épocas la enseñanza de las ciencias físicas y naturales, debido tal vez a ser necesarios, para que otra cosa sucediera, aparatos y medios de que carece aquel establecimiento. Pero no por esto se ha de prescindir de recomendar a la Junta directiva la altísima conveniencia de que aquellos estudios revistan el carácter debido, por lo mismo que en Europa van tomando una altísima importancia, y la deficiencia de la enseñanza oficial en España es de absoluta notoriedad.
Aun tratándose de la Sección segunda, la práctica del Ateneo [426] es reducir sus trabajos a debates sobre temas de estética e historia literaria. En otro tiempo, en la primera época (es decir, en 1820), el Ateneo celebraba reuniones de verdadero carácter artístico; pero hoy carece hasta de un buen piano y un harmonium con que cuentan casi todos los Ateneos de provincias en España, y los Círculos literarios del extranjero. Esta falta toma mayor alcance por el hecho de no existir hace ya bastante tiempo ninguno de aquellos Liceos, que tanto beneficio trajeron a la cultura patria hace veinticinco años; y respecto del éxito que obtendrían ciertas sesiones de índole puramente artística, harto dice lo acaecido en la Institución libre de enseñanza con las conferencias musicales de los Sres. Rodríguez e Inzenga, en el invierno de 1876-77.
Tal es el Reglamento vigente del Ateneo{7}; la prueba más acabada del sentido que en esta corporación domina; sentido tan enérgico que se ha hecho camino a través de los Estatutos de 1850, barrenándolos, destruyéndolos y sustituyéndolos por prácticas de todo en todo contrarias al espíritu que en aquellos palpita. El Reglamento de 1876, como ya he dicho, no es otra cosa que la fidelísima traducción de esas prácticas, por las cuales el Ateneo ha vivido en estos últimos veinte años, por las que es lo que es y lo que en España representa, y que, después de todo, acusan el mismo espíritu que presidió a su creación en 1836, y que en él dominó hasta 1849; es decir, el espíritu que ha privado en los períodos más brillantes de la historia de la Casa.
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Y aquí termina mi empeño, porque aun cuando me tienta el deseo de hacer algunas indicaciones respecto del personal con que hoy el Ateneo cuenta y por lo que hace al desarrollo de que el Instituto es capaz, supuesto que su actual celosa Junta directiva se identifique perfectamente con su espíritu y domine [427] las circunstancias por que el país atraviesa y las excepcionales que favorecen al Ateneo, aun cuando, repito, me tienta el deseo, entiendo que no es prudente emitir juicios sobre particulares, respecto de los que mi voto pudiera ser tachado de parcial y quién sabe si de impertinente, perteneciendo yo al número de los socios y teniendo a mi alcance medios de hacer valer mis opiniones y proyectos en el seno de la corporación.
Como más de una vez he indicado en el curso de este trabajo, y como piensa la mayor parte de las gentes, tengo al Ateneo de Madrid como una verdadera gloria de España y uno de los elementos más poderosos de nuestra cultura, de la propia suerte que una de las instituciones a que deben más la causa de la libertad y el progreso político de nuestra patria.
Recorriendo aquellos amplios salones el espíritu se conforta. Todas las posiciones y todas las edades se dan allí cita, privando así en las conversaciones sosegadas del Senado, como en los diálogos chispeantes de la Cacharrería y del Wagon, como, en fin, en las controversias de grupos que antes y después de los debates de las Secciones o de los discursos de tal o cual profesor se forman en los corredores, y donde se sostienen, en una tesitura y con un calor que al extraño no dejan de alarmar, las más peregrinas soluciones y las críticas más originales; privando, digo, en todas partes una cortesía, una tolerancia, una deferencia, un amor que en vano se pretendería hallar en otros círculos, y más aún allí donde se juntan personas de opiniones políticas y religiosas (nótese bien) radicalmente opuestas. En el medio siglo que el Ateneo lleva de vida no sé yo, ni nadie recuerda, ni las actas lo consignan, que haya sido expulsado del establecimiento ningún socio por su descompostura o por haber faltado siquiera de palabra a otro.
Y este punto de la perfecta armonía que en los salones de la calle de la Montera reina entre personas de las más encontradas opiniones (y tengo por cierto que en ningún otro círculo se dan tantos y tan enérgicos contrastes, que además se patentizan en los debates y las lecciones que constituyen el principal atractivo del establecimiento), se relaciona con otro hecho por todo extremo singular. Estoy en que a nadie se le ocurrirá poner en tela de juicio, cuanto más negar, que el elemento [428] activo del Ateneo, aquel de quien hoy depende principalmente la vida de las Secciones, el que agita las juntas generales, el que ha provocado la formación del nuevo Reglamento y el que llena aquellas salas con sus expansiones y alegrías, es el elemento más avanzado, lo que se llama la izquierda del Ateneo, y que siguiendo una práctica parlamentaria ocupa las butacas de la izquierda en el salón de debates. Y sin embargo, así la presidencia como la mayor parte, cuando no la totalidad de los cargos de la Directiva del establecimiento, están en manos de personas dignísimas, pero de un sentido muy opuesto al del elemento citado; y lo está por votación unánime y con universal contentamiento.
De la propia suerte es notorio que el espíritu dominante en la mayoría de los socios del Ateneo, no es el que inspira a la parte activa, ni siquiera coincide con el que caracteriza al Ateneo como una institución de libre crítica y color subido. Y sin embargo, esa contradicción evidente no es parte a determinar ni la retirada de aquellos socios (que muchos sólo de tarde en tarde pisan aquellas salas y no pocos en la prensa y en el Congreso votan con un entusiasmo piramidal la intolerancia religiosa disfrazada y las leyes represivas de la prensa), ni la más pequeña coacción respecto de tendencias y de opiniones formuladas, a las veces, en términos sobrado crudos. Sólo conozco dos casos de intolerancia en la larga historia de aquel instituto. El uno (vuelvo a repetirlo), a fines de 1840 al negar la Junta directiva (que componían los Sres. Martínez de la Rosa, Escario, González, Monreal y otros), la cátedra de Derecho político constitucional que solicitaba el progresista Sr. Corradi por ausencia del Sr. Alcalá Galiano; negativa acentuada por la creación de la cátedra de Historia de la legislación que se encomendó al Sr. Pidal. El otro, la intimación hecha al Sr. Rivero en 1850 (bajo la administración de los Sres. Alcalá Galiano, Acebal, Medina, Navarrete, Magaz, Bordallo, &c., &c.), respecto a los términos en que el profesor se había explicado sobre materias de religión y política. La diferencia entre uno y otro caso está en que en el primero obraba por sí la Junta directiva (con ánimo de convertir, como convirtió, al Ateneo en un centro de enseñanza conservadora), y en el segundo, [429] la protesta procedía de algunos miembros de la asociación, y en época en que la decadencia del Ateneo era visible. Hoy nada de esto, y sobre todo lo último, sería posible.
Por este mismo espíritu, y respondiendo al texto del Reglamento, el Ateneo se ha mantenido constantemente fuera de todo compromiso de política palpitante: bien al contrario de lo que pretendió ser y fue el Ateneo de 1820, al que por la naturaleza de sus empeños y el sentido de sus debates tanto se parece el de ahora. Sólo en el momento crítico de la paz de Vergara y con motivo del odioso atentado de que fue víctima la reina doña Isabel en 1852, el Ateneo se creyó en el caso de hacer pública demostración de sus sentimientos. Después, a propósito de la participación que en el combate naval del Callao tuvieron algunos ateneístas, como Méndez Núñez, Pezuela y Antequera (concurrentes asiduos al Senado) la junta general acordó enviarles en un artístico y expresivo documento el testimonio de sus simpatías. Y tan rigurosamente se ha llevado la idea del apartamiento de todo lo político y lo oficial, que al ser consultado el Ateneo en 1840 por la audiencia de Madrid sobre el carácter de la letra de cambio, la Directiva se apresuró a declinar la honra de la consulta, advirtiendo que estaba fuera del círculo de los trabajos y los fines de la corporación.
Un peligro corría el Ateneo por el carácter inicial del Instituto y el de sus devotos y frecuentadores. Así como el escollo del Casino de la Carrera de San Jerónimo es el exceso de mundo (permítaseme la frase), el del círculo de la calle de la Montera es el de la solemnidad y la pedantería. A primera vista, parece que la inscripción en la lista del Ateneo, arguye ciertas pretensiones de sabiduría, y quizá no falte quien no habiendo jamás pisado aquellos corredores, que sólo por la prensa y la fama pública conoce, piense que allí sólo se habla en tono magistral y a fuerza de agua azucarada; que allí no se discurre más que sobre Hegel y Hartmann. Tampoco sería de extrañar que los conocedores de los antiguos liceos supusieran que en el Ateneo priva algo de aquel espíritu un si es no es ligero (¡oh! perdónenme los literatos), y un tanto vanidosillo que satura las reuniones puramente literarias, y que tanta mano tiene en las comedias [430] de aficionados y los conciertos caseros. Pues no hay tal cosa. La afición a la ciencia y a los trabajos literarios sólo produce en el Ateneo cierta delicada confianza entre los socios, una especie de fraternidad análoga (análoga digo) a la de los escolares de los grandes colegios de Inglaterra, de aquellos famosos Inns of Court, Inner Temple, Gray’s Inns, &c., &c. Por eso los ateneístas dicen frecuentemente nuestro Ateneo, y miran las cosas de aquel establecimiento poco menos que como cosas de casa. Allí, pues, se habla de todo; hay su última hora; se murmura de la villa y se mezcla lo útil y lo dulce, lo divino y lo profano. Lo que sí advierte el curioso es cierta distinción en el pensamiento, cierto tono en las controversias y cierto alcance en los juicios, que se comprenden perfectamente, teniendo en cuenta que el mero hecho de los debates de las Secciones, las cátedras, el notabilísimo gabinete de lectura (el mejor de España, a no dudarlo), y, en fin, el trato de personas consagradas al cultivo de la inteligencia, han de producir en el espíritu del hombre menos educado, cierta cultura y hasta cierto refinamiento que no toleran esos soberbios disparates con que a grito pelado pretenden imponerse en otros círculos personas sin más títulos que su gabán de Caracuel o de Molina, su sombrero de Aimable, sus guantes de Jourdan y su humeante cazador de Partagás o de Valle. Yo dificulto que exista dentro ni fuera de España círculo donde la confianza mejor se armonice con la distinción, y donde la permanencia y el trato sean tan agradables.
Últimamente, el Ateneo ha ensanchado sus relaciones por medio de convenios especiales con otros círculos de fuera, como la asociación literaria de Lisboa, los Ateneos de Barcelona, Valencia, Vitoria y otros, mediante los que los socios de estos establecimientos (y por ley de reciprocidad) tienen franca entrada en el de Madrid, con sólo exhibir los últimos recibos de aquéllos.
Con tales atractivos y por tales medios, el Ateneo de Madrid ha logrado reunir en el año que corre hasta 753 socios de carácter permanente (682 de pago y 71 exentos), amén de unos 60 transeúntes durante el invierno; esto es, más de 800, entre los que se cuentan casi todas las ilustraciones madrileñas. [431] Su presupuesto de gastos es (en 1877) de 237.403,73 reales, de los que 60.000 se dedican al alquiler anual del edificio (que como ya he indicado ocupa un área de 18.000 pies repartidos en cinco grandes salones, tres pequeños y dos anchos corredores); 40.758 a la compra de libros{8} y pago de suscriciones a periódicos nacionales y extranjeros; 32.990 a sueldos de dos empleados en la biblioteca, un conserje y cuatro criados; 20.980 al alumbrado; 3.924 a papel para escribir; 7.048 a impresos (recibos, memorias, &c., &c.); 3.323 a calefacción, &c., &c.
Los ingresos en el último año pasaron de 238.929 rs., permitiendo que el ejercicio se cerrara con un sobrante de 1.500 reales y autorizando las más lisonjeras esperanzas; pues que la cifra excede en cerca de 14.000 rs. a la del año anterior de 1876, y en 68.000 a la de 1874{9}. Bien que este progreso lo acusan otros muchos datos, por ejemplo, el ingreso de socios que en 1874 fue de l00, en 1876 subió a 136, y en 1877 a 166. Así el número de ateneístas que en 1845 era de 500 y en 1863 llegaba a 700, pero que en 1870 había descendido a 478, vuelve a tomar incremento en estos tres últimos años, en los cuales las cifras suben rápidamente hasta mantenerse la de 800 como constante en este último período.
Tal ha sido y tal es el Ateneo científico, literario y artístico de Madrid, cuyo nombre tan frecuentemente aparece en las columnas de los periódicos de todos matices de la corte y villa; cuya tradición tan íntimamente está ligada con el desarrollo intelectual y el progreso político de España; en cuyo seno [432] tantas reputaciones se han formado para obtener luego en el Parlamento, en la Universidad, en la plaza pública, en la prensa, en todos aquellos sitios donde el talento y la ilustración contienden, la sanción más explícita, el reconocimiento más solemne y que por tantos conceptos abona la competencia del círculo que primeramente ha consagrado la valía de los laureados y aplaudidos; donde se congrega un público, ante el cual ha tartamudeado González Brabo y palidecido Ríos Rosas, y que reúne a una cultura científica análoga a la de los mejores institutos del extranjero aquella distinción que caracteriza a Madrid en todo el mundo y compensa hasta cierto punto su evidente inferioridad respecto de las demás capitales de la Europa contemporánea; donde toda idea nueva ha encontrado su orador y su cátedra, y donde el espíritu de tolerancia que hoy informa el trato de todas las sociedades civilizadas se trasforma en espíritu de libre crítica en el momento de discutir los vastos problemas filosóficos, religiosos y políticos planteados por el genio del progreso, que hoy embargan la atención de todos los pensadores y todos los estadistas, y cuya inteligencia y resolución han venido a ser el trabajo predilecto y el atractivo más enérgico del vibrante y esplendoroso Instituto de la calle de la Montera.
Más de una vez al leer los artículos y los libros que algunos escritores extranjeros han dedicado en estos últimos tiempos a nuestra España y nuestro Madrid, me he lamentado del absoluto olvido en que dejan al Ateneo. Aun los más discretos y más favorables como Carlos Iriarte, como Edmundo Amicis, parece como que ignoran o la existencia misma de aquel Círculo o la importancia excepcional que en nuestra vida de la inteligencia y de la política ha tenido y tiene. Y es tanto más de lamentar esto, cuanto que, como he dicho al comienzo de este largo trabajo, el Ateneo de Madrid (cuyo altísimo valor no se puede conocer) es algo propio y exclusivo de España, algo que yo no he visto fuera de mi país, algo que en cierto sentido puede pasar como una institución nacional.
A él le debo yo una buena parte de mi modesta cultura. En él entré siendo un niño, al punto de no obtener sin dificultad el acceso a aquellos salones, cerrados para la adolescencia. [433] De sus catedráticos y sus oradores recibí en tiempo que ya se va haciendo lejano, aquellas inspiraciones que turbaron la serenidad de mi espíritu, dormido en la confianza que producen las lecturas elementales, para lanzarle ansioso y febril por el camino de la libre investigación tras la musa de la verdad, y en busca del mundo deslumbrador de la eterna justicia. De aquel público tan inteligente como benévolo he recibido en el trascurso de veinte años repetidísimas pruebas de afecto, ayuda fortísima para mi ánimo rudamente atacado, ora por los dolores del hogar, ora por las grandes tempestades de la vida pública. Aquella cátedra, ha sido mi primera cátedra, y sus esplendores han podido ocultar las torpezas del profesor: aquellos salones, los primeros en que yo me he permitido dirigir la palabra, en la aurora de mi vida, a un público importante por su número, por su variedad y por su reconocida competencia. Y allí he formado amistades, y allí han corrido días y años que tal vez haya de tener en lo sucesivo, por los más dulces de mi existencia, y a los que refiero, sin duda alguna, los sentimientos más profundos y más sagrados que hasta hoy han embargado mi alma. Con tales recuerdos ¿cómo no mirar al Ateneo con ojos de vivísimo amor? ¿Y cómo no poner mi pobre pluma al servicio de su gloria, de su prestigio, de su fama?...
Como lo he pensado lo hecho, luchando con dificultades cuyo número y cuyo enojo de seguro no apreciará el lector. Mi trabajo (realizado en medio de atenciones bien diversas al interés que me lo inspira), servirá, como ya he adelantado, para que mejor pluma trace otro cuadro, utilizando datos y relaciones que yo he procurado reunir acudiendo a muchas partes e importunando a muchas gentes. De todos modos, me ha de salvar mi buen deseo.
Ahora me resta sólo invocar el espíritu de patriotismo y de amor a la ciencia de los actuales directores del Ateneo. El Instituto de 1835 tiene una historia brillante; ha servido de un modo admirable a la causa del progreso de España; es sin duda uno de nuestros títulos a la consideración de las gentes. Pero puede ser más. Esa exuberante vida de cerca de medio siglo es una gran base, y para que el Ateneo llegue a ser la primera [434] institución científica y literaria de España, sólo se necesita recoger su espíritu, invocar los propósitos de sus fundadores, atender el sentido de su desenvolvimiento y darle valiente y concienzudamente, la forma que los nuevos tiempos reclaman y que tantos progresos aconsejan, y que no es, en verdad, la que todavía el Ateneo reviste en medio de sus grandes esplendores.
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{1} A la venta se ha puesto este año de 78 un volumen que contiene las composiciones poéticas leídas en dos sesiones por D. José Zorrilla ante el Ateneo.
{2} 1865-8.
{3} A los Sres. Perojo y Pacheco, débese esto.
{4} El valor de este artículo acrece, si se tiene en cuenta lo sucedido en el Ateneo de Barcelona, donde la intransigencia doctrinal y política ha motivado más de un disgusto y el desmembramiento de aquella corporación.
{5} En los primeros tiempos del Ateneo la cuota mensual era de 40 reales; desde 1850 de 20.
{6} Realmente no puede ser considerada como pago la dispensa de cuota mensual de que disfrutan sobre 28 profesores y 43 pintores por acuerdo reiterado de la Junta directiva y de la general. El nuevo Reglamento en su art. 40 sanciona esta exención respecto del pasado, y para lo porvenir establece que sólo tres socios podrán ser exceptuados de pago, en junta general, al año. Lo que ocurría hasta 1876 claro está que no me ha de parecer bien, por muchos motivos, y principalmente por la manera de hacerse las excepciones; pero encuentro muy discutible que el Reglamento insista en esta diferencia de socios de pago y de no pago, tratándose de un establecimiento que jamás ha aceptado la idea de los socios de mérito. [424] Hubiera valido más no hablar de exenciones, o en otro caso volver a la idea de 1836, conforme a la cual (y parece lo natural) eran dispensados de toda cuota los profesores que desempeñaban las cátedras de cuadro del Ateneo.
{7} La Comisión que lo redactó se compuso de los Sres. Arrieta (uno de los fundadores), García Labiano, Díaz y otros.
{8} En 1876 el número de periódicos nacionales era de 98, de ellos 85 de Madrid. La administración de la Gaceta remite dos ejemplares gratis desde la época en que D. Luis González Brabo, entonces Ministro de la Gobernación, así lo acordó (1865).
De La Correspondencia, La Época y El Imparcial, se reciben varios ejemplares, y en la portería de la casa hay a la venta números del primero de estos periódicos. En la portería también se expenden libros. –El número de periódicos y revistas del extranjero sube a 80, de ellos siete alemanes, dos belgas, 15 ingleses, cinco italianos, dos suizos y el resto franceses. En los dos años de 1875 y 76, se adquirieron por donación o por compra (pero principalmente por ésta) sobre 930 libros.
{9} En 1841 el presupuesto de gastos era de 80.000 rs. La partida de libros, encuadernaciones, revistas y periódicos subió a 22.000 rs. Cuatro años antes, en 1837 (como se ha visto), los gastos totales eran 51.600 rs.